Ruptura de una tradición inventada II
Aquí puedes leer la primera parte.
Discursos poéticos desde la diferencia
La literatura escrita en lenguas indígenas es asociada, generalmente por la falta de una tradición propia, a un formato y contenido “tradicional” que viene de la tradición oral del pueblo al que es originario el autor. En el ámbito literario occidental sabemos que existe una larga tradición, mas no es así en las lenguas mayas, su búsqueda nos ha llevado a otros caminos. Con esta diferencia marcada ante la literatura occidental, ¿qué entendemos por “tradición” los que escribimos en una lengua maya?
En la poesía, su referencia principal son los rezos tradicionales. Carlos Montemayor (1999), uno de los primeros intelectuales y escritores que se dedicó a crear el imaginario de la literatura indígena en sus cursos de formación y proyectos editoriales con el apoyo del INI y la Fundación Rockefeller, llama “ʻtradicionalesʼ, en forma amplia, tanto a diversos tipos de alocución como a algunas ceremonias que a lo largo de generaciones, regiones o incluso lenguas, manifiestan un ordenamiento constante y una transmisión personalizada y oral, y por ello especializada” (Arte y plegaria en las lenguas indígenas de México, FCE, 62).
Montemayor afirma también que la función de estos rezos es la de “invocar a entidades sustentadoras de la vida identificadas en un espacio invisible no remoto, sino inmerso en el mundo de las propias comunidades” (1999: 62); por ello una de sus características formales es el epíteto y el nombre sagrado como eje de ordenación (Montemayor, 1999: 74). El paralelismo y los nombres de los santos “occidentales” y de dioses propios son marcas de la oralidad presentes en estas alocuciones.
Juan Gregorio Regino (2014) agrega a la propia comunidad como portadora de una poesía colectiva que denomina “poesía comunitaria”. Estas creaciones pueden ser, aclara el autor, “individuales o colectivas contemporáneas que cultivan la palabra como expresión de sentimientos, saberes y formas de relación con lo sagrado” (Oralidad y escritura. Experiencias desde la literatura indígena, Coord. por Luz María Lepe Lira, Dirección General de Culturas Populares, 33). En este mismo tenor, María Rosenda de la Cruz Vázquez menciona que:
Ser narradora, tanto en forma oral como por escrito, en nuestro propio idioma y en castellano, es cumplir con los encargos que nos hicieron nuestros ancestros porque desde el remoto pasado dejaron esa consigna: transmitir de generación en generación sus tradiciones y conocimientos, a fin de que no se pierda la cultura maya, que es nuestra principal y más importante herencia, por los valores que hacen que se nos reconozca como pueblo originario, con miles de años de arraigo y tradición (en Lepe Lira, Oralidad y escritura, 2014: 145-146).
Tanto para Gregorio Regino como para de la Cruz Vázquez el concepto de “tradición” como sustantivo, o “tradicional” como adjetivo, se articula con prácticas y rituales, además de experiencias de vida que implican un uso particular del lenguaje en tanto forma y contenido asociado con lo sagrado y con un pasado remoto. La escritura, por tanto, comprende la búsqueda de continuidad de esos valores y conocimientos con “miles de años de arraigo y tradición” (146), según de la Cruz Vázquez, que nos sirve para mantener viva la relación del hombre con su entorno, su identidad y origen.
Los propios escritores, sin embargo, poco hemos cuestionado sobre el uso de dicha noción en el ámbito social, cultural y político que, en lo personal, también tiene una importante conexión, aunque no sea explícito en el discurso literario sino en el político. Quienes nos identificamos con una cultura y sociedad “tradicionalista”, somos parte de una política cultural conservadora pues está basada en la continuidad de prácticas e ideologías instituidas por un sector de la sociedad que está en el poder. ¿En qué medida nos beneficia esto?
Eric Hobsbawm menciona que las “tradiciones que parecen o reclaman ser antiguas son a menudo bastante recientes en su origen, y a veces inventadas” (“Introducción: la invención de la tradición” en La invención de la tradición, Crítica, 1983: 7). En este sentido, seguimos comprendiendo que la función de la literatura “Es el contraste entre el cambio constante y la innovación del mundo moderno y el intento de estructurar como mínimo algunas partes de la vida social de éste como invariables o inalterables” (Hobsbawm 8).
En este sentido, la literatura denominada “indígena” está afincada en una “tradición” propia del pueblo que se identifica “tradicionalista”; una forma de enunciación desde la diferencia como contradiscurso de la modernidad, misma que pretende imponerse ante una sociedad que busca el cambio o la sustitución de algunas de sus prácticas especialmente por cuestiones religiosas.
