Su estilo es contarlo todo
En esta estampa, Vila-Matas, uno de los grandes amigos de Sergio Pitol, lo retrata como su maestro, y a partir de un par de anécdotas muestra cómo para el escritor, jalapeño por elección, la vida puede ser una lección de estilo.
Pienso en las calles recorridas, las que he podido caminar junto a él. Hay calles, callejuelas y callejones transitados en Asjabad, Ve-racruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul. Y pienso especialmente en un día de lluvia en Aix-en-Provence, adonde acudimos para homenajear a Antonio Tabucchi. Fue un día que recuerdo por la agresiva lluvia y por la constante pérdida de sus gafas por parte de Sergio; algo esto último nada extraño, pues es ya legendaria su inclinación a perder y luego recuperar sus anteojos.
Para Juan Villoro, Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. En El arte de la fuga, Pitol nos cuenta que, en su primer viaje a Venecia, allá hacia 1961, extravió los lentes a su llegada, los extravió mientras se preguntaba si hallaría la muerte en Venecia, la muerte en la ciudad de sus antepasados. Muerte y neblina, extravío de anteojos y la fusión compacta de vida con literatura lo encontramos también en otro día de lluvia, en este caso en Mérida, en los Andes venezolanos. Habíamos subido a cuatro mil metros de altura y, al descender a la ciudad, Sergio estaba aterrado porque creía tener la presión muy alta. Entramos en una farmacia y la presión se la tomó un niño de catorce años que ya se veía que no sabía tomarla. «Tiene usted cinco mil cuatrocientos veinte de presión», le dijo el niño. Sergio quedó pálido y sobrecogido. «Debería estar muerto», añadió el niño. «¡Ay!», gritó Sergio, y todavía hoy oigo el eco de algún grito desgarrado en medio de la ciudad andina. Le acompañé a una clínica cercana, donde —para ser fiel a su costumbre— olvidaría sus anteojos.
En estas anécdotas de días lluviosos del pasado está contenida la silueta de su vida cervantina, pues, como él dice, «todo es todas las cosas». Leyéndole, se tiene la impresión —que me ha perseguido siempre porque a fin de cuentas es mi maestro y lo es por motivos muy altos— de estar ante el mejor escritor en lengua española de nuestro tiempo. Y a quien ahora se pregunte por su estilo, le diré que consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es contarlo todo, pero no resolver el misterio. (En esto Roberto Bolaño se le parece, especialmente por su tendencia a agotar todas las posibilidades de narrar). Pero es que, además, su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos, perder los anteojos y perder los países y los días lluviosos, perderlo todo: no tener nada y ser mexicano y al mismo tiempo ser extranjero siempre.
Hasta sabe inyectarle humor al hecho de ser mi maestro. Cuando después de años de timidez confesé finalmente su pleno magisterio, y lo confesé en una entrevista con Raquel Garzón para El País, se produjo un posterior «tira y afloja» entre Pitol y yo, su cordial alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba, parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer —así lo aseguraba a todos los amigos, dejándoles tan atónitos como a mí mismo— que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día —lo recordaré siempre: fue en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México— se plegó a la verdad. El único maestro era él.
Se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación de la conferencia que había sido yo invitado a dar allí. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz) hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en la comida. Un amigo escritor muy obcecado en lograr quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía e insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le enumeró con paciencia muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacía al escritor obcecado.
—Pero dime exactamente por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente —insistió el escritor obcecado.
Hubo un terrible y profundo silencio. Pitol miró a un lado y a otro, como si temiera algún tipo de no deseado espionaje.
—Te la voy a dar, es muy sencilla —dijo finalmente.
Hizo otra pausa y luego elevando mucho la voz dijo muy concluyente, supongo que para que pudieran oírlo hasta los más indeseados entrometidos:
—Porque soy su maestro. ¿Queda claro?