Solana y algunas historias que se entrecruzan
Un calor ignoto y chorreante mueve las cortinas de tela anaranjada de mi infancia. La memoria es una patria difusa conformada por territorios que se transmutan en épocas; por sensaciones que ocupan el lugar de personas y por pulsos que levantan tormentas apenas se perturba una débil partícula. En mi caso, se cuentan un tamarindo gigantesco en el patio de una casa en la Onceava Poniente Sur que hoy es una refaccionaria, y las manos de mi abuela que hoy tal vez serán un pájaro o también un tamarindo. Como hijo único crecido en la ciudad de México, de niño tuve una soledad más o menos feliz, un perro en un departamento y algunas batallas en el Pérsico, interrumpidas por un viaje anual para visitar a mis abuelos en Tuxtla. Casi puedo decir que ahí aprendí a tener familia, ahí vivieron siempre casi todos mis primos, los únicos con los que podía robar cervezas del refrigerador de los adultos. Ahí aprendí también cómo la vida a veces se va volviendo frágil y se pierde lo que uno ama; mientras el sol se va moviendo despacio para llegar otra vez al lugar de siempre.
Así, el viaje turbulento por el país de la memoria nos depara horas de consuelo y desconsuelo. Tal es su naturaleza inestable. La poesía, en cambio, nos devuelve lo perdido; lo mejora. Es una de nuestras pocas venganzas contra el olvido y contra el caos; el complemento del recuerdo. Por eso agradecí tanto la lectura de Solana de Fernando Trejo. Llegó a mis manos por encargo de Avril Blanco, antigua editora del Fondo Editorial Tierra Adentro, con la encomienda de realizar una fotografía para su portada. Debo admitir cierto escepticismo respecto de la poesía mexicana contemporánea; tal vez porque me considero ajeno a mi propia generación o porque me cuesta trabajo leer versos en lenguaje binario; pero aquí no había acrobacias ni espejismos, solamente poesía, la misma vieja y dura afluente de los grandes maestros. Leí el libro como si lo hubieran escrito para mí. Como he leído a Vallejo, a Rojas o a Huidobro, con la certidumbre de descubrir una verdad que nadie más habría podido revelar y que, sin embargo, siempre ha formado parte de uno.
Entonces, tomé el encargo como una misión personal. La historia del libro, sus imágenes, su pulso entrañable me eran tan afines que parecía demasiado para ser una coincidencia. Precisamente por ello la ejecución no fue fácil, o al menos, no en primera instancia. Aunque el autor tenía una idea muy clara, mi primer impulso fue resistirme. Su intención era partir de una foto en la que figuran él y su primo Carlos (a cuya memoria está dedicado el libro) en una azotea. La foto en sí era casi un milagro, puesto que su padre, quien la había tomado, no acostumbraba nunca hacer retratos y, según me confió, éste fue probablemente uno de los últimos que se le hayan hecho a su primo antes de su prematuro fallecimiento. Parecía imposible reproducir algo semejante haciendo justicia a tal historia y sin resultar artificial. Así que me fui por las ramas y tomé un montón de fotos de parajes, cielos azules, coches abandonados sin que nada me convenciera. Luego recurrí al Photoshop y le entregué a la editora una fotografía digna de un cartel publicitario. «Está muy bien» me dijo «pero no es la portada que estamos buscando». Tenía razón.
Entonces, una mañana desperté, subí a la azotea de mi casa y la foto casi estaba ahí. El sol brillaba a plomo y los recuerdos. En algún momento, durante las semanas que duró el proceso, le había escrito un correo al autor del libro, Fernando Trejo, en el que le hablaba de mis recuerdos de Tuxtla y le decía que, de maneras misteriosas, algunos caminos se entrecruzan. Parado ahí bajo el sol con la cámara en la mano, recordé aquello y pensé que la única manera de terminar el trabajo era asumiendo que yo formaba parte también de esa historia. Entonces me metí en la foto y disparé. Terminó siendo una especie de autorretrato de mi sombra, que ahora forma parte del libro, del mismo modo en que su infancia y la de su primo Carlos son un poco la mía y la de toda nuestra generación.
Cuando le escribí aquel correo a Fernando, omití decir que la última vez que estuve en Tuxtla intenté regresar, pero fui incapaz de permanecer frente a la refaccionaria donde, para mí, todavía está la casa familiar, donde se yergue aquel tamarindo y donde mis primos y yo podíamos robar cerveza del refrigerador de los abuelos. Tampoco le dije que su libro me hizo volver a encontrarme con una parte importante de mi vida. Ahora pienso que tengo pendiente otro viaje a su ciudad. Tal vez ahora pueda regresar a la Onceava Poniente y echar una última ojeada a aquella casa tan entrañable. También conocerlo a él; agradecerle personalmente por encontrar las palabras precisas para hablar de todo eso tan difícil e inasible que es la memoria humana; la suya, la nuestra. Mientras, mi sombra figura en la portada de su libro, donde se resguardan muchos recuerdos compartidos. A veces, de maneras misteriosas, algunos caminos se entrecruzan.