La fiesta del jardín
1.
Leí un libro de cuentos con títulos muy elocuentes. En uno de ellos, “El último de los grandes mamíferos terrestres”, junto a una pareja en crisis aparecen los bisontes americanos, una de las especies gigantes que pobló América del Norte y sobrevivió la última glaciación. Aunque no viene al caso con la anécdota del cuento, pienso que mi último gran mamífero es Porfirio, un golden retriever de once años y problemas de sobrepeso que vive en el jardín de mi mamá. Antes tenía una compañera, pero murió hace unos años, y ahora Porfirio pace tranquilo, aunque un poco solo, entre las plantas que no ha logrado destruir.
Es el último porque, desde que me mudé sola, vivo en un departamento. No juzgo, o no demasiado, a quien decide tener perros grandes en espacios chicos ni tampoco creo que sea imposible (en el departamento abajo del mío vive una familia completa con tres bulldogs y entre los pasillos he visto un gran danés que expele varios litros cúbicos de orina en sus paseos), pero no tengo tiempo ni dinero para las atenciones que necesita un perro de ese tamaño.
Tener jardín y tener perro, o cierto tipo de perro, un perro de raza grande, son dos cosas que acompañaron el ideal burgués de familia, cada vez más remoto, porque la noción de hogar y de convivencia familiar se ha ampliado de manera cada vez más diversa. Y porque en las grandes ciudades ya es casi imposible costear alguna de las dos.
La casa en la que pasé la mayor parte de mi infancia y que se vendió después del divorcio de mis padres albergaba los restos mortales de tres perros, varios hámsteres, un hurón y dos tortugas. Cuando me fui, no solo dejé en ella mis recuerdos infantiles, sino también un pequeño cementerio. En su libro sobre animales, Sylvia Molloy escribió que, en el jardín de su casa en Long Island, su primera generación de mascotas yace enterrada abajo de un olmo, la segunda abajo de otro y así sucesivamente, porque tuvo muchos animales y, por suerte, también muchos árboles.
La derrota que han sufrido los panteones a perpetuidad frente a los crematorios es un resultado poco evidente de la falta de presupuesto para jardines públicos y particulares. Irónicamente, debido a la falta de áreas verdes, hay quienes recorren los cementerios con un fin lúdico y sin otra pretensión que tener un día de campo. Esto ha provocado que guardar cenizas en columbarios o en las salas de algunas personas sea un rito cada vez más común que no se limita a las muertes humanas. Ahora existe la costumbre de incinerar a las mascotas y no enterrarlas como, según yo, se había hecho siempre: en un hoyo con cal en el jardín. No porque un entierro casero sea menos digno que una urna, sino por lo impráctico que resultaría enterrar el cuerpo de un animal mayor a un canario en una maceta.
Además de la falta de espacio, el hábito también se debe al apego que muchas personas desarrollan por sus animales de compañía y a la humanización cada vez mayor que les otorgan. Los cuidados que hoy en día trascienden la vida terrenal, amor constante más allá de la muerte diría Quevedo, han modificado los ritos fúnebres. Alguna vez fui testigo de cómo a una tía, junto con el pago de su servicio funerario, le ofrecían un paquete que incluía la cremación y el velorio de su perro.
2.
Cuando adopté mi primer gato, nunca reconocí los lugares comunes que pregonan los amantes de los gatos, porque Simón no abandonó completamente su condición feral y vivió afuera la mayor parte del tiempo. Igual que el griego Aquiles, que prefirió la fama sobre una existencia larga y anodina, Simón tuvo una vida breve y aventurera, favorecida por el jardín, que funcionó como vía de escape hacia otros rumbos que eventualmente acabaron con su vida.
La dependencia que siento con mis gatas actualmente puede compararse solamente con la que ellas sienten por mí. Creo que nos arrastra el amor o algún sentimiento similar (es una incógnita si los animales aman como nosotros lo hacemos), pero también las dimensiones limitadas que nos vemos obligadas a compartir.
Pienso mucho tiempo en el tema del espacio, casi el mismo que llevo viviendo en un lugar de proporciones reducidas, aunque cuando habitaba una casa bastante más amplia no pensaba en eso, sino en que todo me quedaba lejos. O tal vez no pensaba en nada, pero ahora pienso en que en aras de una vida mejor ubicada, el problema de las grandes distancias se ha transformado en falta de espacio.
El jardín surgió como un trozo de naturaleza domesticable y, para mis perros y mi gato, un simulacro de la vida salvaje (con tres comidas al día). En Una breve historia del jardín, Gilles Clément escribió que el primer jardín perteneció al ser humano que decidió cesar su vagabundeo. “Los nómadas no hacen jardines” escribió Clément. Pese a que muchas personas piensan en él como un remanso de calma, el jardín y sus cuidados se oponen a la idea de descanso, como puede confirmar cualquier practicante de la jardinería o la horticultura. Se trata de un locus amoenus que se construye después de un día de cortar, rastrillar, deshierbar y abonar.
De entre los cuidados necesarios para un jardín exitoso, el cultivo de flores es tal vez uno de los más complicados. No puedo asegurarlo, porque en efecto carezco de jardín, pero mis macetas vacías han contemplado el paso de varios floridos habitantes que eventualmente perecen por culpa de mis precarias atenciones.
Cuando era niña, mi mamá me leía un cuento sobre un grupo de flores que amanecía marchito por bailar demasiado. Las flores convivían en una especie de sociedad estamental que organizaba bailes palaciegos, donde estaban presentes desde las vulgares margaritas hasta un par de petulantes rosas, que ocupaban los lugares reservados para la monarquía del reino vegetal. La fiesta del jardín aparece también en Alicia en el país de las maravillas, donde las flores forman parte de un coto cerrado, similar a un grupo de niñas maleducadas, que no admite hongos ni hierbas, ni Alicias miniatura.
Los mercados de plantas han descubierto un nicho generoso en vender especies de plantas cada día más raras, provenientes de ecosistemas cada vez más exóticos. Aunque lo exótico esté más bien en disponer de tiempo y espacio para su cuidado. Quizá el futuro de la jardinería resida en tener ambiciones modestas. Limitarse a jardines verticales o huertos minúsculos, reducidos a cajones que quepan junto a una ventana.