Solana, o el viaje al Ítaca de mi memoria.
Leí Solana, de Fernando Trejo. Lo leí un jueves y lo leí días después de la muerte de mi primo Iván. Eso, y las condiciones meteorológicas de la ciudad, provocaron en mí un pequeño llanto que de la nada apareció como arroyo sin cause. Solana, debo ser honesto, reivindicó mi postura hacia la poesía de Fernando Trejo.
«De ti nace el refugio de los ciegos. De ti la cicatriz del beso. La mancha de la eyaculación…»
Hoy escribo con el café a un lado. Escribo desde un estado contemplativo y a distancia de la lectura. Escribo desde un escritorio, cual oficinista de estos tiempos. Soy lector antes que otra cosa e, independientemente de todos los cánones establecidos para reseñar libros y hacer una crítica, hay una regla, un libro te gusta o no te gusta, un libro te provoca o no te provoca y a partir de ahí, uno debe de empezar a ejercer parte del oficio.
«Nadie sabía, Carlos, dónde andaría de Dios tu caminar al día siguiente…»
Solana me ha gustado por su lenguaje, me ha provocado por su historia. Solana es un viaje a una adolescencia ocurrida bajo el cielo y el calor de una ciudad, Tuxtla o cualquier otra, el descubrimiento de un camino donde vibra la vida y también la muerte. Es el viaje al Ítaca del comienzo de nuestra juventud. Leer Solana es travesar la intimidad de dos primos que se convierten en amigos y ambos, comienzan a descubrir el mundo. Es un poemario catártico que nos va develando la inocencia, los miedos, el deseo, la rebeldía, tan propia de esa patria de la que todos, tarde o temprano, hemos sido exiliados.
«Comíamos en tu casa dos o tres veces por semana. Por las fechas de lluvia cuando el paraíso es un inferno y la ciudad (cualquiera) se vuelve un terraplén de hojas y fantasmas…»
Podría comparar el libro con otros dos poemarios escritos años antes sobre el mismo tema pero, honestamente, nunca se me ha hecho justo decir que este libro se parece a otro y que sólo cambia el lenguaje y se adecua al tiempo. Tampoco he creído en aquellas reseñas en las que se dicen que tal autor es ahora el nuevo Neruda o nuestro Tomas Tranströmer de la literatura chiapaneca o mexicana. Hoy, Fernando se sostiene por un trabajo limpio, que ya ha dejado de ser, desde hace mucho tiempo, un conjunto de ejercicios poéticos.
«Por nuestra historia. Porque los pasos en la tierra la lluvia los carcome…»
Uno debe de reconocer en sí, el trabajo que hay detrás, la lucha constante por encontrar una voz, la búsqueda de todos los días, el camino que ha recorrido el escritor a través de los años. Y quienes nos asumimos, con un poco de decoro, escritores o poetas, hemos aprendido a respetar el trabajo y a reconocer el acto de fe que existe al construir otra realidad a partir del lenguaje.
«Pero nadie te dijo, Carlos, nadie supuso al día siguiente cómo tallar a la pared tu nombre, cómo entablar una conversación contigo por medio de la nada…»
Solana es un maravilloso canto a esa inocencia, hermandad y complicidad que ocurre entre primos y hermanos. El libro, un poemario por demás catártico, es un ajuste de cuentas a la memoria de Carlos, cómplice y primo entrañable de Fernando en aquellos años donde el mundo apenas comenzaba a develarse. Es también la letanía y el rezo hacia eso que perdemos y que, tarde o temprano, se vuelve oscuridad, «oscuridad que no es más que un aleteo de sombras…».
*Solana, Mención Honorífica del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino. Fernando Trejo (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1985).