Terapia para tesistas
Ya nadie debería sorprenderse al constatar, una vez más, ese viacrucis agotador que es el rito de la titulación. Veo que no ha pasado de moda hacer chistes al respecto. Mis conocidos esbozan una tenue compunción, cuando revelan que llevan ocho años tratando de finiquitar sus asuntos pendientes con la universidad.
Hasta Ibargüengoitia se dio cuenta de lo común de ese sufrimiento después de andar contando muy admirado a sus amigos: “Fíjate que yo me tardé más en hacer el trámite que en hacer la tesis”.
Dicho comentario sólo le reveló que su caso era miel sobre hojuelas a comparación del martirio de sus compañeros que protagonizaron “el Caso del Expediente Perdido, el de las Materias No Revalidables, el del Hombre que Siguió la Carrera Inexistente, etcétera”.
En materia de trámites institucionales, pocas cosas son más difíciles que por fin verse a uno mismo de saco en blanco y negro, aplastado por gel hasta la calvicie, feo y con orejas gigantes en la espantosa foto ovalada del título profesional.
Lo verdaderamente anómalo sería encontrar a alguien que contara su experiencia como el episodio más gozoso de su vida, como un ejemplo de armonía entre todas las partes involucradas, sin asesores que desaparecen de un día para otro, sin ventanillas cerradas, ni firmas faltantes, ni peleas de orgullo. Sin el tenía que traer dos copias, sin sinodales que mueren en el proceso, sin una eternidad gastada en filas. ¿Acaso existirá ese elegido, ese ser excepcional bendecido por el hado de la burocracia?
Si aquel animal mitológico de mis fantasías de verdad existe, imagino que logró derrotar a esa hidra de dificultades por una bendición de azar y buena suerte, pero también por no dejarse aplastar por la pesada losa del miedo.
Tengo la sospecha de que una de las principales razones por las que muchos tardamos tanto en concluir ese manuscrito final que comprueba que estudiamos una licenciatura es por una fatídica mezcla de cobardía, ignorancia e ilusión.
No puedo ni siquiera empezarla, es demasiado trabajo; cobardía. Voy a escribirla toda y después me busco un asesor; ignorancia. Me tardaré veinte años porque quiero proponer una renovación formidable de mi campo de estudio, ilusión. Combinación perfecta para procrastinar tercamente y comprobar el mayor absurdo: que incluso el no hacer absolutamente nada puede resultar extenuante.
Estudiando mi propio caso a la distancia, conjeturo que a los manuales de técnicas de investigación les hace falta una adenda: un capítulo de superación personal al más puro estilo gringo. Caldo de pollo para el alma del tesista, podría ser. ¿Quién se ha llevado mi corpus?, mucho mejor, más realista.
Porque llega un momento en el que uno no necesita saber cuáles son las fuentes primarias y secundarias, lo que verdaderamente se hace urgente es ser cacheteado con el guante de la triste realidad, la espantosa decadencia educativa de estos tiempos.
Más elocuentes resultan las palabras de Gabriel Zaid: “En el siglo XX, las universidades se burocratizaron, como casi todo en el planeta. Hoy son instituciones buscadas, ante todo, por las credenciales que otorgan”. Estudiar una licenciatura actualmente significa aspirar a eso: la credencialización. Para los que no quieren ser investigadores, la tesis es sólo un pesado y engorroso trámite.
A mí me costó trabajo aceptarlo porque además de una nerd irremediable, soy bastante ingenua ante estos temas. Sigo a ojos vendados el dogma de la educación, en la que creo como pocas cosas. Y a veces olvido que, en muchos ámbitos, los maestros ya dejaron de ser lo que deberían (y lo que quisieran) ser para convertirse no en educadores, sino en calificadores.
Alguien me lo dijo en su momento: “piensa en la tesis como un trabajo final muy largo”, y yo desdeñé sus comentarios. Entonces no sabía que, para muchos, el mayor aprendizaje al titularse de una carrera universitaria es darse cuenta de que el cinismo es a veces un menester ineludible.
Recorro mentalmente la lista de treintañeros que recuerdo especialmente por su perpetua condena tesística, sus eternos propósitos de Año Nuevo, su ahora sí ya me titulo. Imagino qué pasaría si entre ellos formaran un programa de apoyo para vencer la adicción al ya mañana. ¿Cuáles serían los mandamientos de esa terapia para tesistas?
Uno, tenga claro su objetivo: no va a cambiar el rumbo de esta disciplina, tampoco renovará la podredumbre educativa; usted quiere ampliar las oportunidades de su vida profesional con un papel.
Dos, no se deje intimidar por la carga de trabajo: en la carrera ya escribió más de cien páginas en puras tareas finales paridas en una sola noche, la tesis equivale a cinco trabajos finales más regordetes y mejor nutridos.
Tres, no se autoengañe leyendo: debe conocer el tema, debe conocer la bibliografía, pero leer sin avanzar en la escritura es una pérdida de tiempo.
Cuatro, elija bien a su asesor: aunque el especialista en su tema lo podría ayudar mucho, seguramente estará muy ocupado en su propia vida académica; el mejor asesor es el que tiene buena disposición y puede firmarle un papel tan pronto como servicios escolares se lo exija.
Cinco, aprenda a darse ánimos: si se amilana o satura mentalmente, nada puede resultar mejor como ponerse a revisar las tesis hechas por otros; sumérjase en una plataforma y dese cuenta de que, por peores investigaciones, gente antes de usted ya se tituló. (No olvide revisar los agradecimientos: las tesis de gratitudes larguísimas suelen ser las más infames). Sólo la perentoria voz de la autoayuda tiene permiso para vociferar lo que todos sabemos, pero nadie quiere escribir.
Más allá de ese sentido práctico al que resulta difícil renunciar cuando el mundo se desmorona en analfabetismo funcional, citación parasitaria y laberintos burocráticos, pareciera más importante que nunca la urgencia de encontrar espacios donde pueda desarrollarse la imaginación crítica con rigor. ¿Dónde existe la investigación que no esté convertida en nada más un rito, una ceremonia?
Mis últimas tres experiencias con las tesis han sido: tirar a la basura cinco kilos de hojas llenas de anotaciones viejas que no quise cargar conmigo en una mudanza, verme reflejada en unos ojos amigos llenos de angustia por tener que hacer un protocolo de investigación, y reincidir.
Quizá por esto último, porque esta vez me he llevado a mí misma hasta el patíbulo por decisión propia, mi yo de hace unos años comienza a perseguirme entre sueños como el fantasma de la titulación pasada. Quisiera decir que es el cinismo lo que me ha traído aquí, pero sería deshonesta al ocultar que sigo esperando un milagro o una catástrofe en forma de objetivos, metodología y conclusiones. Que el dios de la ñoñez nos ayude a nosotros, los que necesitamos escribir para responder preguntas, los que creemos que el pensamiento original puede nacer en la lectura afanosa de los otros.