Remembranza de Armando Ramírez
Alguna vez llamado el “Mark Twain de Tepito”, el narrador y reportero Armando Ramírez (1952-2019), construyó toda una poética en torno a las calles de la Ciudad de México. He tenido la dicha de conversar con Armando Ramírez Jr., su hijo, dedicado a la producción musical. Según cuenta, su padre fue carnicero de niño, trabajo que le permitía comprarse de vez en cuando un libro de segunda mano en las calles de Donceles.1 Su familia no era pobre, pues siempre tuvieron para comer, y su progenitor, Aurelio “El Negro”, fue boxeador. La abuela del futuro escritor le inculcó no ser agachado, legado que lo marcó de por vida y lo motivó a salir adelante. Autodidacta, Ramírez entrenó su pluma con la talacha periodística. Su columna “El color dominical” se publicaba en el Excélsior. Una avidez lectora y una interacción constante con la vida urbana enriquecieron sus novelas, cuentos y crónicas. Guadalupano, cinéfilo e introvertido, pintor ocasional, con un estilo inimitable, Ramírez hizo del aquí y ahora su materia prima: su sintaxis plasma el ajetreado pulso de las calles, ejerciendo la crónica tanto en libros como en televisión.2
Los libros de Armando reflejan el entorno donde creció, ofreciendo un retrato de su conciencia de clase y de la vida en los barrios de Tepito. A través de estructuras narrativas barrocas, combina experiencias de su juventud, recuerdos y ficción para entregarnos personajes inspirados en sus vecinos y parientes. Aun si hay vistazos autobiográficos, Ramírez nunca consideró escribir memorias. Es un Tepito que ya no es el mismo de ahora: el del baile a la Tin-Tán (el tíbiri) y los inicios de los sonideros con Ramón Roja “La Changa” a la cabeza. Taxistas, chavitos voyeurs, homosexuales amanerados, vecinas maduras y fogosas, comerciantes y obreros, taloneras y padrotes: todos conforman una gran comedia humana.
Toda vocación literaria se forja a través de la imitación de otros autores. En una entrevista para Canal Once, el autor recordaba sus comienzos con el terrible desconcierto que le provocó leer a Ricardo Garibay.3 Ahí se dio cuenta que él también podría hacer literatura con “palabrotas”, y una mejor, y así descubrió la clave para desarrollar su estilo. Sin hacer una simple transcripción, empataba su prosa con el argot callejero, ingenioso y veloz en sus recurrentes juegos de palabras. El arte del albur se volvió fundamental, un modo eufemístico que siempre apunta a una sexualidad reprimida y machista. Leamos un pasaje que interrumpe la narración en Crónica de los chorrocientos mil días del barrio de Tepito (1989):
Y que tejeringo el chico.
Y que prestas.
Y que te voy a dar pero pa’que andes. Y que de a cañón mirando pal peñón.
[…]
Y que si no has visto a rosa la manguera.
Y que no sólo vi a guillermocostecho. Y que en tus lomos.
[…]
Y que va a habergancitosmarinela.
[…]
Y que a los nueve meses sabrás.4
Ramírez entendió la realidad nacional desde la tragicomedia, enalteciendo no solo el ritmo y la sonoridad de la expresión popular, sino también las canciones que acompañan las cuitas sentimentales del mexicano. El espíritu carnavalesco de las vecindades reverbera en las páginas de Quinceañera (1985), novela cuya trama cuenta los enredos amorosos de dos jóvenes incomprendidos, Alex y Cecilia, donde las letras de los boleros sirven de epígrafe y educación sentimental, al igual que las películas del cine de oro nacional. Quinceañera puede compararse con otros ejemplos de la literatura hispana que incorporan géneros musicales, como La guaracha del Macho Camacho y algunas obras de Manuel Puig.
En México hablamos cantado (si acaso conviene emplear el adjetivo y no el verbo cantando). Así, la escritura de Ramírez es el resultado de esa habla musicalizada por el sonsonete, el hipérbaton, la cacofonía graciosa, la enumeración exuberante, el acento pronunciado y la expresión dicharachera de diálogos colmados de sabiduría popular. La mamá en Quinceañera anhela “un techo pobre que nos proteja pero nuestro, más vale vivir en un chiquero de nuestra propiedad que en un condominio muy elegante, aquí si quiero me cago o planto una planta, o les miento la madre o les rezo un padrenuestro, no que en otro lugar hay que ir a pedir permiso hasta para echarse un pedo”.5 Ramírez defendió la idea de que tradición y modernidad fueran de la mano.6 Por lo mismo, sus textos cuestionan con humor la modernidad desde sus contradicciones: es una desmothernidad.
