Tenochtitlan: 500 Años Después
La virtud más grande de una conmemoración es la de convertirse en un pretexto para abrir, en medio del tiempo, un claro en el que ejercer nuestro derecho a pensar. Los quinientos años de lo que se ha insistido en llamar la “caída” de México-Tenochtitlan es una invitación a ejercitar nuestro juicio crítico, el cual puede llevarnos a establecer un orden relativo al conjunto de nociones que componen una visión colectiva y personal de la Conquista. Posiblemente, lo único que podamos decir en general es que aún hoy continúa siendo un asunto polémico, con matices apenas aprehensibles, al que este ensayo se adscribe como una vía más para su apertura y problematización.
No es necesario negar el resentimiento histórico que existe en numerosas poblaciones a lo largo del continente. Puesto que la historia es propensa a relecturas, a volverse a interpretar, la mera posibilidad de revisitar el pasado somete al cambio cualquier emoción relativa al mismo. Teniendo información más precisa nuestra capacidad de interpretar un acontecimiento en el marco de su contexto temporal es menos imperfecta y, por lo tanto, más justa en su valoración; esta certeza debería motivar un vínculo diferente con los hechos, en todo caso, lo importante es procurar mantener una actitud receptiva, suspender temporalmente nuestras presuposiciones para conseguir establecer una suerte de pensamiento conjunto que nos aproxime a la verdad a través del consenso informado.
Al tratar el asunto de la Conquista hay dos criterios enfrentados que tienen su raíz en el origen mismo del conflicto y a los que no conviene designar para no caer en demasiadas simplificaciones pues, dicho sea de paso, ninguno es trivial o simple. Uno, vislumbra el proceso como un acontecimiento marcado por la violencia y la suplantación, a través de políticas de exterminio, de las culturas amerindias, en este sentido, es común que se le compare con otros “genocidios” modernos; su ala más radical ancla la intención de negar la herencia hispánica en la apología de los pueblos conquistados y su vínculo ejemplar con el orden cósmico y terrenal. Libros como el de Ramiro Reynaga, Tawantinsuyu: cinco siglos de guerra Queswaymara contra España (1978), nutren esta perspectiva.
Al enfatizar las prácticas socioculturales reprobadas por frailes y soldados españoles así como los atrasos técnicos de los pueblos prehispánicos, el otro punto de vista interpreta el conflicto como una cruzada civilizatoria por parte del imperio hispánico que arrojó beneficios mutuos. Es frecuente que en aras de exaltar el modelo de subjetivación mestiza que posibilitó la colonización se califique al resto de pueblos como remanentes al margen del influjo histórico. Algunas de estas ideas se expresan en libros como 1492: fin de la barbarie y comienzo de la civilización en América (2014) de Cristian Rodrigo Iturralde.
Este debate lleva a un reducto maniqueo que por lo general encalla en una discusión de ejemplos y contraejemplos desligados del sentido que cada uno guarda en su propio contexto. El punto de inflexión para el individuo que milita en una u otra posición reside en considerar o no bárbaras las instituciones culturales de los pueblos prehispánicos, ya que dependiendo de la respuesta, la guerra se justifica o no por un principio de civilidad. Hay de hecho suficiente información para zanjar este punto, pues, aunque obviamente existieron distintos grados de sofisticación social que, cronistas como José de Acosta (1540-1600) supieron captar con matices adecuados, si por “civilización” entendemos una comunidad coordinada bajo sistemas complejos de política, economía, religión y educación, las sociedades más representativas de América eran civilizaciones hechas y derechas. Sobre todo porque previo al arribo de españoles existían poderes legítimos, concertados e instituidos en Estados, situación que obligó al imperio a debatir de manera inédita acerca de la legitimidad de la guerra sentando en el camino las bases del derecho internacional. Por lo tanto, la discusión acerca de la ausencia de culturas sofisticadas en América no debería tomarse muy en serio.
Para tratar de entender la Conquista vale auxiliarse de un modelo de contienda militar que permita excluir el binarismo de malos contra buenos y así ahorrarnos la cándida idea de “encuentro” o “descubrimiento” de un Nuevo Mundo; el uso de categorías militares posibilita afrontar el proceso como algo más próximo a lo que fue: una incursión invasora que puso a una civilización enemiga frente a otra, donde cada una en su multiplicidad material y simbólica abogaba por intereses específicos: a la guerra de conquista le sucedió la lucha de imágenes aún más larga y compleja que la anterior.
En efecto, la anexión de territorios realizada por la monarquía hispánica era consustancial a la lógica expansionista calcada del modelo imperialista romano que desde el compromiso entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón había consolidado las pretensiones hegemónicas de la dinastía Trastámara; la conquista de Granada y, la consecuente expulsión de moros y judíos de la península, elevó dentro de Europa el prestigio de los Reyes Católicos y favoreció la profesionalidad del ejército: así, el reino de Aragón consolidaba sus territorios surorientales mientras Castilla robustecía las exploraciones hacia el occidente. Una característica en el fin de integrar un Orbis cristianus fue el propósito de replicar la experiencia mediterránea en otras partes del mundo, incluyendo el Caribe y sus alrededores, la carrera por la supremacía pasaba por la competencia náutica con Inglaterra, Portugal y, especialmente con el reino considerado como la mayor amenaza, Francia.
