Rastros del último hombre sobre la tierra
Decía Jean-Claude Carrière, en su libro Práctica del guion cinematográfico, que toda acción, por mínima que sea, revela algo. “Como los gusanos —afirmaba él mismo— que, según dicen, fecundan, ciegos, la tierra que atraviesan, las historias pasan de boca a oído y dicen, desde hace mucho tiempo, aquello que ninguna otra cosa puede decir”. Es decir, en las acciones, pero más que eso en las huellas que dejan estas acciones, podemos intuir una historia porque “toda acción revela algo”. Esta pequeña sentencia, que a mí me parece más bien un apotegma, encierra una verdad apabullante o alumbradora (incluso ambas): todo el tiempo, pase lo que pase, estamos leyendo señales, decodificando mensajes y, más aún, dejando mensajes para que otros los desentrañen.
Hace un par de semanas, al volver de casa de un amigo, tuve que usar el metro para llegar al tren suburbano y regresar al Estado de México. Era sábado y era tarde, por lo que había asientos disponibles; me di cuenta, entonces, que de verdad era tarde (metro vacío es casi un oxímoron). En uno de los asientos viajaba un muchacho de pelo largo y chamarra cazadora de color verde militar, leía un libro que en la portada aparecía la palabra comunismo. La imagen que la acompañaba había sido intervenida con pluma de tinta negra, de tal forma que ya no era solo la imagen, sino algo más. Hasta ahí todo era común (comúnmente comunista o comúnmente común) pero no solo leía el libro: lo subrayaba. Pensé dos cosas:
1) Ese libro, que de por sí ya era la huella de alguien, la visión de alguien (porque un libro, o cualquier creación, no es más que la visión respecto a algo que una persona ofreció, en este caso el comunismo); ese libro, empero, ya había adquirido otro significado, porque quien lo tomara, posterior al subrayado del muchacho, no podría evitar formularse a partir de lo subrayado una segunda lectura, una tercera (una lectura subsecuente, en pocas palabras) del libro que de por sí ya era una lectura de algo. Estaba, por otra parte, el agregado de la portada: la imagen, una vez alterada, significaba algo más.
2) Nada es, en realidad, nuevo: todo ha pasado ya por la visión de alguien, por la mano de alguien.
Imaginé, entonces, esto: de pronto la luz se va en el metro y al volver a iluminarse el vagón estoy yo solo. Nadie por aquí, nadie por allá, de tal manera que como única huella de que ahí estuvo alguien más que yo me queda el libro. Podía imaginarme quién había sido ese muchacho y qué pensaba con tan solo echar un vistazo al libro (mejor dicho, a la lectura del libro que él había realizado), al subrayado. “El cine —glosa más adelante el mismo Carrière— es un hombre que llega a caballo a una ciudad del Oeste y nada sabemos de él. Va a definirse poco a poco, por sus gestos, por sus miradas”. O podría definirse, en todo caso, por sus huellas, mero resultado de sus acciones.
Me gusta esa labor de la pesquisa —tratar de inferir la acción por medio de la lectura de su impronta sobre los objetos o el ambiente—, es por ello, quizá, que veinte años después de su estreno (en 1971) me impactó tanto ver El hombre Omega (película basada en Soy leyenda, de Richard Matheson): porque ahí había un hombre solo, y nada sabíamos de él más que el hecho de que estaba en un mundo, al parecer, totalmente vacío. Y yo quería saber qué estaba pasando, cuáles habían sido esas acciones que dejaron como huella un mundo vacío.
Volviendo a aquel muchacho, ¿por qué subrayó esas precisas líneas y no otras? Los libros usados tienen ese añadido, cuentan una historia que no está en las letras per se: un boleto de autobús usado como separador, una flor seca, una envoltura de paleta, una huella de algo que puede ser sangre o solo polvo. La huella de la intervención, como la fotografía, congela el tiempo.
Pero la lectura de los objetos intervenidos, a manera de investigación, es, desde hace mucho, material para la literatura. Pienso en las historias de Sherlock Holmes, donde un misterio era resuelto a través de la interpretación de ciertos indicios, ciertas cicatrices sobre los objetos. Se puede reconstruir un evento, una persona, a través de su incidencia sobre el medio. Si el asesino no dejaba rastros entonces era casi imposible rastrearlo.
