Quebrantahuesos
¿Recuerdan que un exvillista le regaló al General Cárdenas su rifle Winchester 30-30 como agradecimiento por la Reforma Agraria, que repartía en su mayoría las porciones de tierra estériles a diferencia de las que los generales tomaron al término de la matanza iniciada en 1910? ¿Lo recuerdan?
De esas tierras pedregosas a mi abuelo no le tocó ni el cascajo. Ha sido durante años un misterio para mí, ese no saber de qué lado de la revolución estuvo mi abuelo. El Atlas de México de Porrúa dice que por geografía fue zapatista; desgraciadamente, por mis deducciones he de decir que finalmente quedó en el lado oficialista con los sonorenses, aunque después, para beneplácito de mi lado socialista funcional, quedara del lado de Cárdenas por la misma lógica de los acontecimientos.
Como es lógico, por mi edad nunca lo conocí. Murió el mismo año en que fui concebido. Así que es muy difícil saber a ciencia cierta muchas cosas; lo que sí tengo claro es que tuvo varias esposas y después de enviudar en distintas ocasiones, a la última, mi abuela, le tocó enterrarlo.
Una de las múltiples anécdotas que escuché en torno a ese fantasma que es mi abuelo es que en los años sesenta conservaba consigo la única herencia defendida a punta de golpes en la Revolución: su Winchester 30-30.
Según mi abuela, que aún vive (ella tenía quince años cuando se casaron; él cincuenta), mi abuelo había completado una suma de dinero para comprar terrenos de labranza, pero necesitaba un poco más para poder adquirirlos, así que decidió venderlo por una cantidad respetable para, por fin, hacerse campesino, ya que nunca le dio por serlo plenamente —la revolución lo agarró a los diecisiete y no lo soltó hasta bien entrado el siglo XX—. Semanas después, el 30-30 cobraría su última víctima en un poblado vecino. Si compras un arma de fuego, seguramente es porque vas a usarla. El nuevo dueño lo tenía claro.
En mi afán por recuperar ese rifle, me aventuré en diversas direcciones. Aquí una de las esotéricas: en los mismos terrenos decidí colocar un señuelo para provocar la reiterada visita de un quebrantahuesos, así tendría una señalización clara de cómo puede existir un olor metafórico a muerto con los zopilotes rondando de forma cotidiana los terrenos. Al quinto día, después de convertirme en observador de aves de rapiña, dejé de luchar con los perros de los ranchos cercanos, me rendí ante un su renovada estrategia diaria por robarme las putrefactas tripas del señuelo; nunca vi a ningún animal regodearse con tanta gloria mientras traga.
Y aunque fui obligado cuando niño a cantar el corrido 30-30, enhuarachado, con bigote falso bajo el sol del mediodía, con una vergüenza titánica, aún sigo en la búsqueda de la carabina que fue lo único que mi familia obtuvo de entre un millón de muertos.