En el norte ya no hay playas
En el fondo verde de las botellas, ensortijadas al vuelo de tardes y de xanates hambrientos, de honduras de la tierra de los días, escucho la respiración del Venado azul. Ahora lo tengo tatuado en la piel y canta.
Abro las ventanas: relámpagos de media noche; las formas apenas nacen en la comisura de la página; desde el Níger hasta el Nazas he venido silbando la lluvia que no me cobija como una música infinita, y que taladra a la cerradura de mi conciencia.
Serpientes, chacales y escorpiones vienen a buscarme por la tarde, y no me encuentran. En el norte ya no hay playas. Horas pardas sobre el desierto de las madrugadas y el embiste de vientos brujos venidos quién sabe de dónde: no se detienen hasta llegar a las aceradas puntas de unos pies sólidos…
Entonces el flaco registro de los años se desmaya sobre la línea. Y algo me dice que continuaremos sobre la ruta incierta de las pesadillas tolvaneras; doce soles desde que decidí no esperar más y me he quedado con el aliento marítimo de tus puertos de la Imaginación.
Huele a ínsula.
La arcilla me ha moldeado el cuerpo y el pensamiento a través de los siglos de nubes.