La fórmula sigue vigente: programas policiacos de muchos tipos, de muchas épocas, se basan en las pesquisas para atrapar al espectador (no solo al asesino): tenemos ganas de saber más, de saber qué provocó aquellas marcas. Existe en nosotros (al menos en mí) una curiosidad innata por saber qué hay detrás de una huella que normalmente no hallamos. Uno no repara en los rostros “cotidianos”, “normales”, en el metro: saltan a la vista los rostros que por alguna razón son particulares. Como el metro mismo, se perciben en él las ausencias; notamos los asientos solo cuando están vacíos. Los dientes de alguien resaltan cuando están demasiado limpios o demasiado sucios, o faltan; una nariz se hace notoria cuando no muy grande o muy pequeña, o está demasiado ganchuda.
En la película El hombre omega, la ciudad resalta, o la notamos, porque no hay nadie en ella, cuando normalmente la palabra ciudad suena a conglomeración, caos, hacinamiento. A nadie extraña una ciudad atestada o un desierto vacío; pero si invirtiéramos papeles, es decir, un desierto colmado de gente o una ciudad vacía, notamos que algo no está en el orden que entendemos de ellos.
Richard Matheson, en la novela de la que parte aquella película que tanto disfruto, propone este mismo juego: nos muestra huellas de un mundo particular (esa diégesis que él se inventó para nosotros) y es labor nuestra descifrarlas poco a poco para entender qué está sucediendo. Apenas empezar, atestiguamos la presencia de tablones rotos, de vidrios hechos pedazos y, sobre todo, de piedras que alguien (todavía no sabemos quién, pero hemos de descubrirlo) arrojó. Pero eso queremos averiguar, desentrañar, resolver eso que se nos plantea; somos lectores por naturaleza y leemos el medio, el mundo donde nos desenvolvemos: lo decodificamos. Somos, además, ávidos lectores de las cicatrices, de las huellas. Somos baquianos en el agreste terreno de la piel: imaginamos a dónde se dirige alguien, o de dónde viene, por las marcas de su piel. Es algo innato, o casi innato.
Si vemos a una mujer con un ojo morado o a un hombre con la ceja abierta, de inmediato realizamos una lectura y hasta inventamos una historia. ¿La golpean, tuvo un tropiezo? Él ¿es boxeador?, ¿lo asaltaron?, ¿estuvo en una riña? Sabemos de las personas, del mundo, a través de las huellas que dejan, de sus cicatrices. O al menos lo imaginamos.
Somos o nos dibujamos a través del caos. Las casas limpias son idénticas, el cloro y el aromatizante tienden a homogeneizarnos y nadie es distinto de nadie bajo el manto de la asepsia, pero todos los desórdenes son distintos: es nuestra huella. Nos citan a una fiesta a las siete de la noche en punto, y de pronto nos damos cuenta que son apenas las 6:20 y ya estamos frente al domicilio en cuestión. Leemos las huellas en la calle y las decodificamos y nos da miedo: hay grafiti, hay suciedad (huellas, al fin y al cabo, cicatrices) y alguien, que firma como Jerry, pintó con aerosol rojo que ahí él manda y que todo invasor será castigado. Entonces, tocamos a la puerta y nos invitan a pasar, un poco de mala gana y un poco sorprendidos y apenados. No alcanzaron a borrar sus huellas sobre la vida y los descubrimos: hay ropa tirada en la sala, unos zapatos maltrechos y un tazón de sopa junto a la pantalla que sintoniza cierto canal que no goza de muy buena programación. Los descubrimos a través de su caos, de su disposición de los objetos. Sobre los párrafos de la casa de interés social (con salas más o menos parecidas, con muebles de baño más o menos parecidos) ellos subrayaron lo que son, o lo que piensan o sienten, a través de la disposición de los objetos. La tele también es un párrafo: lo que sintonizamos es lo que subrayamos.
