Tierra Adentro

La presencia oculta las cosas.
Quien quiera esconder algo, que lo coloque
entre la multitud. Decían en la India del medioevo
que la esencia de la poesía es lo que no
se dice con palabras, lo que aparece
en el texto, la resonancia semántica,
la imperceptible ebriedad del significado.

Óscar Pujol

Las apariencias no engañan

“No hay nadie”, Graciela Iturbide

 

Puede considerarse que la superficie elegida por el artista, para fijar una imagen, es un espacio. En el caso de Graciela Iturbide el papel fotográfico es una base estructural. La exposición “Cuando habla la luz” suma, entonces, una serie de umbrales que al ser cruzados por la mirada de los espectadores ofrecen atmósferas que se mueven entre lo inquietante y siniestro, lo irónico y lo conceptual, lo ritual y lo espiritual, lo emotivo por humano o por crueldad, etcétera

La poética de la mayor de trece hermanos, que vio la luz en la Ciudad de México un 16 de mayo de 1942 en el seno de una familia de clase media alta de origen español, es vasta y contrastante. Al acudir al Palacio de Cultura Citibanamex, sobre la mítica calle Francisco I. Madero #17, y recorrer la selección que visibiliza los cuarenta y cinco años (1972-2017) que Iturbide dedicó a viajar y retratar con un ánimo entre lo fantástico y lo etnográfico, con una búsqueda que asume y muestra lo imperfecto y asimétrico de las emociones, sin desdeñar la pulcritud técnica y los ideales de composición, uno puede entregarse a instantes como máscaras de otra época sobre el rostro y salir del recinto institucional todo menos indiferente. La belleza de este estilo subyuga. Esta última frase halla su comprobación en el tránsito de los 20 módulos elegidos no en modo cronológico, sino temático que forman la exposición.

Fotografía de Graciela Iturbide en Palacio de Cultura Citibanamex – Palacio de Iturbide, organizado por Fomento Cultural Banamex, A.C.

Fotografía de Graciela Iturbide en Palacio de Cultura Citibanamex – Palacio de Iturbide, organizado por Fomento Cultural Banamex, A.C.

En Mirándome, alumbre; Separaciones, me formo; Animales de granja; Yo no te conocía, mascara; Feminifloro; Premoniciones; Las letras de las cosas; Vuela el cielo, por citar algunos módulos, es posible trazar una cartografía biográfica. Los lugares que visitó Graciela Iturbide y las experiencias que vivió en ellos se reflejan, como si de un diario insólito de viaje se tratara, en las fotografías. Sin embargo, nada sabemos del paso de la autora por la India, Italia, Estados Unidos, Sonora, Oaxaca, Madagascar, Ciudad de México, más que el misterio de sus postales. Presa del fervor por la ficción, Iturbide enciende a clics analógicos un fuego del que su presencia es ya ceniza. Su obra es vida, pero sólo ella sabrá, como un secreto más en la tumba de la historia del arte, la realidad detrás de cada toma. La narrativa de sus imágenes es poderosa no por lo comprobable del rito, sino por las interrogantes que surgen cuando, al posarse frente a cada una de ellas, uno recuerda el deber sagrado de imaginar y la responsabilidad que da el ser cómplices de la especie a la que pertenecemos.

A modo de laberinto, entre un aparente azar de salas y muros dominando el acomodo grupal de las piezas, la curaduría de Juan Rafael Coronel Rivera es un caleidoscopio grato. Revela a la fotógrafa como una gran viajera y enmarca en la extensión de su trayectoria las obsesiones que devinieron en ella inquietud estética: lo presente por ausencia (es decir las prótesis y los signos que en silencio escondemos en las cosas), las máscaras y el juego identitario, la muerte y su coquetería de burdel (sus miradas enturbiadas por el luto de los vivos), la inocencia y furia colosal del paisaje, las aves y las letras que, recontextualizadas, pasan por jeroglíficos, la matanza animal establecida por el hombre que es tirano en la cadena alimenticia y representante leal de una serie de acciones ofrendadas sacrificios, los oficios y las tradiciones populares, la geometría del caos urbano, los horizontes inciertos de los retratos hechos a indios de Sonora y Oaxaca y también a las sombras que cazó en sus autorretratos, las contradicciones heroicas de la patria, el gusto simbólico por la risa y la tragedia, la resignificación de la infancia en relación a la noción de pureza, así como los abismos semánticos y místicos sobre los que construimos puentes para conocernos y vivirnos a través de la representación.

Fotografía de Graciela Iturbide en Palacio de Cultura Citibanamex – Palacio de Iturbide, organizado por Fomento Cultural Banamex, A.C.

Fotografía de Graciela Iturbide en Palacio de Cultura Citibanamex – Palacio de Iturbide, organizado por Fomento Cultural Banamex, A.C.

Como ya es costumbre, al enunciar el lugar que le corresponde a Graciela Iturbide en la tradición fotográfica del país se tiene que aludir a Manuel Álvarez Bravo. Y no está mal. Sin duda fueron grandes amigos y existió una correspondencia entre sus estilos. Pero ese afán tan insistente de aprobar el talento femenino al decir que Álvarez Bravo vio “potencial” en la misma fotografía que Graciela considera su primera obra “profesional” y por eso decidió nombrarla su asistente, lo que le abrió a ella las puertas del éxito, es un cliché machista que aún arrastra el mundo del arte al incluir entre los suyos a las mujeres. No dudo que esté más cerca de la verdad que la artista tuvo que esforzarse el doble para alcanzar un lugar semejante a que hoy le corresponde por el sólo hecho de ser mujer. No digo esto para señalar un error de influencias. Ambas obras dialogan y se lucen cada una en sus diferencias. Son dos estilos riquísimos que se cruzaron en el tiempo y uno y otro tienen bien merecido el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad que les fue otorgado. Eso no está en discusión.

El asombro, se ha dicho cientos de veces, es la mirada de una niña que contempla el mundo como si fuera la primera vez. Graciela Iturbide de pequeña, a escondidas, hurgó en las fotografías instantáneas que su padre tomaba y que guardaba en un cajón del armario. Recibió entre sus alegres manos la cámara Kodak que le regalaron a sus once años. Sin saber, sin imaginar siquiera su futuro entregado al arte alquímico de petrificar lo eterno, estableciendo así una relación inicial con su destino.

Hay recuerdos que son gérmenes de revoluciones. Para Iturbide la lucha de la fotografía no es, como dicta el rigor científico, capturar lo que tiene enfrente. La artista intenta ir más allá, cruzar esa otra orilla donde anverso y reverso, cuerpo y alma, oscuridad y luz, no son conceptos contrarios, sino unidad sagrada, un misterio no por impenetrable menos fascinante. El resultado de su batalla personal está expuesto, en buena medida, en el centro de la ciudad que la oyó nacer. Si usted no ha asistido, aún tiene tiempo de restar crueldad a abril.

Graciela I. 2