Romper con “la tradición”, en términos sociales y culturales, ha costado sangre y muerte. “Rescatar” y “preservar” lo que nos diferencia de la cultura occidental pareciera ser nuestro objetivo inamovible para no perder nuestra identidad originaria, lo cual continúa como parte de una colonialidad del pensamiento.
Durante la década de los años sesenta y setenta, hasta los noventa del siglo XX, Chiapas fue lugar de persecuciones por “motivos religiosos”. Manuela Cantón Delgado (1997) sostiene que el cambio religioso, aun siendo importante, fue sólo una parte del problema. En su artículo “Las expulsiones indígenas en los Altos de Chiapas: algo más que un problema de cambio religioso” (Revista Mesoamérica, Vol. 18, No. 33, pags. 147-169) enfatiza que este conflicto tiene que ver con la llegada de los misioneros por parte del Instituto Lingüístico de Verano, en principio como un apoyo a la alfabetización de las comunidades indígenas atraídos por el proyecto modernizador de Lázaro Cárdenas, quienes fomentaron la des-estructuración del sistema tradicional de cargos rechazando su realización, así como el consumo del alcohol y el pago de impuestos para las fiestas tradicionales con fines religiosos.
Lo que hasta hoy día llamamos “sociedad o cultura tradicional” es parte, como aclara Cantón Delgado, “de una política indigenista postrevolucionaria y cardenista”, que condujo “a la creación paulatina de cacicazgos nativos” (1997: 153).
En Chamula, especialmente, el gobierno nacional creó desde 1937, a través del departamento de Asuntos Indígenas, “los criterios tradicionales para la elección de las autoridades de la comunidad” destinado para “un grupo de jóvenes enviados a colaborar con los funcionarios ladinos del Ayuntamiento con el objeto de promover el desarrollo” (153). Estos jóvenes se hicieron “promotores”, “agentes para la reforma y el desarrollo, además del vínculo con las autoridades estatales y federales. Esta medida alteró el sistema tradicional del gobierno chamula, hasta entonces en manos de los “principales” (Cantón delgado, 153), logrando así relacionar los cargos religiosos con múltiples negocios comerciales como la venta de alcohol y, más tarde, de expendedoras de bebidas como Coca Cola y Pepsi ahora instalados en los rituales.
El concepto de “tradición” está directamente relacionado con un discurso de conservación, ahora con mayor visibilidad, con influencias de un partido político que se identifica “con el color de la sangre”, un partido ya sin rostro fijo, pero que continúa en el poder. Actualmente es ese discurso, en términos de Hobsbawm, el que fija la identidad y el pensamiento de los integrantes del pueblo en todas sus actividades con una ideología paternalista y patriarcal.
En lo que va del siglo XXI la influencia de esta “tradición” en sus distintos ámbitos continúa en la poesía escrita en las múltiples lenguas que se hablan en México, en particular con las creencias con fines religiosos ligados a los santos y “ancestros fundadores del mundo” o a la naturaleza. Baste con observar las últimas publicaciones de Ruperta Bautista como Xchamel ch’ul banamil = Eclipse en la madre tierra (CDI, 2008) y Xojobal jalob te’ = Telar luminario (Pluralia ediciones, 2013); Armando Sánchez Gómez con Sbeel ch’ulelal = Andar del alma (CELALI, 2014) y U’al ixim = Collar de maíz (CELALI, 2018); María Concepción Bautista Xch’ulel osil balamil = Espíritu de la naturaleza (CELALI, 2017).
En esta misma línea, Manuel Bolom Pale obtiene el premio Nezahualcóyotl de Literatura en Lenguas Mexicanas (2016), en la categoría de poesía oral —cantares, rezos, plegarias, conjuros, etc.— con Sk’inal xikitin: k’opojel yu’un nupunel = Fiesta de la chicharra: un discurso ceremonial para matrimonio (Secretaría de Cultura/ Culturas Populares, 2017). Este libro contiene la recreación de un discurso tradicional sin desconectarse de lo sagrado, de lo social y territorial.
En la escritura de la poesía en tsotsil y tseltal es aún la oralidad la que ejerce, en gran parte, un peso determinante y la que confiere una de las características de la tradición poética en esta lengua, aunque no en todos los poetas.
En la actualidad muchos poetas continúan cultivando esta poesía relacionada con la poesía oral, pues como confirma Luz María Lepe Lira, los propios escritores contemporáneos conscientes de su situación colonial, “parten de la observación de la tradición oral en sus comunidades y en sus textos recomponen las nociones de autoría, lengua y literatura” (Relatos de la diferencia y literatura indígena. Travesías por el sistema mundo, Grañén Porrúa, 2018: 78).