En El hombre omega (me gusta demasiado la película) el protagonista se da cuenta de la presencia de alguien más (alguien “humano”, o humanamente parecido a él, al menos) porque deja una huella: algo no está en el lugar de ayer, que también era el de antier. Insisto, tenemos presencia en el mundo por la huella que dejamos en él. Se habla también, entonces, de la huella ecológica, la mancha de carbono y suciedad que dejamos sobre el planeta en nuestro paso por él. Como las babosas de los patios, sabemos por dónde pasaron (nunca de dónde vienen y a dónde van, saber eso es casi imposible y preguntárselo puede ser lo suficientemente ocioso o profundo como para resultar peligroso) porque han dejado una huella brillosa, viscosa.
Esto: los hombres o mujeres que viven solos y que, además, han dado una copia de la llave de la entrada a su madre o abuela, y entonces un día, al volver del trabajo o de la escuela, encuentran el lugar limpio. Mamá (o abuela) han estado aquí, se dicen, porque se alteró el orden de las cosas: dejaron su huella al pasar.
Esto otro: uno visita a un familiar y encuentra huellas y con base en ellas se da cuenta quién ha estado ahí. Botellas de cerveza vacías: tal tío. Pañales sucios en el bote del baño: los primos que acaban de tener un hijo. Aroma a cierta fragancia y tabaco: el abuelo.
Esto también: uno vuelve a casa y encuentra la cerradura forzada y no hay televisión ni computadora. Sabemos que alguien estuvo aquí, y a qué vino. Pensamos por un segundo si Jerry nos siguió desde su colonia y que quizá ahora también manda aquí.
Las cosas que se notan, que se aprecian, hasta que faltan: el silencio, la paz, la salud. O el amor. Sobre todo ese. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, dice la madre mientras hace el quehacer en la casa, y luego pide que levantemos los pies para barrer debajo del sillón, porque el polvo deja ahí su huella.
Tengo dos pares de tenis, idénticos, que compré hace un par de meses en una oferta del 2×1 en una tienda cerca de mi casa. Un par lo uso para hacer ejercicio, el otro para… para no hacer ejercicio. Distingo un par del otro gracias a las huellas que las actividades dejan en ellos: los que uso para ejercitarme están más maltratados y tienen un tono verduzco debido al pasto, los otros aún conservan la forma que se les dio en la fábrica.
Se pueden leer las prendas, claro. Mi mamá, cuando aún lavaba la ropa de todos nosotros, sabía distinguir a quién pertenecía cada una: cuellos más negros, manchas de salsa picante o chocolate, agujeros. Ella sabía, siempre, a dónde habíamos ido o qué habíamos hecho con tan solo mirar las prendas. Dejábamos una huella en la ropa, subrayábamos, en la oración blanca de las playeras, nuestras actividades.
También se puede leer la actividad de alguien en los zapatos: si tiene problemas a la hora de caminar el desgaste de las suelas nos lo dirá. También nos dejará saber cómo pisa alguien, si arrastra los pies o si camina mucho o poco y por dónde lo hace.
Asimismo, se puede leer la ropa interior, pero eso es muy peligroso y prefiero no hablar de ello, al menos no ahora.
Antes, cuando el formato VHS era lo más avanzado en cuanto a tecnología se refería (al menos para ver películas) era posible saber hasta dónde había llegado alguien en la cinta o cuánto la había visto, siempre con base en el desgaste. Lo mismo con los casetes y con los vinilos: donde más desgaste había era donde más había permanecido el espectador. Recuerdo que en mi casa, hace muchos años, había un vinil que contenía canciones de Pedro Infante: el rayón más pronunciado correspondía a las mañanitas, canción que se activaba seis veces al año.
En el VHS de El hombre omega, la parte que más se reprodujo en mi casa (lo que seguramente generó una huella sobre la cinta magnética) es justamente donde Neville descubre que no está solo en el mundo; reproducida hasta el cansancio por mi hermano y por mí, ahí habíamos dejado claro un mensaje, habíamos subrayado y con ello generamos una segunda lectura, una tercera. Nos dibujamos a través de la intervención de nuestros objetos cotidianos: la hoja más doblada del libro, la fotografía impresa con más dobleces y huellas dactilares marcadas, el libro más maltratado (en mi caso es Dios en la tierra, de José Revueltas) son rastros que alguien puede leer si un día ya no estamos. “Matamos lo que amamos, lo demás nunca ha estado vivo”, dice Rosario Castellanos, y unos zapatos formales bajo mi cama, prácticamente nuevos, lo corroboran.