Aunque sus obras son en buena parte humorísticas, también vemos temas trágicos, sórdidos y brutales. En Violación en Polanco (1979), novela de publicación impensable en nuestra época, las aventuras sexuales de los personajes, contadas a la par de una violación grupal, remite a otras obras de la literatura latinoamericana donde se narra cómo la salas de cine a oscuras se vuelven cotos de caza (pienso, por ejemplo, en La habana para un infante difunto de Guillermo Cabrera Infante). Los elementos intertextuales de Violación en Polanco —rebautizada más tarde como Pu— son las películas de serie B: en particular, las de explotación y venganza. De ahí que la referencia inaugural sea Escupiré sobre vuestras tumbas (dir. Michel Gast, 1959), adaptación cinematográfica de la gran novela de Boris Vian.
La prosa de Ramírez se nutre también del léxico de la nota roja. Como apunta Carlos Monsiváis al reflexionar sobre dicho género a partir de los sesenta, “la explosión industrial de la nota roja, que encabezan revistas como Alarma! y Alerta, profundiza la “secularización” del género”.7 En el cuento “Ratero”, el protagonista se las ingenia para escabullirse de la policía en los baños del Tenampa en Garibaldi, hasta que una venganza inesperada arruina sus planes. El narrador describe con lujo de detalle el homicidio: “un cuchillo de carnicero, que se le va hundiendo en el estómago y le desgarra los intestinos, el páncreas, el hígado, asa sigmoidea, ciego, colon transverso, vesícula biliar y hasta el pericarpio […] Al caer el cuerpo en el suelo —mojado de orines— le da cerca de ocho machetazos, en donde caiga”.8 “Ratero” tuvo, por cierto, una adaptación libre dirigida por Ismael Rodríguez Jr., que borronea la violencia descarnada del relato original para convertirse en una sátira policial de tintes melodramáticos con un desenlace edulcorado y facilón.
Ramírez también fue guionista. Su habilidoso manejo del humor lo llevó a intervenir el libreto de El rey de los taxistas (dir. Benito Alazraki, 1989), una de las tantas películas estelarizadas por el genial Luis de Alba como Juan Camaney. Destaca a su vez la adaptación homónima (dir. Gabriel Retes, 1976) de la novela Chin chin el teporocho (1971), clásico indiscutible, quizá el más popular de todos sus libros con múltiples reimpresiones. El Chin chin ocupa un sitio tan importante en nuestra reducida tradición picaresca nacional, junto con La vida inútil de Pito Pérez y El periquillo sarniento. Cuenta su hijo que Ramírez obligó a la producción a vivir por un mes en Tepito previo a la filmación, por aquello que reprobaba a quienes se hacían pasar por barrio.
La trama de Chin chin se desarrolla desde la perspectiva de Rogelio, joven de clase media baja que corteja a Michelle, hija del dueño de una tienda de abarrotes. Casi 50 años han transcurrido y sorprenden los estereotipos nefandos de la cinta por encima de su supuesta sensibilidad contracultural y la visibilidad burlesca de personajes marihuanos.9 Conflictos generacionales y tensiones homoeróticas culminan en un penoso desenlace que despoja al texto de la desconcertante revelación del comerciante español como homosexual de clóset: la película de Retes, peor aún, homologa pederastia y homosexualidad, reforzando su subtexto homofóbico. Creyendo defender su honra, Rogelio reclama al suegro: “¡Yo no tranzo ni con marihuanos ni con jotos!”
