La representación del infierno en Hell’s Paradise
En el Museo Nacional de Tokio se encuentra una copia del peculiar 地獄草紙 [Jigokuzōshi, “Rollo ilustrado del infierno”]. Se trata de un manuscrito que se escribió en algún punto a finales del periodo Heian (794-1185) cuyo objetivo era mostrar, de manera por demás eficiente, el destino final de distintos tipos de condenados: ladrones, asesinos, adúlteros, un catálogo bastante familiar para quienes, como yo, crecieron al amparo de una doctrina religiosa.
En su brevedad, el Jigokuzōshi cumple con informar en qué consiste cada uno de los castigos, mientras sus dibujos los muestran a detalle para los espectadores: arden hombres y mujeres desnudos, devorados por un fuego imperecedero; otros se ahogan eternamente en un lago de sangre; unos más padecen las llagas siempre abiertas de una enfermedad que no cede. “La pintura probablemente provocaba que sus espectadores temblaran de miedo, y los invitaba a abrazar el deseo de renacer en la Tierra Pura”, dice la descripción de la obra en el museo, y uno solo puede imaginar la experiencia que debió ser, hace casi mil años, enfrentarse con esta colosal obra de arte, nacida del miedo al castigo ultraterreno.
El terror a la condena infernal ha sido una herramienta de control social muy útil para la fe y algunas producciones literarias han usado, con grandes resultados, imágenes del inframundo para instalar miedo en sus lectores: desde la Comedia que Dante regaló al mundo en el siglo XIV, hasta los cenobitas de Clive Baker, el averno es el sitio ideal para manifestar nuestros mayores temores, sean estos físicos, psicológicos o emocionales. Por lo anterior, considerar el infierno como un lugar deleznable, hogar de los castigos más espantosos que pueblan el imaginario de los pueblos, es una idea presente desde la antigüedad, común a todas las religiones. Después de todo, tiene lógica sentirse aterrado de un lugar pensado para proveer el eterno castigo.
Sin embargo, existe aún otro tipo de terror que se nutre del Más Allá y que, a mi juicio, resulta más atractivo y plantea situaciones memorables: el terror por lo divino. Contrario a la naturaleza punitiva del infierno, el paraíso ha sido el destino ideal para los creyentes —e incluso para algunos no creyentes—; sin embargo, algunos aspectos de este sitio, y las criaturas que lo habitan, siguen representando un misterio y provocan, por lo menos, cierta angustia por lo desconocido. Recordemos, por ejemplo, que los ángeles se anunciaban a los profetas y a las vírgenes con la advertencia “no tengas miedo”, quizás conscientes de que su forma —incomprensible, metadimensional— sería demasiado para los pobres iluminados. Daniel tembló ante la presencia del arcángel Gabriel, e incluso los pastores de Belén que recibieron la noticia del nacimiento del Mesías se horrorizaron ante la visión de lo divino. Así lo describe Lucas 2:9-11: “Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No teman; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.
En este escenario, es importante reconocer que las descripciones de lo divino, desde su propia concepción, contienen el mismo germen ignoto que alimenta las figuras del terror. De esta noción surgen algunas interrogantes: ¿qué ocurre cuando el imaginario celestial se trastoca por el germen del terror? ¿Hasta qué punto la representación de figuras divinas es cercana a la de ciertos monstruos de la antigüedad? ¿Cómo se han empleado estas criaturas en las producciones de terror contemporáneas?
Para explorar estas cuestiones, en los párrafos siguientes me propongo analizar un ejemplo reciente, el manga 地獄楽 [Jigokuraku, “Paraíso infernal”, 2018], del mangaka Yūji Kaku. Por medio de la exploración de ciertas escenas, me dedicaré a escrutar cómo se emplean diversas figuras del imaginario religioso, particularmente, el budista, para la elaboración de una atmósfera terrorífica.
Visiones de Nāgārjuna: Gabimaru el Vacío
La trama de Jigokuraku gira en torno a がらんの画眉丸 [Gabimaru el Vacío], el más temible asesino de la aldea de Iwagakure. Su apodo se debe a su nula muestra de emociones mientras lleva a cabo sus labores como sicario, las cuales, por cierto, sobresalen dadas sus habilidades en las artes marciales y el manejo de distintas armas. La trama destaca su ausencia emocional: ante las criaturas monstruosas que aparecen en su camino, se mostrará siempre sereno, eliminando hábilmente a cualquiera que ose retarlo. Gabimaru, junto con otros condenados a muerte, deberá viajar hacia el 神仙郷 [Shinsenkyō, “Paraíso terrenal”], una isla que se encuentra al sur de las islas de Ryūkyū, para encontrar el Elixir de la Vida y llevárselo al shōgun Tokugawa. El narrador lo describe así: “El Reino de los Inmortales, un paraíso carente de sufrimiento y lleno de dicha. Los creyentes le dan varios nombres: Paraíso Terrenal, Nirvana, Utopía”.
