Suspiria: la ambivalencia sexual del poder
En Diosas (2013), Joseph Campbell transita un camino accidentado por la historia de las divinidades femeninas, relatando su preeminencia en los ritos de la fertilidad, la transformación y la trascendencia humana. Milenios después, tras el abandono del culto animista a la Diosa Madre y de un largo periodo de guerra y conquista que arrasó Occidente impelido por el monoteísmo judeocristiano, son los hombres quienes han plantado pie en los hechos históricos heredando las prerrogativas de los pueblos guerreros como caudillos y jueces, como libertadores y dictadores, como quemadores de brujas. O, en la actualidad, como psicoterapeutas y policías.
Este gran angular de la dualidad sexual de la historia es un mero repaso a la cara visible de una política divisoria no muy distinta de la que fracturó en dos territorios ideológicamente contrapuestos la gélida Alemania de posguerra; conflicto que el italiano Luca Guadanigno ha logrado capturar desde una perspectiva semidistante, componiendo planos glaciales, cuajados de vaho y nieve.
El estilo en clave baja hace de las incursiones de Susie Bannion (Dakota Johnson) y el Dr. Jozef Klemperer (Tilda Swinton), en este mundo imaginado de Guerra Fría y brujería, una síntesis de dos formas de organización que el director ya había abordado bajo los términos de la sexualidad en Call Me By Your Name: la política exterior socialmente aceptada y la política interior profana.
A tenor de lo profano, las mujeres de Suspiria son psicoanalizadas y su diagnóstico es la histeria y la locura, juzgadas como brujas y como encarnación del pecado. Y su política asignada desde el exterior es la política interior del hogar, de comedores y recónditas academias de baile entrañadas de pasillos, recámaras secretas y antigüedades, como las que guarda dentro de una vitrina la ubicua reina del aquelarre, Helena Markos (Tilda Swinton en su segundo, pero no último, personaje).
Las escenas donde las brujas conversan alrededor de la mesa, votan por su reina bruja, conspiran y se divierten a sus anchas con un policía paralizado (emblema de la autoridad del mundo exterior), a primera vista parecen prolongar la duración del metraje, pero tras un breve periodo de reflexión revelan su inusitado valor narrativo: el modo en que la bruja ejerce el poder se encuentra en los ritos arcaicos, en el aquelarre doméstico, no fuera de él en las revueltas calles de Alemania.
Esta confrontación ideológica rige a varios personajes, pero se encarna de forma explícita en el de Patricia (Chloë Grace Moretz). Ella es, quizás, la única capaz de observar esa dualidad integrada por la política oficial y por la política ritual. Y, además, es la más activa en ambos bandos: como potencial depositaria del espíritu de Helena Markos y como simpatizante de la organización revolucionaria terrorista Red Army Faction.
La película toca las dos horas y media y su estructura está dividida en seis capítulos y un epílogo, el primero de los cuales bien puede funcionar a manera de epígrafe de aquellas ideas. En él, Guadanigno nos lleva de la mano con una desaliñada y confundida Patricia al interior de la consulta psiquiátrica del veterano Dr. Jozef Klemperer. Poco a poco la bailarina irá desgranando algunos de los misterios en torno a la academia de danza de Miss Tanner (Angela Winkler), mientras el escéptico psiquiatra registra a vuelapluma un diagnóstico racional: son meros reflejos (“simulacros”, dictamina) aquellos relatos sobre diosas primitivas y brujas que habitan detrás de las paredes.
La idea del simulacro, es decir, la ilusión de la brujería y de los ritos antiguos en contraposición con los hechos irrefutables de la guerra, en particular los derivados del nazismo, proyecta una sombra de miedo y culpa sobre el trasfondo de algunos personajes. Atención a las pesquisas del Dr. Jozef fuera de la academia de baile, en un visible mundo exterior con una crisis de identidad política. Suspiria, pues, parece adoptar su visión del mundo desde el interior del aquelarre, ironizando sobre la posibilidad de que esos ritos femeninos fueran la realidad histórica y concreta debajo del simulacro de la historia oficial del hombre.
Por ello la revisión de Guadanigno no podría haber sido exuberante en ese contexto de dolor y vergüenza (que paralizó las calles de Alemania), excepción hecha de un clímax apresurado en las profundidades de la Academia donde se asiste con asombro a la epifanía: el aquelarre final resulta grotesco (en algunas partes el despliegue visual es directamente pomposo), pero su finalidad estética está lejos de emparentarse con el caleidoscópico barroquismo visual de Dario Argento o los compases frenéticos de la banda sonora compuesta por el grupo de prog-rock Goblin, que hicieran de su homónima original de 1977 una rara avis en el panorama del subgénero de horror italiano “giallo”.
En cambio, los excesos de la composición pictórica de la nueva versión generan un curioso contrapunto aunados a las lánguidas notas musicales con las que Thom Yorke se estrena como compositor de cine, orientando el desenlace hacia la melancolía, lejos del preciosismo de su modelo original. Claramente lo dice Helena Markos momentos antes de comenzar el Sabbat: “Esto no se trata de arte”.
En tal punto, ambas políticas, dentro y fuera, la de la bruja y la del hombre, resultan intercambiables y su esencia es similar: no hay arte en la guerra, solo horror y fealdad.