Samanta Schweblin Nada que sea prescindible merece ser contado
A propósito de la reciente publicación de Distancia de rescate (Almadía, 2014), hablamos con Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), una las cuentistas jóvenes más importantes de Latinoamérica. La autora de El núcleo del disturbio obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008 por Pájaros en la boca y el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012 por “Un hombre sin suerte”; en esta entrevista aborda su manera de escribir cuentos y evoca sus inicios como narradora: desde la infancia y sus primeras lecturas (el boom latinoamericano, Cortázar) hasta sus influencias norteamericanas.
Antes, cuando la revista Granta no había dicho que era una de las mejores narradoras jóvenes en español, cuando no escribía libros y era una niña, Samanta Schweblin dejó de hablar de un día para otro. Después comenzó a escribir quizá para seguir callada. Estudió cine, tenía un exitoso despacho de diseño (la tapa de su libro El núcleo del disturbio la hizo ella, por ejemplo) que cerró para irse a vivir a Berlín. Estuvo una temporada en Oaxaca, donde terminó el que es acaso su libro más importante, Pájaros en la boca, y donde dio por primera vez un taller de cuento, que es como ahora compra su tiempo para escribir. Hablé con ella de esto (que tal vez es prescindible y no merece ser contado) y de un montón de otras cosas (que tal vez son imprescindibles, etcétera).
¿Consideras que Distancia de rescate es una novela o lo piensas como un relato largo?
Para mí es un relato largo, y en principio fue un cuento. Me parece que cómo se publica es más una decisión del editor que del escritor. Digamos, pensarlo como una novela o pensarlo como un relato no cambiaría en lo más mínimo mi manera de manejar el texto.
Te lo pregunto porque has hecho una carrera como cuentista y, en ese sentido, habría una diferencia entre escribir novela y cuento. Cuando escribes, ¿tienes clara toda la trama, o se va desarrollando?
No puedo sentarme a escribir si no sé lo que voy a hacer. En cuanto tengo una idea, me gusta mantenerla en mi cabeza el mayor tiempo posible hasta ver con claridad algunas cosas; por ejemplo, desde dónde va a partir esa idea, esa historia, y hasta qué punto va a llegar. No soy tan estricta con esto. Estoy abierta a todo lo que surge después, en el medio, que es mucho: casi toda la historia. Lo que pasa es que encuentro que una vez que las cosas están en palabras —y esto no funciona sólo para la literatura, sino para el mundo real—, es muy difícil dar pasos hacia atrás. Es decir, es muy difícil en mi cabeza desescribir lo escrito. Entonces, para evitar errores, para evitar bifurcaciones, necesito tener bien claro a dónde voy.
Dices que en un principio Distancia de rescate era un cuento, ¿cómo se transformó?
Estaba escribiendo mi tercer libro de cuentos, que ahora quedó frenado, y este relato formaba parte de él. Era un cuento que me estaba causando muchos problemas, de verdad, tiene once o doce reescrituras. Casi lo abandono porque yo entendía que los personajes eran correctos, que la historia era la que yo quería contar, pero había algo que no podía entender, que no funcionaba. Lo que estaba pasando es que mi cabeza de cuentista no entendía que el gran problema era que esta historia no se podía contar en diez, quince páginas. Parece algo tonto, pero la verdad es que toda la vida escribí cuento, y fue la primera vez que tuve en mis manos una historia que no podía ser contada de otra manera, más que en ciento treinta páginas. Cuando entendí esto, todo fue mucho más natural. Enseguida encontré el tono, enseguida encontré estas dos voces que llevan adelante la historia. Y la escritura fue muy rápida: en cuatro meses estaba escrito, aunque fue un texto que se trabajó mucho después.
Me llama la atención cómo está escrito, justamente porque el motor narrativo es el diálogo. Aunque en realidad hay dos momentos mezclados, todo está narrado en presente. ¿Cómo hiciste para trabajar el tiempo y la estructura?
Lo fui encontrando de a poco. Al principio empecé con las dos voces: la voz de David y la voz de Amanda, después me di cuenta de que necesitaba que Karla también contara. Es complicado porque es un diálogo a dos voces, pero a la vez una de esas voces cuenta lo que cuenta otra voz. En realidad hay tres relatos. Y después apareció la posibilidad de trabajar tres tiempos, que son el tiempo del presente en que se dialoga. Entonces es de una complejidad que, por un lado, fue una buena noticia porque dije “sí, esto se puede hacer, funciona, podría intentarlo”, pero también fue un gran desafío porque en cuanto me descuidaba, todo se enredaba muchísimo. Y yo estoy segura de que un texto puede ser complejo —cuanto más, mejor—, pero de ninguna manera puede ser complicado en su lectura. La cabeza del lector no tiene que estar ocupada en tratar de entender lo que dice el escritor, en tratar de armar todo ese lío, sino que tiene que estar ocupado en seguir la historia y escribir él mismo todo lo que puede sobre esa historia. Entonces hubo mucho trabajo de oficio, de taller: mucha relectura, corrección, edición, reescritura. Lo di a leer mucho. Quería estar segura de que fuera complejo sin ser complicado.