La descripción del Shinsenkyō me remite a un texto poco conocido del escritor Koizumi Yakumo, titulado “Horai”. Se trata de una descripción de un kakemono —pintura alargada que se cuelga de la pared— que el autor tiene suspendido en su alcoba. En este, se representa una visión azul del Palacio del Dios Dragón, una tierra mítica en la cultura japonesa que en muchos aspectos se parece a las representaciones del Jardín de las Delicias.
Dice el narrador:
En Horai no existen ni el dolor ni la muerte, y tampoco el invierno. Las flores en aquel lugar no se marchitan, y los frutos jamás se pudren. Si un hombre llegara a probar tan solo una vez de aquellos frutos, jamás volvería a sentir hambre o sed. En Horai crecen las plantas mágicas So-rin-shi, Riku-go-aoi y Ban-kon-to, que curan cualquier clase de enfermedad; y ahí crece también el pasto encantado que llaman Yo-shin-shi, que resucita a los muertos. Ese pastizal mágico se alimenta por aguas prodigiosas, de las que basta beber un trago para obtener la juventud eterna.
Podemos observar que las visiones de Horai y del Shinsenkyō están sostenidas por la misma noción de vida inagotable, una de las ideas más prometedoras del Más Allá en prácticamente todas las religiones. De igual modo, resalta la mención de un brebaje que otorga la vida eterna para quien lo consuma. El premio por obtener tal sustancia no puede ser menor: en Jigokuraku, el gobierno perdonará al condenado que logre regresar del viaje con el Elixir y, con esto, Gabimaru podrá volver a su aldea, en donde lo espera su amada esposa.
Hasta este punto, la trama de Jigokuraku no se aleja demasiado de un manga seinen convencional. No obstante, podemos observar algunos conceptos que nos ayudan a profundizar en el sincretismo religioso del que se alimenta la serie. El primero de ellos está en el nombre del protagonista. Más allá de su incapacidad de mostrar emociones, el apodo de Gabimaru nos acerca a la idea del Śūnyatā —término traducido como “vacuidad” o “vacío”—, que es uno de los conceptos esenciales del budismo Mahāyāna. De acuerdo con el académico Héctor Sevilla, autor del artículo “El camino medio en la filosofía de la vacuidad de Nāgārjuna”, el vacío es un término asociado con la escuela del Camino Medio, fundada por el monje Nāgārjuna, y que se puede entender como: “a) una consecuencia derivada de estadios más profundos de la meditación; b) lo que resta una vez que se ha captado la no existencia del yo; c) la condición en la que no persiste el odio, la ignorancia o la codicia”. El vacío es una condición de desprendimiento de las cosas del mundo, lo que el Buda llamaba la insustancialidad.
La actitud de Gabimaru refleja casi un completo desapego con el mundo del que ha partido, razón por la cual no le importa sacrificar su vida en el viaje al Shinsenkyō. Solo hay un aspecto que lo ata todavía al plano terrenal: su esposa, Yui, hija del jefe de Iwagakure. Para resolver lo anterior, el mangaka toma una decisión que encuentro efectiva: en un punto de la serie, los personajes instalan duda en Gabimaru, ¿de verdad existe Yui? No tiene mucho sentido que un asesino despiadado como él tenga un hogar que lo espera, mucho menos una familia, ¿y si la memoria —cada vez más difusa— que guarda de ella, no fuera sino un recuerdo implantado en su cabeza por el jefe de su aldea para poder controlarlo? Una pregunta simple que, sin embargo, logrará perturbar al protagonista y terminará por desprenderlo cada vez más del tejido de la realidad, acentuando su cualidad de estar “vacío”.1
El segundo elemento que nos convoca a analizar este manga es, sin duda, la descripción de los monstruos. Debido a la ingente cantidad de criaturas ideadas por Yūji Kaku, me veo en la necesidad de concentrarme en un par de escenas que, a mi parecer, concentran con mayor eficacia la tensión propia del horror.
La representación del infierno
El primer vistazo que tenemos del Shinsenkyō ocurre en el primer capítulo. En la escena en cuestión, la ejecutora, Yamada Asaemon Sagiri, le explica a Gabimaru las condiciones de su misión y narra que ha habido ya algunas expediciones hacia el mítico lugar. De hecho, los primeros visitantes encontraron un sitio lleno de mariposas y flores, en donde incluso era posible escuchar un canto angelical. Por desgracia, asegura Sagiri, ninguno de los miembros de aquellas primeras expediciones logró regresar en una pieza, sino que volvieron transformados en una especie de híbrido hombre-flor. Mientras lo cuenta, podemos observar una de las naves que viajaron en las expediciones al Shinsenkyō; la imagen parece inocente: una barca que regresa a casa, cargando miles de flores policromáticas. Pero un análisis detenido mostrará que muchas de estas se encuentran fusionadas en los brazos, piernas y torsos mutilados de los hombres que osaron penetrar en el jardín edénico. Como si las flores hubieran devorado la carne de aquellos peregrinos. La escena está coronada por una última visión temible: se trata del rostro de un viajero mutado, quien nos mira sonriente desde el centro de la balsa mientras una flor se abre, encarnada, en su cabeza.
