Sería preciso morir para recordar
¿Hay algo más tenaz que la memoria? —se pregunta el hombre, en el momento mismo en que uno de los captores hunde en su cuerpo, por última vez, la fría cuchilla, y el otro de los victimarios dice algo que él no puede entender porque el dolor no lo deja.
Algunas personas miran el espectáculo, pero el hombre perdió, hace ya algunos cortes, la habilidad de percibir la realidad con la mirada. Alguien toma una foto de este instante y la víctima no registra el flash de la cámara porque está ocupado muriendo. Vuelve los ojos al cielo en el último segundo de su vida, y recuerda aquella tarde de preparatoria en que lo hicieron leer en voz alta una novela extraña sobre la crónica de un instante. No sabe por qué razón ese recuerdo llega en el momento en que su carne es atravesada por última vez, a la altura de la rodilla, pero intuye que está olvidándose de la muerte al recordar un episodio de su vida.
Con esto, su rostro adquiere un gesto especial, uno no aceptable en un moribundo.
Voltea, entonces, con ese gesto al cielo que no es el de Oriente, y sabe que él no es un magnicida, que tampoco es el sueño de nadie, y que no hay un médico francés subiendo una escalera. No, nada de eso, aquí todo es real: sólo él atado a una estaca y el camino que lo trajo hasta aquí. Sólo este instante de muerte y, después, la muerte de este instante.
En el momento antes de morir, sin embargo, el hombre logra responder la pregunta. El olvido es más tenaz que la memoria: «es necesario que me recuerden, es necesario que me recuerden…». Éste es el segundo en que el supliciado fallece en algún estado de la República Mexicana. Al día siguiente, la foto que tomaron de él en el instante en que expiraba, aparecerá en algunos sitios de internet. Nadie que la mire volverá a escribir una novela de ciento cincuenta cuartillas sobre la tenacidad del olvido.