Funciona bien. La única marca textual que existe son los diálogos en itálicas, y eso ayuda a saber quién habla. Acerca del título, ¿cómo surgió?
Creo que esto existe, la distancia de rescate es un cálculo que hacen constantemente los padres. Se trata de calcular cuánto te tomaría salir corriendo y rescatar a tu hijo si algo malo le pasara en este momento. Esa distancia de rescate es una especie de obsesión, un mantra que se repite constantemente de punta a punta del libro, y que en un punto se quiebra. Cuando eso se rompe, cuando ese hilo tan fino que es la distancia de rescate ya no puede calcularse, es que Amanda termina en esa desesperación que linda con la locura.
Los personajes tienen miedo todo el tiempo. Y a veces uno no sabe miedo a qué ni por qué. En tus cuentos sueles dejar elementos fuera —la teoría del iceberg, quizá; o la tesis del cuento de Piglia, que dice que cada cuento cuenta dos historias—. ¿Cómo decides qué es lo que no vas a contar?
Con este relato en particular me pasó algo interesantísimo que, además, me ayudó a escribirlo. Constantemente, David detiene la historia y pregunta “bueno, ¿pero qué es lo importante?”.
Sí, es como si el propio personaje estuviera tallereando el texto.
Total. Es que hay un punto en el que esa voz, dirigida a Amanda, en muchos momentos de la escritura está dirigida al lector también.
Y a ti misma.
Claro, en muchos momentos de mi escritura me interpelaba a mí. En todas las historias trabajo de esta manera. Es decir, el detalle para mí es importante, es fundamental. Muchas veces es lo más importante. Pero para que ese detalle se vea (para que algo tan tonto como una lata de arvejas en una cocina en la noche realmente te haga saltar de la silla), el resto debe tener una higiene y una austeridad radical. Sólo se puede contar lo que es imprescindible para la historia. Además, creo que esta historia lo exige en particular porque se cuenta desde la urgencia de estar a punto de morirse. Y desde esa urgencia no se puede contar nada que no sea imprescindible. No puedes contar qué pelis te gustan o qué hacías cuando eras adolescente; a nadie le importa, si te estás muriendo y tienes segundos para intentar entender por qué. Este es el dilema del libro. Así que bajo esta situación nada que sea prescindible merece ser contado.
¿Qué otros elementos son importantes para ti al construir un relato?
Para mí, el elemento indiscutible, el elemento que no puede faltar, es la tensión. Si yo no instauro eso, no puedo contar nada porque la tensión es lo que a mí me interesa. Y no estoy hablando de un thriller o una novela de terror. Puede haber tensión, no sé, en cómo se abre una ventana en un cuarto oscuro. Todos mis relatos están concentrados en esa tensión. La tensión también tiene ciertas exigencias, yo no puedo disgregarme, no puedo abrir otros caminos.
¿Y cómo fue que empezaste a escribir cuentos?
Tengo la sensación de que siempre escribí. Desde chiquita, cuando no sabía escribir, le dictaba las historias a mi mamá. Siempre tuve la necesidad de contar historias y además creo que siempre fue una necesidad muy de cuentista. Por ejemplo —esto contado por mi mamá, porque yo apenas me acuerdo—: ella decía que incluso cuando me contaba cuentos, llegando al final de las historias, a mí me agarraba una angustia terrible, y yo quería construir ese final. Y es el final de cuentista porque los cuentos, a veces, son un final: el cuento siempre es el final de una historia. Ya tenía esa ansiedad por manipular la tensión y después decidí ser escritora de manera natural. Tan natural que incluso elegí la carrera de cine porque a los dieciséis, diecisiete años, lo que me interesaba era contar una historia, y asociaba más eso con el mundo del cine. En cambio era impensable ser escritor. Para mí un escritor era un tipo en blanco y negro que venía en la solapa de un libro. No me podía pensar a mí misma en esa situación.
Y creo que igual fue una buena decisión, creo que aprendí mucho más en una carrera de cine que en una carrera de literatura. Creo que hay más de oficio en la escritura que en la teoría. Y lo que pasó después fue que mi propia carrera me fue pasando por encima. De pronto gané premios, de pronto publiqué. Siento que mis libros siempre van por delante y yo voy detrás, haciendo lo que puedo.
Me interesa eso porque es muy difícil que hoy un escritor haga una carrera como cuentista. Las editoriales se interesan por la novela y publican colecciones de cuentos de un novelista, pero no al revés. Sin embargo, tú no ves al cuento como un paso previo para escribir novela, sino como otra cosa que obedece reglas distintas.
