Roncar intermitente
Cuando las opciones y la paciencia parecían agotarse, me corrió de la cama.
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Desde un inicio debí advertirle de mi propensión al bullicio nocturno, al
espectáculo y a la radicalización de roles: de pareja a tenor aficionado. A
Pavarotti del ronquido.
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El día siguiente, ya en mi sofá y exilio, encendí la computadora y busqué
ayuda. Los resultados: cambiar de postura, hacer ejercicio y bajar de peso. Y
algunas “contraindicaciones”: dejar mis ansiolíticos o, parafraseando a aquel
“ensayista y crítico literario”, mis 5 gotitas de mesura.
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Y encontré un pequeño grupo de “rebeldes” e “inadaptados”: valientes y
sinvergüenzas al mismo tiempo, cínicos que paradójicamente asumen sus
responsabilidades. Entre éstos: Abraham Lincoln, George Washington,
uno de los roomies de Holden Caulfield, y el mexicano Pedro Páramo.
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Con el perdón concedido y la tranquilidad garantizada por la red, regresé
a la cama.
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Pero la garantía fue vaporosa. Mis ronquidos mutaron. Se adaptaron a
la pasteurización del cambio de postura. Se revelaron contra el orden,
contra el silencio, contra el doméstico paraíso del descanso.
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Ante la decepción y el asombro, esbocé algunas causas y motivos. Desde
el calor de la primavera oaxaqueña, hasta mi inclinación por los carbohidratos,
los ansiolíticos, el estrés y el café espresso.
Días más tarde, asistí al otorrinolaringólogo. Según me dijo: el tamaño
de mi paladar era parte del problema.
Y así se vino abajo mi “teoría de la mutación del ronquido”. Y también
se vino abajo el tratamiento. La propuesta médica más próxima a
la supresión del malestar era la cirugía. No pregunté en que consistía tal
intervención quirúrgica. La sola imagen de una navaja en el interior de
mi garganta me produjo escalofríos.
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Entonces decidí buscar nuevamente en y desde la comodidad de la red,
esa red que parece hamaca, nuevas u otras soluciones. Entre mis hallazgos:
más preguntas incómodas, parejas desesperadas, soluciones
absurdas y roncadores militantes segregados: una lista larga y carente
de esperanza.
Y con esa lista, reconocí algunas diferencias de clase. Por un lado, se
encuentran Aquellos que apelan al buen gusto, la urbanidad y elegancia:
Aquellos que no soportan sonidos “ingratos, que tan mal se avienen con
la decencia y el decoro”. Y después están Los Otros, aquellos que pagan
costosos tratamientos en la clínica del sueño, como paliativos y licencias
para administrar la culpa. Y del otro lado, estamos los de abajo: los
roncadores como uno, quienes no tenemos acceso a las clínicas, ni las
exenciones ni a las mayúsculas reverenciales.
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Según Ella, mis ronquidos no eran el problema en sí mismo, sino mi forma
de emitirlos. Empezaba a roncar. Mantenía un ritmo. Y de pronto,
de súbito, lo cortaba. Lo interrumpía de tajo. Ronquidos intermitentes.
La respiración contenida. Y de nuevo, de golpe, un ronquido torpe se
abalanzaba contra el silencio. Y Ella, sin previo aviso, brincaba. Un salto.
La sorpresa contra la gravedad de los párpados. El sueño persistente. El
silencio violentado. La ira.
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Tras el exilio y el desconcierto por mi nueva expatriación siguió la paranoia.
El temor a la noche. A las consecuencias de mi roncar fragmentario.
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Un día, mientras Ella escribía en su cuarto, entré, me senté en la cama,
y abrí el libro que estaba sobre el buró. Lo abrí al azar. Lejos de enterarme
de qué trataba la lectura que procuraba por las noches, provoqué una
suerte de libromancia: “hay que ver cómo roncas, querido amigo, al lado
de esa mujer insuperable”. El libro, de Robert Walser.
Si aquella coincidencia hubiera sucedido en otro lugar y en otro momento,
no hubiera tenido la misma importancia. Desde que la conozco, cree que la vida está hecha de coincidencias, de pequeños encuentros y
correspondencias inesperadas.
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Los ronquidos, las coincidencias y la desazón, continuaron: otro libro:
Nana, de Chuck Palahniuk: “En lugar de poner fin al sufrimiento, las cuatro
mujeres empezaron a dar su cura de agua a pacientes que roncaban o
llamaban al mostrador de las enfermeras de madrugada. Cualquier pequeña
molestia y el paciente moría a la noche siguiente. Cada vez que un paciente
se quejaba de algo, Waltrand Wagner decía Éste se ha ganado un billete a
Dios, y glug, glug, glug”.
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¿El homicidio o la ruptura son una solución, o son, en todo caso, procedimientos
que legitiman el autoritarismo del ronquido, y garantizan su
continuidad y permanencia?
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Cuando comencé a escribir esto pensé que defendería, hasta llegar a los
golpes, la siguiente idea: el que ronca es, además de un cínico, un sujeto
memorable. Si no digno de una sonrisa, sí de reconocimiento por su capacidad
para desentenderse del mundo mientras él duerme, mientras ronca.
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Sé que oraciones como las anteriores parecen signo y síntoma de patriarcalismo,
como si roncar fuera un padecimiento propio del género masculino,
pero sólo escribo desde el lado de la cama que mejor conozco.
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Si por algo me recuerdan quienes han dormido conmigo o cerca de mí es,
sin duda alguna, por mis ronquidos. Por esos balbuceos indescifrables, de
altos decibeles.
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Pero a quién engaño. No podría sostener aquella idea, ni defenderla hasta
los golpes, cuando el azar se impuso, y cuando mi presencia y calorcito
en la cama fueron reemplazados por una cobija eléctrica. Verde por si fuera
poco.