Subsuelo
Entre la angustia y la desesperanza, Rodrigo Flores Santín nos lleva en este relato, por medio de su personaje principal, a un recorrido interminable e intermitente del subsuelo agobiante (tanto real como metafórico) de la Ciudad de México.
Adolfo corrió a la entrada de la estación como si hubiera llegado a la meta. Estaba empapado de pies a cabeza, sin embargo, pensó que había valido la pena. Compró un boleto en la taquilla y lo pasó por el torniquete. El policía que resguardaba la estación lo miró un segundo y volvió a clavar los ojos en el periódico que tenía en las manos. Adolfo abrazó su portafolios y sintió el olor del cuero mojado, descendió por las escaleras rápidamente, como los oficinistas asiduos al metro saben hacerlo. Llegó al andén y sintió tibia la humedad de su saco; tal vez llegaría a secarse para cuando estuviera en su departamento.
Esperó casi veinte minutos antes de que apareciera el tren. Sin afán, miró a su derecha y, al fondo del andén, vio a tres o cuatro personas además de una pareja de novios que no paraban de besarse y luego reír a carcajadas. Recordó otra vez a Carolina despidiéndose de él, con un beso tímido que tal vez decía otras cosas, un par de horas antes. Por el túnel de la izquierda se escuchó lejana la marcha del Metro y sus luces iluminaron el pasaje hasta aparecer en el andén. El vagón paró y las puertas se abrieron justo frente a él; descendieron tres personas antes de que Adolfo pudiera entrar y una de ellas, una mujer gorda que parecía sin edad, lo miró directo a los ojos como si adivinara sus pensamientos. Subió y el tren comenzó su marcha.
Se sentó y pegó la cabeza a la ventana con los ojos cerrados. Pensó en el día horrible que había tenido en la oficina y seguramente el siguiente sería igual. Lo único que valía la pena allí era Carolina. Abrió los ojos un segundo y notó que para ser uno de los últimos trenes de la noche llevaba bastantes pasajeros. De cualquier modo, se sintió afortunado de haber alcanzado tal vez el penúltimo. De haber salido quince minutos más tarde, hubiera encontrado la estación cerrada y habría tenido que tomar un taxi que le cobraría mucho más hasta su departamento.
Cerró de nuevo los ojos y calculó en la mente las estaciones que faltaban para llegar a Hidalgo: nueve paradas más, lo que equivalía a veinte minutos y después caminar siete cuadras. Se imaginó caminando en las calles oscuras y se arrellanó en el asiento. Si todo salía bien, llegaría a casa después de las doce. Sentía la marcha del tren bajo sus pies, se detenía, se abrían y cerraban las puertas y continuaba a la próxima estación. Pensó una vez más en Carolina y sonrió levemente; era la primera mujer de la que se enamoraba desde el divorcio. Su corta estatura, disimulada a diario con tacones altos, su cabello liso que olía a un perfume que no lograba descifrar, y esos ojos que tímidamente lo miraban y después le sonreían, detrás de esos lentes delgados como Carolina: era como si volviera a tener veinte años, la misma edad que ella. Sintió un escalofrío al imaginarse contra su cuerpo desnudo y apretó las piernas.
Abrió los ojos y vio que el vagón del Metro llegaba a la siguiente estación. Se detuvo, se abrieron las puertas y miró los señalamientos en las paredes del andén: no coincidían con lo que calculó. Según Adolfo, faltaban todavía cuatro estaciones más para llegar a la suya, pero al mirar el mapa en la pared del vagón se dio cuenta de que la estación Hidalgo había quedado varias paradas atrás. Se levantó de un brinco y, antes de que se cerraran las puertas, salió al andén y pensó que tal vez se había quedado dormido mientras pensaba en Carolina. Su primer miedo fue no alcanzar el tren de regreso. Del segundo y del tercero no fue consciente, pero fueron la soledad en dos de sus formas. Miró su reloj: eran cinco minutos antes de las doce. Corrió por los pasillos de la estación Potrero como si de eso dependiera su vida, bajó y subió escaleras, cruzó puentes y, después de tres minutos, estaba tan agitado que tuvo que sostener sus manos en las rodillas para recuperar el aire; sin embargo, estaba ya en el otro andén esperando el último tren del Metro que lo llevaría hasta Hidalgo.
Tuvo que esperar unos cuantos minutos antes de que apareciera sonando la bocina que anunciaba el tren. Se abrieron las puertas y Adolfo entró, mirando a los pasajeros que, también en ese vagón, eran numerosos considerando la hora. Quizá por alguna razón de la que no se enteró, el servicio de transporte se había alargado ese día, pues en los asientos contiguos había hombres, mujeres y niños, como si fueran las siete u ocho de la noche. Se sentó en el asiento cerca de la puerta y mientras recuperaba por completo el aliento, el tren comenzó a avanzar. Se sintió aliviado, aunque ahora no despegaba la vista del mapa que le indicaba cuál era la siguiente estación. Sólo tenía que avanzar cuatro más y al fin llegaría. Se asombró de cómo lo distraía la simple idea de Carolina; pensaba en ella y se formaba una imagen tan nítida en la cabeza que podía dejar de pensar cualquier otra cosa. Sonó la bocina del Metro, indicando que había llegado a la siguiente parada, pero, cuando se detuvo, Adolfo miró en la pared otra vez los rótulos de una estación que no correspondía. De hecho, esta vez la estación a la que había llegado ni siquiera pertenecía a la Línea 3. Se abrieron las puertas y Adolfo salió corriendo del vagón como persiguiendo algo y no miró atrás para ver si lo mismo le había ocurrido a alguien más. Intentó encontrar a algún trabajador del Metro para explicarle lo que le había ocurrido, pero nadie más caminaba por los pasillos. Miró su reloj, marcaba otra vez las doce menos cinco, y pensó que seguramente se había quedado sin pila. Sus pensamientos buscaban las justificaciones más absurdas: el último tren en el que viajaba debió haberse desviado de la línea para terminar su jornada y dejar a los pasajeros en otra estación terminal. Se resignó y se dispuso a encontrar la salida; si la estación ya estaba cerrada, de cualquier forma habría un policía o alguien que lo dejara salir.
