Tierra Adentro
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¿Por qué los escritores quieren ser músicos?

En su novela autobiográfica La edad de la punzada, Xavier Velasco revela una precoz admiración por Alice Cooper, que más tarde se volvería una devoción adulta por David Bowie. En un episodio de su pubertad, el escritor pensó en convertirse en estrella de rock. “Cuando por fin tenía la guitarra, me enteré que faltaba el amplificador y ninguno es barato”, escribió el futuro ganador del Premio Alfaguara. Por eso descartó la idea de figurar en la música y se decantó hacia las letras.

Las bandas hardcore

Cuando Tryno Maldonado describe a Julia, la chica punk de su novela Teoría de las catástrofes, cuenta en que su chaleco lleva prendidos decenas de pins con nombres de grupos de hardcore. Cuando le pregunté al autor por qué sólo había escrito “bandas de hardcore” en vez de aludir a los nombres de cada uno, me dijo que no quería “que dentro de muchos años, alguien leyera el libro y tuviera que buscar en Google para saber que hace muchos años existió una banda llamada así o asado para entender la novela”. Sin embargo, en Temporada de caza para el león negro, el mismo Maldonado escribió que Golo, el protagonista, tenía entre sus cosas más preciadas “un horrible póster de Metallica”. El cuarteto liderado por James Hetfield tiene la suficiente popularidad como para que el lector no tuviera que preguntarse de quién le estaban hablando.

Las referencias a la música contemporánea en la literatura mexicana de los últimos años, especialmente al rock y sus infinitos derivados, son cada vez más recurrentes. Pero en ocasiones, la música pasa de ser simple adorno en la escenografía para influir directamente en la estructura de una obra. Se convierten en una especie de “libros rock”. Fecundos en lenguaje coloquial, frases cortas y directas, fuentes de irreverencia que además, recurren al monólogo interior con la regularidad del cantautor que suele tararear melodías para sí mismo. Un escritor no puede esconder que es melómano.

Jordi Soler, ex locutor de la legendaria Rock 101, incluyó en su novela Nueve Aquitania un intercapítulo al que bautizó como “Ruido”, en el que se limitó a enlistar “15 discos escuchados durante la confección de la obra”. En el inventario aparecen los mismo el proverbial Nevermind, de Nirvana;  De una ciudad en llamas, de Radio Futura y MTV Unplugged, de Santa Sabina (Rita Guerrero, difunta cantante de esta banda, era pareja sentimental de Soler). Una canción, como una flor, una nube o una mujer, forma parte de esa vida a partir de la cual uno escribe. Ya lo dijo Kiko Amat en su ensayo “17 consejos para publicar novelas en editoriales reconocidas (sin bajarse los pantalones)”: “No teman hablar de ustedes mismos”. Los libros que meten al rock entre sus páginas suelen comulgar con una juventud (como estado de ánimo y no como parámetro de edad) de lectores necesitados de un catalizador de sus inconformidades. Rara vez requieren leer libros que les planteen rebuscadas interrogantes existenciales, sino que exigen historias que se dejen leer, que entretengan, como el ávido público de un concierto de heavy metal que desea romperle la madre a la monotonía en medio de un incendiario acto de slam. Pero pese a no planteárselo desde la cuadratura de la crítica literaria, rigurosa, académica, institucional y monolítica, el rock en la literatura sí plantea esas preguntas existenciales igual que lo hicieron Camus o The Cure. El protagonista de La edad de la punzada es, a la vez, todos los adolescentes de México, clasemedieros, de finales de los ochenta, con su metas aspiracionales gringas, sus conflictos sexuales y su necesidad kamikaze por desobedecer a una institución que para ellos es camisa de fuerza: la familia.

 

Entre una banda sonora muda y la banda imaginaria

El rock persiguió a Xavier Velasco debido a su formación como periodista musical. En consecuencia, a su Violetta, la femme fatale de Diablo Guardián, la sigue, como un fantasma, la canción de “The Passenger”, de Iggy Pop.

Antes estuvieron otras novelas y cuentos que tuvieron a la música como inspiración, eje y pretexto. Las Jiras, premio Xavier Villaurrutia 1973, permitió que Federico Arana plasmara las andanzas de una banda imaginaria llamada Los Hijos del Ácido, que en su frustración por la carencia de oportunidades en México intenta emigrar a Estados Unidos hasta que sus integrantes son deportados por la patrulla fronteriza. Gran parte de lo que la ficción permite decir se basa en lo que Arana experimentó con Nalftalina, su propio grupo de rock.