En los primeros años del siglo XVI la circunnavegación de Magallanes probó empíricamente la redondez de la tierra provocando la crisis definitiva del modelo medioeval del equilibrio providencialista de los tres continentes: Asia, África y Europa, símbolo de la trinidad. En términos teológicos, América supuso un cambio en la mentalidad del habitante de un mundo hasta entonces ceñido al plan divino y su armonía, abriendo la puerta a una modernidad germinal; a su vez, en términos prácticos contribuyó a conectar rutas de navegación primordialmente comerciales que en 1565, con la conquista del archipiélago filipino, llegó a abarcar casi la totalidad del planeta estableciendo la que podría considerarse una globalización temprana.
Durante el reinado de Carlos I de España, la incursión bélica en América era una más de muchas que estaba disputando el imperio plus ultra a lo largo y ancho del mundo. En este escenario, cronistas como Ginés de Sepúlveda (1490-1573) y López de Gómara (1511-1566), influenciados por el Humanismo italiano y su imaginario, escriben por primera vez en clave de una cartografía geopolítica que mantiene como eje imprescindible la ciencia y técnica de la guerra. En Annales de Carlos V, Gómara se refiere a los indios en términos estrictamente militares: enemigos cuyo poder y amenaza solo cabe vencer, pues de lo contrario se corre el riesgo de sufrir una contra invasión semejante a la que provocó la caída del Imperio Romano. Conseguir la victoria significaría pacificar un polo en la convulsa circunstancia protoglobalizada de entonces, óptica coherente con la idea de que la guerra es el instrumento ad hoc de los equilibrios geopolíticos.
La figura de Hernán Cortés se sitúa en esta encrucijada a la que se agregan, a su arribo a América, una serie de problemáticas novedosas de entre las que destacan las exigencias de los pueblos vecinos a Tenochtitlan para ayudarlos, agobiados por el sometimiento político, a liberarse de sus enemigos mexicas. La división provenía principalmente de las ambiciones expansionistas del imperio tenochca que llegó a ocupar la mayor parte del valle de México extendiéndose hasta el soconusco, actualmente la frontera chiapaneca con Guatemala; la exigencia de tributo en especie y la permanente amenaza de guerras floridas, sumadas a la exclusión cultural de los popolocas, “bárbaros” sin derechos que no compartían la cosmovisión ni hablaban la lengua náhuatl, componía un clima de disconformidad generalizada. En relación a estas querellas internas, antes que un conspirador, Cortés es un tercero en discordia que no va a desaprovechar su posición para reportar, como soldado y súbdito de la corona, beneficios a la monarquía.
Como invita a hacerlo Martín Ríos Saloma, vale la pena preguntarse entonces ¿quién conquistó México-Tenochtitlan? De acuerdo a las fuentes cortesanas, en el momento más álgido de la guerra de sitio sólo hay alrededor de cuatrocientos combatientes españoles, quince caballos y siete cañones, escuadrón que se antoja insuficiente para tomar una ciudad de las características de Tenochtitlan. Si bien la táctica de origen aragonés contribuyó a alcanzar la victoria, las alianzas hechas con totonacas y tlaxcaltecas tuvieron una importancia aún mayor; códices y lienzos como el de Tlaxcala muestran al ejército conquistador liderado por personajes locales identificados por su atuendo guerrero. Es necesario reconocer, por lo tanto, que la derrota de Tenochtitlan fue posible gracias a los pueblos subyugados que vieron en Cortés una oportunidad para emanciparse sin prever que al hacerlo, todo lo que conocían sufriría una definitiva y profunda transformación.
Así como el minúsculo ejército de Cortés no pudo haber tomado por sí mismo la ciudad de Tenochtitlan, según las fuentes del siglo XVI fundada en el año 1-tecpatl (1324)/2-calli (1325), la conquista no se dio en un momento concreto, por lo que para ser más precisos también es indispensable designar el proceso en plural: una sucesión de conquistas que comenzó en 1492 y finalizó a punto de iniciar el siglo XVIII, con la dominación del reducto maya Tayasal.
Algunas conclusiones: Traté de mostrar que las culturas amerindias eran civilizaciones complejas y no un puñado de tribus salvajes; que conviene usar categorías militares para despejar ambigüedades conceptuales y malos entendidos; también, que la Conquista de América se desarrolló a lo largo de más de dos siglos, por lo que es más adecuado hablar de ella en plural, y que tuvo en principio como protagonistas las alianzas hechas con los guerreros locales, sin los cuales hubiera sido imposible el avance militar español. Cabe señalar que ni México ni España eran las naciones modernas que hoy conocemos; que ni siquiera la monarquía hispánica gozaba de un poder centralizado sino más bien éste se dispersaba en centros históricamente importantes: Valladolid y Madrid, sitios por donde solía peregrinar la Corte, o Córdoba, antigua capital del reino Al-Ándalus. Por esta razón, para un estudio del proceso desembarazado de ideología urge situarse en discursos posnacionalistas ya que en gran medida debemos la leyenda negra de la Conquista al uso político que quiso imprimirle la posrevolución mexicana, sino ¿por qué razón conmemorar la derrota azteca y no la victoria tlaxcalteca?
Bibliografía
Velasco Gómez, Ambrosio (Coordinador). Las teorías de la guerra justa en el siglo XVI y sus expresiones contemporáneas. México. UNAM. 2008.
Ríos Saloma, Martín (Editor). El mundo de los conquistadores. México. UNAM. 2015.