Caminó con calma y se dio cuenta de que su saco ya se había secado, pero su portafolios seguía húmedo. Sacó las monedas de su bolsillo para contarlas: no le alcanzaría para pagar el taxi. Hasta ese momento recordó que debía pasar al banco desde el mediodía. Si tomaba un taxi y le pedía que lo llevara al cajero automático, después a su casa y, además, tomando en cuenta que ahora se encontraba más lejos… Era la única opción, aunque sin duda afectaría su economía de los días siguientes; en la Ciudad de México no se podían permitir esos lujos a diario.
Seguía los señalamientos de salida y de pronto escuchó a lo lejos el ruido de los trenes; primero uno y luego otro. Pensó que si había más de uno tal vez alcanzaría el que lo llevara a Hidalgo o al menos a alguna estación más cercana. Sacó su celular para ver la hora y marcaba la misma que su reloj varios minutos antes: las doce menos cinco. Apretó su portafolios bajo la axila y echó a correr por los pasillos otra vez como si estuviera en permanente lucha contra el tiempo. Bajó las escaleras, tomó el túnel, se aseguró de que fuera en la dirección correcta y bajó otras escaleras para llegar al andén justo cuando sonaba el timbre que indica el cierre de las puertas. Dio un brinco y entró al vagón. Sintió cómo sus piernas y su espalda se relajaban al fin y se sentó para respirar profundo y recuperar el aliento. Esta vez el vagón estaba vacío y el único ruido que se escuchaba era el andar mecánico de los trenes; uno, en el que iba, y el otro en la dirección contraria que se alejaba junto con su sonido. Se acercó a la ventana entre vagones para intentar ver si había otros pasajeros, pero no vio a nadie. A lo lejos, a dos o tres metros de distancia, vio a un anciano que parecía haberse quedado dormido en el asiento, con su bastón sujeto entre las piernas. Adolfo pensó que al llegar a cualquiera que fuera la última estación seguro alguien lo despertaría y eso lo libró de preocuparse por el viejo.
Una vez más escuchó la bocina del tren indicando la llegada a la estación. Esperó de pie junto a la puerta, preparado para salir si volvía a ocurrir un cambio en la ruta. En cuanto miró los señalamientos, se dio cuenta de que cada vez se alejaba más; ahora estaba en otra línea distinta a la anterior y del otro lado de la ciudad. Su angustia aumentaba y cada vez tenía menos idea de lo que pasaba. Una vez más corrió por la estación en la que ahora leía «Constitución de 1917», en busca de un trabajador de limpieza o un guardia de seguridad que patrullara el lugar. Los pasillos bien iluminados con luces blancas como de oficina, el olor a orines y a gente amontonada, que lentamente se iba disipando, y el silencio que de pronto se interrumpía por el sonido de las máquinas de control le provocaban una terrible calma que lo hacía sentir seguro de que, al menos, ningún otro usuario podría hacerle daño. Escuchó de nuevo la marcha del tren seguido del sonido que anunciaba su llegada. Sin muchas esperanzas y más bien por mera curiosidad, regresó rápidamente al andén del que había salido; si tenía suerte, el Metro lo llevaría a cualquier otra estación que tal vez por azar estuviera más cerca de su departamento y pudiera llegar al fin.
Lo abordó con las piernas cansadas de tanto correr. Otra vez el vagón estaba vacío y miró por las ventanillas: él era el único pasajero en los cuatro o cinco vagones que su vista alcanzaba. Esta vez no tomó asiento y permaneció cerca de la puerta con la mirada fija en el cristal, como si así pudiera controlar el curso del Metro. Una vez más escuchó y vio lo mismo: el sonido, el frenar del tren y otra estación que no correspondía al mapa y que lo alejaba aún más de su destino.
Suspiró largamente con ganas de tirarse al piso y echarse a llorar como un niño perdido. Se abrieron las puertas y salió del vagón; el tren avanzó ruidosamente a sus espaldas y desapareció del andén. Ahora no había anuncio alguno en las paredes. Era como si esa estación no perteneciera a las líneas del Metro. Desesperanzado subió todas las escaleras hasta llegar a la salida; estaba bloqueada por una reja de seguridad y unos candados grandes la sujetaban al piso. Afuera caía una de esas tormentas nocturnas que suelen durar hasta el amanecer; miró con anhelo la calle oscura, por la que casi no pasaban coches y no la reconoció. Volteó hacia el reloj de la entrada y leyó lo mismo que antes: las doce menos cinco. Gritó un par de veces con la fuerza que le quedaba, sacudiendo la reja con las manos; nadie contestó. Mientras escuchaba a lo lejos, casi como un murmullo, el trajín de los trenes que pasaban, se detenían y seguían su marcha en el fondo del subsuelo, Adolfo supo que al menos esa noche no saldría. Caminó de vuelta un poco y se sentó en el piso debajo de una de las lámparas que más iluminaban el pasillo, recargó la espalda en la pared y se puso a pensar en el cuerpo de Carolina: pequeño, delgado, tan blanco como su cuello.
Al menos adentro estaba protegido de la inclemencia de la lluvia.