Hablar de Chin Chin me orilla a inquirir sobre la escasa fortuna crítica del resto de la obra de Ramírez, más allá del Teporocho. Es un caso paradigmático para señalar el elitismo de las instituciones culturales. El autor era consciente de los ninguneos por parte de las órdenes de letrados. Se enfrentó a la indiferencia de Juan Rulfo, por ejemplo, para después enterarse, tras su muerte, que Chin chin era uno de sus libros de cabecera. Se pensaría que esto se debió a la gramática insubordinada tan propia del autor (una oración de Quinceañera, entre tantas, como ejemplo de sus licencias ortotipográficas: “Regresa alejo porque si no en la noche te va a ir pior con tu papá”).10 Pero la actitud clasista permanece: autores poco entrenados de mucho privilegio socioeconómico reciben mayor reconocimiento y sus obras se leen con mayor seriedad a comparación de aquellas escritas por autores de sectores menos favorecidos. Al burgués lo llaman artista; al proletario, artesano. El esnobismo de la crítica literaria en México no ha sido de ayuda, pues cuando la literatura refleja los deseos y ansiedades de la gente pobre, se le considera banal. Es cierto que el tema de la pobreza en la literatura mexicana no ha pasado desapercibido, pero no podemos pasar por alto que el origen social o el perfil racial de los escritores determina su ascenso.11 Si la crítica le dio la espalda a Armando, el pueblo lo cobijó.
La televisión lo tomó por sorpresa. Años de práctica lo hicieron perfeccionar su técnica como entrevistador haciendo reportajes por toda la Ciudad de México. La reporteada sirvió de proscenio: con el micrófono de Ramírez, los transeúntes del entonces Distrito Federal pudieron dignificar sus oficios, recordándonos que sus historias importan. Ramírez edificó su propia mitología urbana. Su vasto conocimiento de la Ciudad le hizo comprender que el subsuelo de la capital está cargado de historia; que pisamos el suelo que pisó Cortés, y que perduran las estructuras sociales de la Colonia. En conjunto, su proyecto periodístico, ya sea a través de la ficción o de la crónica, es una memoria viva de la metrópolis: desde Tlatelolco hasta el Centro y su sinnúmero de edificios centenarios, llegando a los confines del Peñón de los Baños y la Guerrero, o visitando los multifamiliares de la Unidad Modelo, Iztapalapa, dando a conocer fondas y cafeterías chinas; y, ante todo, ubicando en primer plano las peripecias del héroe anónimo que vive al día y se arroja a corretear la chuleta, chambeando en la calle con la esperanza de sacar al menos para un taco.
Para todo buen cronista, cada lugar y cada persona tiene una historia. Ramírez le solicitaba a su camarógrafo apuntar a las manos del entrevistado para profundizar su relato de vida. Cómo olvidar aquellas entrañables cápsulas transmitidas cada mañana de lunes a viernes: totaaal ¿qué tanto es tantitiiiito? Más tarde, sus cápsulas para Capital 21 conservan ese candor aprendido de la televisión, ¿sí o no, tío Alberto?
Armando usó el micrófono para darles una voz a los desfavorecidos: choferes, vendedores ambulantes, cocineras, organilleros: el agridulce jolgorio de la vida diurna. Como vemos en los créditos iniciales de Pandilleros: Olor a muerte 2 (dir. Ismael Rodríguez Jr., 1991), el cronista se lanzaba a las banquetas para entrevistar a niños en situación de calle. Algunos, ya bastante afectados por tanto tíner, ni siquiera lograban recordar cuándo se escaparon de sus casas, si es que tuvieron una. Armando Ramírez miró sin ningún tipo de condescendencia ese imaginario que pocos encaran y muchos desdeñan: el México profundo de lo naco y lo ñero.
La nostalgia de la vida nocturna es otro tema esencial en sus libros, desde La noche de los califas (1982), con una versión cinematográfica y una adaptación de cabaret en el Blanquita, hasta sus crónicas de Bye Bye Tenochtitlán (1992), que describen con picardía el esplendor y ocaso de clubes como el Imperio, el Bombay y el Salón México. En las páginas de la ficción detectivesca La casa de los ajolotes (2000), el protagonista, tras reencontrarse con su padre, un corrupto político priísta, escucha con atención sus parrandas al rememorar la ola de popularidad de la música tropical cubana en los salones de baile. Cuenta el padre que “el Benny [Moré] era cuate… cuando quería. A veces, se presentaba en el Sans para cantar y ponerse chachalaco… como pirata, litros de ron.”12 Si bien los personajes de Ramírez padecen la incomprensión o el abandono paterno, nada podría estar más alejado de la vida personal del autor. Armando fue un padre dedicado que trabajó arduamente para sacar adelante a su familia; de ahí que, en sus libros, la familia tradicional sea un modelo que permanece inalterado. Sin embargo, advirtió las fallas de la familia mexicana como proyecto social. Las rupturas paterno filiales poseen un trasfondo político; el gobierno ejerce de padre déspota.