Una vez vista esta relación social, política y religiosa de la noción de “tradición” en la literatura, ahora me acerco a la poesía escrita por Alberto Gómez Pérez y Antonio Guzmán Gómez, el primero uno de los precursores en lengua tsotsil y, el segundo, de los últimos en lengua tseltal quienes en el desarrollo de su trabajo poético han establecido una ruptura tanto formal como de contenido con respecto de la tradición y de lo tradicional en la poesía.
Alberto Gómez Pérez (1966) es el primero en asumirse poeta en lengua tsotsil. Originario de Huitiupán, Chiapas, y promotor cultural, sus primeras publicaciones se encuentran en Flor y canto, cinco poetas del sur (1993), junto a Briceida Cuevas Cob, bajo la selección de Ramón Bolívar. Miembro de la Unidad de Escritores Mayas-Zoques desde su fundación, su primera obra se titula Sk’evo kajvaltik xchi’uk yalab snich’nab = Palabras para los dioses y el mundo (INI/ Fundación Rockefeller, 1996), resultado de la beca del FONCA en la emisión 1994-1995.
En este libro, con una influencia determinante de los rezos tradicionales en la mayoría de sus poemas, el autor trata de generar estructuralmente un sentido dialógico entre el sujeto poético y su abuela, sus padres y amigos. Es un diálogo entre la “tradición” y el nacimiento de una voz poética que cuestiona su realidad social y condición humana. El sujeto poético trasciende el tema de la oralidad para pasar a lo familiar y a lo social:
“Si hemos pensado cantar / escribámoslo / y demos a conocer nuestras tradiciones / para que vean / y conozcan / que somos pobres / y abandonados / que sea así pues / para que se entere todo el mundo” (1996: 175). En esta primera obra, si bien recupera gran parte del formato de rezos y discursos orales, Gómez Pérez está consciente, a decir también de Lepe Lira sobre Gregorio Regino, “del peso de la situación colonial sobre los pueblos nativos de América, no sólo como un episodio histórico sino como una realidad vital de relaciones asimétricas y desventajosas para las comunidades indias” (Relatos de la diferencia… 2018: 88).
La participación de este sujeto poético, si bien breve, es la que irrumpe en un contexto social marginado por la política social, cultural y educativa. Gómez Pérez, sin embargo, no deja de buscar un discurso estético, la belleza de metáforas e imágenes:
Alak’ sba le nichim chlok’ ta jeke
xchi’uk sk’uxul o’ntonale
alak’ xa sba tzebakil uk’um chjul ta jol
abol xa sba x-evajetik xchi’uk j-aranaetik
solel me’anal k’anal nichim xa yilel
ja’ no xveseset le sakil nichim ta ak’abale
xchi’uk le mujil nichim k’epelaltike
Flores bellas nacen en mi boca
con rodajas de pasión.
Sirenas imaginarias fabrica mi mente
con evas y adanes sufrientes
jacarandas tristes
margaritas de la noche
y jazmines del desierto (1996: 91 y 187).
Después de Palabras para los dioses y el mundo, Gómez Pérez publica su segundo libro Ak’o mu xtup’ sat le jtotike = Que no se apague el sol (CELALI, 1997). En esta obra se aprecian voces de curanderos, amigos y compadres que rezan, que opinan, muy a la forma de un poema conversacional, que reclaman e invitan a escuchar los cantos y rezos tradicionales para curar el espanto y el olvido. No hay una voz poética definida, es la voz colectiva la que habla. El autor, sin embargo, busca un nuevo ritmo, una composición nueva al romper con la transcripción o “transvase” de los rezos en la escritura. En este sentido el poemario crea un espacio colectivo, una polifonía o concierto de voces basado en una estructura díptica y encadenada.
Dentro de los premios de poesía Pat O’tan entregados por el CELALI, en 1999 Gómez Pérez obtiene el primer lugar con el libro Yok’el k’ak’aletik = Llanto del tiempo (CELALI, 2000). Estructurado en tres secciones, este trabajo poético contiene una búsqueda de definición de una voz lírica que salta de la oralidad, de la estructura repetitiva de los rezos, a una expresión breve y personal. Las emociones y preocupaciones de un sujeto ocupan un espacio mayor, un “yo” lírico lleno de melancolía y de nostalgias. La voz de los abuelos, de los curanderos y de las parteras se va a un segundo plano, el lugar de los recuerdos, de lo que fue y tuvo influencia en el sujeto, mas ya no pesa en el poemario como en los primeros libros.