Estoy totalmente de acuerdo con lo que decís, aunque quizá este libro rompe un poco con esa tradición. Siempre sentí que mis editores me tenían fe pero que todavía no me habían comprado del todo, como “bueno, a esta chica hay que acompañarla un poquito, en algún momento crecerá y escribirá su novela, pobre”. Siempre sentí eso, no de mala manera, estoy muy contenta con todos los editores que tuve, pero es como si todavía me faltara. En cambio, creo que al ser cuentista tengo un lugar muy reconocido. De mi generación casi todos escriben novela y algunos escriben cuento, pero yo escribía sólo cuento. Escribo sólo cuento. En un mundo en donde la especialización es lo que vale, viene muy bien. Creo que también el cuento ayudó a las primeras traducciones, por ejemplo. Después se tradujo el libro entero. Pájaros en la boca tiene catorce traducciones. Y ojalá este cuento largo que es Distancia de rescate, publicado como una novela, también le dé más espacio a los libros de cuento, que pueda, digamos, abrir lectores.
Actualmente hay una confluencia de generaciones en la literatura argentina, y hay mucha gente haciendo cosas importantes desde distintos lugares, como tú, que escribes desde Berlín. ¿Cómo ves la literatura argentina hoy?
Creo que goza de muy buena salud, que escribimos desde todos lados, como decías vos, que escribimos muchos, que hay muchos puntos de vista, muchas voces. Y creo que también estamos acompañados, como escritores, por una generación de editores y de promotores de la lectura que de verdad están teniendo un protagonismo, para mí, nuevo.
Hay toda una política de mi generación, nunca hablada pero acordada por todos, sobre la promoción de la lectura. Hay muchos escritores, muchos editores, muchos libreros, ocupándose no sólo de escribir, sino de que esa literatura llegue a los lectores. Y eso es una cuna de futuros escritores.
Algunos críticos han asociado tu obra a las de Cortázar y Borges. No sé si sea lo más acertado, creo que tiene que ver con el elemento fantástico, pero me parece que tú escribes muy distinto, con una notoria influencia de cuentistas estadounidenses. ¿Qué opinas de esa relación?
Estoy muy de acuerdo con tu lectura. Es decir, que me consideren como una heredera de Cortázar es una etiqueta irrechazable. Nunca voy a decir que no, estoy encantada. Me formé leyendo a Cortázar, fue uno de mis primeros grandes amores literarios. Me encanta lo que escribe, pero es verdad que para nada me siento en esa línea. Sí me siento hija de una generación que escribe una literatura fantástica muy particular —la literatura fantástica rioplatense, que se gestó desde las dos orillas del Río de la Plata, y ahí, claro, están Cortázar, Bioy Casares, Antonio Di Benedetto, Silvina Ocampo, Horacio Quiroga—, pero no me siento una heredera de Cortázar para nada. Y más gracia que lo de Cortázar me da lo de Borges, porque ahí ya no entiendo de qué manera puedo ser su heredera: nuestros mundos son completamente contrarios, la manera de escribir también. Creo que son etiquetas que tienen más que ver con los géneros, porque quizá sí fui una de las primeras de mi generación en retomar el género fantástico en el cuento, que hacía un tiempo que no se retomaba. Pero en mi prosa, en mi manera de escribir y en los autores con los que creo que aprendí a contar una historia, indudablemente me siento mucho más cerca de los norteamericanos que de la voz de Cortázar.
¿Quiénes serían esos autores? Se nota un poco de Raymond Carver, un poco de Hemingway.
Flannery O’Connor. Para mí es la reina primaria, mayor y absoluta. Después de Flannery O’Connor vienen todos los demás, que son Hemingway, Cheever, Salinger, qué sé yo. Me encanta esa literatura norteamericana.
Tienes una prosa que tiende mucho al realismo, y de pronto irrumpe un elemento fuera de la realidad. ¿Cómo fue que diste con ese estilo, lograr que chocaran estos dos mundos de manera tan natural?
Creo que tiene que ver con mis primeras lecturas. Me enamoré al mismo tiempo de dos cosas: estaba leyendo a todo el boom latinoamericano (por ejemplo, el realismo mágico desbordante) y a los norteamericanos. Uno de los halagos más lindos que me han dicho es que si Carver escribiera realismo mágico, eso podría ser lo que escribo yo. Ese cruce me interesaba. También porque a mí me interesa lo extraño, lo anormal, todo lo que queda fuera del código de lo normal, que para mí es un código social súper arbitrario. Muchas veces pareciera que me estoy asomando a la literatura fantástica, pero en realidad me estoy asomando a la literatura de lo anormal, de lo extraño, que no es lo imposible de suceder. Pero creo que es mucho más fuerte llegar a ese lugar de extrañeza desde el código de lo real y de lo cotidiano, que desde lo fantástico. Porque si vos podés llegar a ese lugar desde lo cotidiano, eso te da la certeza de que existe y de verdad puede pasar. Es un riesgo real y fantástico contra un riesgo que es imposible. Hay un señor que se llama Frankenstein, que vive muy lejos de acá, y no digo que eso no te provoque miedo —yo me morí de miedo cuando leí Frankenstein—, pero es otra cosa, es un mundo en el cual uno está protegido. Creo que para el lector contemporáneo, para mí como lectora contemporánea, implica mucho más riesgo asomarme a un mundo que sea extraño al mío pero que igual podría sucederme. Y ese es el mundo que me interesa.