Victor Roura, figura representativa del periodismo musical, escribió Polvos de la urbe, una novela acerca de la imposibilidad de convertirse en estrella de rock en un país como México. Podríamos nombrar otros libros, como La música de los perros, de Mauricio-José Schwarz; La cantante descalza y otros casos oscuros del rock, del ya mencionado Jordi Soler; y Arrecife, de Juan Villoro, donde se cuentan las desventuras de Mario Müller, ex integrante de Los Extraditables, otra banda ficticia. Villoro desahoga su frustración (así lo ha confesado en entrevistas) ante la espina clavada por nunca haber sido rockstar (misma que se sacó en la pasada edición del Festival Vive Latino en 2014, cuando subió al escenario Rock & Libros para leer algunos de sus cuentos mientras lo acompañaban, tocando en vivo, Diego Herrera y Alfonso André, de Caifanes; Federico Fong, de La Barranca, y el guitarrista Javier Calderón).

La literatura en onda

El principio de la relación entre las letras y la música puede encontrarse en la literatura de la onda, corriente gestada en la segunda mitad de los sesentas que comenzó a incorporar el rock, las drogas, el sexo y el lenguaje de los jóvenes como parte de las historias.Pasto verde  y El rey criollo, de Parménides García Saldaña, y  La tumba y De perfil, de José Agustín, son novelas que dan cuenta de ello.

Sin ellas sería inexplicable la existencia de otros libros como Extraños, de Iván Farías, en el que Radiohead es una presencia constante en sus relatos, Satán rechazó mi alma, de Juan Carlos Hidalgo, en cuyas páginas Gustavo Cerati despierta de su letargo, o House. Retratos desarmables, de Sergio Loo, que no sólo tiene como uno de sus protagonistas a un DJ, sino que la estructura entera de la obra asemeja bastante a un remix de música electrónica, construyéndose a partir de sucintos fragmentos de historia.

Julio Martínez Ríos, consigue en su novela debutante, Yo soy Constantinopla, hacer de la música pop de los noventas el hilo conductor de la historia. Xosé Ximénez, un joven músico compone tres canciones en colaboración con Durán, integrante de la banda ficticia Los Hambrientos, que cuando son soltados por la radio obligan a quien las escuche a tener relaciones sexuales con la primera persona del sexo opuesto que se le ponga enfrente. Aquí encontramos en el sexo ese ingrediente incómodo, picante y animal que el rock lleva en su ADN y un escritor melómano como Martínez Ríos no se sustrae a inyectar en su novela. La situación se conoce como “Fenómeno Rosa” y es causa de todo un conflicto político, social y hasta religioso en la sociedad mexicana. Esta historia se narra en paralelo con la de Gonzalo, un recién egresado de Comunicación, enamorado irremediablemente de una fan de Madonna. La forma de hablar, de vestirse y hasta de mirar la orfandad y el desencanto juvenil de los personajes, retrata a detalle a esa última juventud que aún no dependía del teléfono celular para disfrutar de un concierto. De aquellos que aún levantan un encendedor para celebrar la música en vivo.

A Martínez Ríos, el gusto por el rock se le sale en los diálogos:

—Me caes bien. Te van a acabar.

—Ya sé, el mundo es un vampiro.

Así le dice Durán a Ximénez y la frase es idéntica a “Bullet for butterfly wings”, canción infaltable en el catálogo de Smashing Pumpkins (the world is a vampire/ sent to drain/ secret destroyers).

La música es musa también. En ocasiones, se ha planteado a diversos escritores el reto de confeccionar un cuento a partir de una canción, una banda o un disco. Tal es el caso de los dos volúmenes de la colección Rock para leer, de revista Marvin, libros en los que escritores como Bernardo Esquinca, Wenceslao Bruciaga, Paul Medrano o Gloria Ambriz fueron invitados a escribir cuentos tributo a Morrissey (vol. 1) y Blur (vol. 2). Mismo caso el de la antología El rock es puro cuento, publicado en 2004 por la revista regiomontana La Rocka, integrado por los mejores relatos con tema rockero resultantes de un concurso convocado por la publicación. También están 22 Escarabajos: antología hispánica del cuento Beatle, con textos de Pilar Andón, Roberto Valencia y Patricia Esteban Erlés, entre otros. De reciente aparición tenemos Encore: antología de cuentos, publicado por Resonancia Magazine, en la que autores como Alberto Chimal, Armando Vega-Gil y o Bernardo Fernández BEF se aventuran a experimentar la inclusión de referencias musicales en el cuento corto con excelentes resultados.

La música y la literatura iniciaron un romance hace tiempo y, cuando menos en la letras mexicanas, ha arrojado una prolífica y recomendable producción. Cada vez son más títulos, más sedientos los que abrevan del universo musical y lo procesan para transformarlo en literatura. Vale la pena acercarse al fenómeno, disfrutar de los libros que más que leer, piden ser escuchados.