Sobre este libro, Jesús Morales Bermúdez anota que “A lo largo de tres capítulos, situados entre el origen y el devenir, nos adentramos en la experiencia cotidiana con la naturaleza: las plantas, los animales y los hombres; experiencia que va tatuando en el mundo exterior e interior del lector, una imagen perdurable y nueva” (Prólogo a Llanto del tiempo 13).
El libro Llanto del tiempo puede leerse como un puente entre las primeras dos obras de Gómez Pérez y K’unk’un lajel = Muerte lenta (CELALI), la última publicada en 2012, al saltar del uso formal de voces que rezan y aconsejan al uso de la voz individual, una enunciación íntima y humana. En Muerte lenta el sujeto lírico se presenta con mayor fuerza y sensibilidad. Se aprecia un mayor recurso estilístico y abstracción en el lenguaje poético. Además, hay una definición clara del tema: la memoria.
Es importante notar que si bien es un libro bilingüe como los anteriores, Gómez Pérez lo escribe desde el español y el formato bilingüe lo da la traducción al tsotsil hecha por Enrique Pérez López. Este ejemplo de traducción no es común ni en los poetas ni en los narradores en tsotsil o tseltal, ya que ellos mismos se auto-traducen.
Muerte lenta, en cambio, es una muestra de la delgada línea que divide las variantes lingüísticas, pues ambos poetas son hablantes de distintas regiones, y, sin embargo, producen un poemario de alto nivel. En la práctica poética se rompe tanto el uso del tsotsil por el autor al crear en español, como por el de quien traduce.
En Muerte lenta se hace presente la ruptura con la tradición, los rezos tradicionales y su relación con la naturaleza y la voz colectiva. Es impresionante cómo Gómez Pérez logra consolidar su voz en esta obra con propuesta temática, ritmo y musicalidad nuevos. La fuerza con que estampa cada verso en las páginas demuestra que el autor dialoga con el propio lenguaje y ya no con los “ancestros” o las divinidades instituidas por el cristianismo. La soledad, la angustia, el olvido, la ausencia de alguien y el desamor dejan de ser subtemas y ahora son mostrados como problemas humanos y universales:
“Ya no hiere el silencio / ni el ruido de tu recuerdo, / sino amenaza desbordar / aquí en la hierba / que crece junto a la tumba, / sus hojas y tallos se postran, / rinden homenaje al recuerdo; / al amor que ausente / sueña desde el olvido / y hace patente su deseo / de vivir y estar en las noches / junto a ti / sin cadáver / sin fantasmas” (47).
En el transcurso de las secciones que componen el libro vemos que el sujeto teme al olvido, cada verso intenta llenar el vacío, la memoria conectada a una emoción cada vez más ausente. La lectura de la obra de Gómez Pérez evoca otras voces poéticas como la de José Emilio Pacheco, cuando por ejemplo nos encontramos con un fragmento del siguiente poema:
“No. Aquí nada sucede, / sólo ruido en vuelo, solitario, / con nubes plácidas, / y besos amargos en labios heridos… Sola, perdida y confusa / como gota de agua en el desierto: / ʻNo. No ha pasado nada, / sólo sucedeʼ” (2013: 72) y con uno de Pacheco: “Acércate y al oído te diré adiós. / Gracias porque te conocí, porque acompañaste / un inmenso minuto de la existencia. / Todo se olvidará en poco tiempo. / Nunca hubo nada y lo que fue nada/ tiene por tumba / el espacio infinito de la nada” (José Emilio Pacheco, Ciudad de la memoria, Ediciones Era, 2009, p. 43).
Esta obra, sin lugar a dudas, ofrece mayor compromiso en la búsqueda estética, incluyendo atrevimientos formales: “Una sábana cansada desempolva. / Amantes deseos cuelgan de pétalos, aromas” (2013: 75). El lenguaje, que a veces pareciera cotidiano, se vuelve complejo, una apuesta mayor de cualquier poeta que lidia consigo mismo, continuamente contra sus propios fantasmas, temores, dudas, sentimientos y amores.
Retomando la idea de Homi K. Bhabha (2002), cuando habla de la “extranjeridad del lenguaje” en El lugar de la cultura (Ediciones Manantial), refiere que el sentido de la “comunidad imaginada”, en relación a la “tradición inventada”, de la nación es una metáfora gastada de la modernidad, y afirma que “A través de la acumulación de la historia de Occidente existen esos pueblos que hablan el discurso codificado del melancólico y el migrante…” (201). Es bajo esta idea en que Antonio Guzmán Gómez, nacido en San Cristóbal de Las Casas, publicó en 2017 su primer libro Kuxinel bit’il k’ajk’ = Vivir como fuego (CELALI), una serie de poemas que tienen la estructura y formato del haikú y tankas.