Es este el primer acierto de la serie: en lugar de mostrarnos un paraíso en donde no existe el dolor o la muerte, Yūji Kaku exhibe cómo las flores que cubren el jardín maravilloso han terminado por transformar a los visitantes en monstruos. La visión es devastadora y nos obliga a preguntarnos: si para entrar en el Paraíso es necesario sufrir ese tipo de metamorfosis, ¿cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a aceptarla? Y más aún, si el Paraíso fue diseñado por un ser ultraterreno, ¿qué nos hace pensar que podremos acceder a él conservando nuestra humanidad?
La segunda escena que acierta en construir un imaginario monstruoso en torno a lo paradisíaco ocurre en el capítulo tres del anime. Cuando los condenados han llegado al Shinsenkyō, la trama se subdivide entre varios protagonistas; uno de ellos es el diestro espadachín Tamiya Gantetsusai, llamado “El Dragón de la Espada”, quien es uno de los primeros en experimentar los peligros del paraíso. Hacia el final del capítulo, vemos a Tamiya explorando la isla junto con su ejecutor, Yamada Asaemon Fuchi. Pronto, llegan a una porción del bosque llena de imágenes talladas en piedra que representan distintos budas sonrientes. El sitio también está cubierto de vegetación, incluyendo flores de todo tipo que son asediadas por grandes mariposas. Tamiya y Fuchi observan el lugar por un momento, pero pronto su atención se interrumpe cuando una de las mariposas vuela hacia Tamiya y lo pica en la mano izquierda. Poco después, pasa volando frente a sus ojos y el samurái puede observar que el insecto tiene un cuerpo grotesco y un rostro con facciones humanas.
Sin esperar más tiempo, Tamiya procede a cortar su propia mano de un tajo, ante la sorpresa de los espectadores y de su acompañante. Cuando es interrogado con respecto a su forma de actuar, el samurái explica que la mariposa no es un ser del mundo terrenal; acto seguido, la cámara nos muestra la mano que yace en el pasto, que ya está mutando en una planta florida de manera casi inmediata. Esto, además de explicarnos el destino de los primeros exploradores, nos ayuda a sembrar una atmósfera de tensión y peligro que nos acompañará en los siguientes capítulos, pues todas las criaturas del Shinsenkyō se revelan como potenciales amenazas.
El capítulo cierra con la aparición de un coctel de monstruos: ciempiés gigantes, híbridos de humanos y peces, aterradoras manifestaciones de bodhisattvas. Es en este punto que Tamiya plantea una de las preguntas esenciales para la serie:
TAMIYA: ¿Qué clase de sitio es esta isla? No estamos en el verdadero Nirvana, ¿O sí?
FUCHI: Puede ser, nada dicta que no haya criaturas así.
TAMIYA: La cosa se puso interesante.
Así se expresa el sonriente espadachín, pero su sonrisa es pronto opacada por las pisadas de un gigante que aparece detrás de ellos, sosteniendo en sus manos un reluciente shakujō —bordón de estaño que era comúnmente usado por monjes peregrinos budistas—, mientras que otro bastón, más pequeño, atraviesa de lado a lado su cuello. A partir de este punto, cada uno de los protagonistas deberá enfrentarse a los peligros del Shinsenkyō, que aparecerán ante ellos con apariencia divina, como una cruel manera de decirles que en ese infierno incluso Dios es abominable.
Hell’s Paradise no es el único manga en hacer uso del Buda para expresar miedo, peligro o desesperanza. Ni siquiera es el primero. Habría que mencionar otros mangas que han aprovechado esta herramienta, como es el caso de ガンツ [Gantz], de Hiroya Oku. En este, los protagonistas deben salvar sus vidas enfrentándose a diversas criaturas míticas, como los yōkai, yakshao, incluso al propio Guanyin, también conocido como el Buda de la misericordia. Dicho esto, me parece que, a diferencia de otros mangas, Jigokuraku acierta en construir un espacio físico tangible, cercano a las representaciones humanas de la Tierra Prometida, para construir su propio infierno. Un lugar donde el dolor, la tortura y la muerte son asociados con las figuras que hemos construido en torno a conceptos completamente opuestos, como la piedad, el amparo o la salvación.
El mensaje es intenso y aterrador, pues nos recuerda que los misterios que campean en los campos de la fe nutren igualmente la imaginación de lo monstruoso. En el fondo del terror que despiertan estas historias, hace eco una pregunta de difícil respuesta: si incluso el paraíso es aterrador, ¿nos queda todavía alguna esperanza?