La crítica más demoledora al paternalismo priísta y su vacua retórica de progreso la vemos en ¡Pantaletas! (2001), coming-of-age protagonizada por Maciosare, antihéroe de pelo relamido con jugo de limón a la Benito Juárez que se enfrenta con la cruda realidad del desempleo, a pesar de haberse dejado convencer por sus padres de graduarse de la universidad. La ilusión de brincar la alambrada social se frustra: Maciosare, convertido en papá soltero, tendrá que vender pantaletas en las calles del Centro Histórico, cuyo efervescente comercio informal se nos describe como “el Wall Street de los jodidos”.13 Reaparecen en ¡Pantaletas! personajes que acompañaron al autor toda su vida. El mejor ejemplo es la “Chata” Aguayo, lideresa de tianguistas, inmortalizada en su propia novela (después se estrenó un videohome estelarizado por María Rojo). Personaje que encarna el universo que Armando vio desde la infancia a través de sus abuelos, la “Chata” es la heroína por excelencia en el corpus de Ramírez.
A los 60 años, Ramírez alcanzó la plenitud creativa y gran éxito profesional. Como pocos, se ganó el pan haciendo lo que más le gusta. Consiguió el cariño del público. Viajó y tuvo amoríos. Por entonces lo había cautivado la música pop en español de tanto escucharla en las cabinas de W Radio. Puedo imaginarlo en un taxi charlando con el conductor, que lo identifica por salir en la televisión, mientras suena en las bocinas Hasta la raíz de Natalia Lafourcade, siguiendo la letra con los labios, maravillado ante una ciudad que conoció como la palma de su mano. En los altibajos de sus personajes y el drama cotidiano de su supervivencia, la literatura de Armando Ramírez nos recuerda, como reza la canción, que la vida es una tómbola.
Cuetzalan y CDMX, febrero-marzo 2024
A la memoria de Armando Ramos García (✝)
- Casi todos los testimonios se recogen de una entrevista por Skype, del 22 de febrero de 2024. Agradezco a Armando Ramírez Jr. por su valiosa contribución a este ensayo.
- Un aspecto que vale la pena recordar es la incursión de Ramírez en las artes plásticas. Es recordado su rol como cofundador del movimiento Arte Acá. Su hijo recuerda que su padre le compartió que ese “desmadre de chavitos haciendo cultura” acabó en apatía. Cuando el colectivo dejó de entusiasmarlo, Armando abandonó el proyecto con un “cámara, ahí se ven”.
- Canal Once. “Línea Directa – Armando Ramírez (17/03/2019)”, YouTube, 18 de marzo de 2019. https://www.youtube.com/watch?v=DZIFJFCiVWY&t=591s
- Armando Ramírez, Crónica de los chorrocientos mil días del barrio de Tepito, México, Editorial Grijalbo, 1989, 71-72.
- Armando Ramírez, Violación en Polanco, México, Editorial Grijalbo, 1979, 69.
- Ibid.
- Carlos Monsiváis, “El caso del horrorosísimo hijo que con tal de no matar a su horrorosísima madre leía la horrorosísima nota roja”, Fuera de la ley. La nota roja en México 1982-1990, comp. Alfredo Jiménez et al, México, Cal y Arena, 1992, 11.
- Ibid., 84.
- Juan Pablo García Vallejo sostiene que fue hasta la literatura de la onda cuando los personajes marihuanos fueron representados con más desparpajo y menos estigmatización. Ver El marihuano en la narrativa mexicana del siglo XX, Texcoco, Eterno Femenino Ediciones, 2014.
- Armando Ramírez, Quinceañera, México, Editorial Grijalbo, 1985, 69.
- Afirma Marcelo Pogolotti que “las letras mexicanas ofrecen un panorama bastante completo de la pobreza”. A la par, el autor lamenta que “la casi totalidad de los novelistas más sonados del momento se han ido desentendiendo de los pobres”. Sus palabras, escritas a finales de los setenta, siguen haciendo resonancia. En Los pobres en la prosa mexicana, México, Editorial Diógenes, 1978, 35.
- Armando Ramírez, La casa de los ajolotes, México, Editorial Océano, 2000, 40.
- Armando Ramírez, ¡Pantaletas!, México, Editorial Océano, 2001, 47.