La poesía de Guzmán Gómez tiene como principal función la de abandonar la metáfora que tiene occidente de la nación, de la vida, de la naturaleza, de todos los símbolos creados como único sentido de la realidad como pueblos “originarios” y “tradicionalistas”. Este sentido de la antimetáfora de la poesía –más allá de un agotamiento de la palabra– como producto de la posmodernidad, es decir, de la disolución de las metáforas de la realidad, me parece viable como una puerta para leer y aproximarse a los poemas contenidos en Vivir como fuego.
El propio autor reflexiona en otro documento sobre su trabajo poético y habla sobre cómo para lograr la “tropicalización de esta forma poética, fue necesario conocer la tradición literaria del haikú”, leyendo “a los poetas japoneses traducidos al español: Matsuo Basho, Takarai Kikaku, Onitsura, Yosa Buson, Issa Kobayashi, Shikimasaoka; también a los poetas mexicanos: José Juan tablada y Octavio Paz; a los poetas chiapanecos, entre ellos Armando Duvalier…” (“El haikú en tseltal” en Documentos Lingüísticos y literarios, Universidad Austral de Chile, No. 37, p. 51).
En el libro de Guzmán Gómez, además de su brevedad en páginas, cada segmento y poema se caracterizan por su espontaneidad, tal como vemos en este texto: “El tiempo vuela / en la tarde que muere, / arden sus alas” (53). Más allá de una transculturación, hibridación, o cualquier otra categoría de lectura, el autor apuesta por lo efímero, buscar nuevos sentidos en otras formas de la poesía, una labor sumamente compleja tomando en cuenta que, para la tradición oral maya, los rezos son largos y duraderos.La ruptura con la forma oral también es una disociación con la forma de pensar y ver la realidad, el cosmos, la vida, en un lenguaje comprimido: “Tus ojos fijos, / Como piedras sobre el agua / Rompen la calma” (30).
La poesía de Guzmán Gómez inicia, desde esta ruptura de lo tradicional, una búsqueda de experimentación con otra forma como la japonesa. La escritura desde lo “indígena” como una diferencia, asociada con la continuidad de la tradición, comienza a no ser suficiente cuando rompe y sustituye la ideología que la sostiene, se propia de otras herramientas para re-significar el pasado, su propio mundo y la realidad próxima.
En Vivir como fuego, a decir de K. Bhabha, “la extranjeridad del lenguaje” está presente en todo momento. Podemos ver a la muerte, una de las temáticas recurrentes, como contrasentido de la vida. Fuera de la noción de la trascendencia, la noción de muerte es contrapuesta a la creencia de la cultura maya de que existe el inframundo como continuación de la vida. En la obra poética la muerte la podemos encontrar con varios matices: la oscuridad, lo negro, el espejo, el dolor, elementos que incluso, como la luz, son componentes simbólicos que expresan y rompen con las antiguas metáforas, con la propia cultura.
Gómez Pérez y Guzmán Gómez han hecho una ruptura de la tradición de manera inversa, su lugar de enunciación y conocimientos sobre estilística y poética les ha permitido romper con la propia “tradición” para unirse a una voz universal. Los autores, como también lo habían notado Morales Bermúdez y Zúñiga Zenteno sobre Gómez Peréz y otros de su generación, comienzan a romper con impostaciones formales y se atreven a buscar y encontrar su propia voz, el sentido viril del acto creador, la energía enunciativa; van optando por las formas versiculares adecuadas a su asunto y al tratamiento de su asunto, de manera diferenciada, lo cual es destacable (“En torno a la literatura indígena de Chiapas” en Anuario 2005, 2006: 340).
Con formas libres o medidos como el haikú, a Gómez Pérez y Guzmán Gómez les ha servido para salirse de lo determinado. Su voz se une a la noción de poesía occidental y oriental para buscar otros medios de expresión del sentimiento individual, la consciencia de un “Yo” que existe dentro de otras voces, formas de ver y sentir el mundo que habita, alejándose de otras visiones que en el discurso esencialista sería imposible.
Los dos autores vistos no son los únicos que buscan innovar su forma y voz poéticas, pero ellos representan lo más visible de dicha ruptura en Chiapas, relacionadas con un Yo que rechaza la estructura de los rezos y la noción de “cultura tradicionalista”; su poesía busca nuevos formatos más apropiados para su necesidad poiética en tanto creación de su propia subjetividad y ser en el mundo.