Liturgias
A la mitad del rosario de los días me detengo apenas para entrar de lleno en el pozo diario: se parecen tanto las mañanas antes de despertarlas que me quedo más tiempo en la bruma, no recuerdo en dónde quedó el hilo y me prendo al vuelo de alguna señal, no sé todavía si es miércoles (los lunes son brote temprano y los domingos sin nubes no tienen raíz) y no me parece que ningún canto sobresalga de entre el verde que por ahora sólo es monocromía.
En algún lugar las orillas del agua rozan las orillas del estanque.
¿Qué sigue?
Abrir la puerta, cerrar con llave. Pongo un pie afuera sin salir de mi cuerpo: buenos días, manchas multicolor que me rebasan a prisa y sin convicción como yo: un pie después del otro, las gotas acompasadas, el murmullo va trenzando la cadena.
¿Qué sigue?
Cruzar los umbrales, en cada uno dejar dentro, enredar algo en los goznes y vivir con lo que queda, pasar siempre a otro lado: hay puertas que cruzamos menos, a las que no regresamos ya, hay letras mayúsculas que ya no leemos en el libro de horas, hay horas en blanco que pasan, enjambre de salmos, sin interrupción.
La ciudad recita sus calles de memoria sin descanso en el incendio del mediodía y todo en el asfalto, túrbidos pedazos de agua y vidrio maderos podridos, piedras opacas, todo es la misma materia: la repetición pule las cosas: apila los días, deja limpio el pizarrón para empezar la cuenta de nuevo pero siempre hay una ventana que queda abierta, un hueco desesperado por el que se cuela un aire frío.