Que otra mártir no fueras
— ¡Aguas, manita! Porque ésos son los que matan.
Me lo dijo antes de irme con el Vicente, con esa voz que da permiso pero que también reprocha. Como las mamás cuando te dicen: “tú sabrás”, y es como si dijeran: “haz lo que quieras, pero aquí no vengas a llorar cuando la cagues”.
¡Yo qué le iba a andar haciendo caso! Si es un preocupón, el pobre Eduardo. Se la pasa cuidándonos como si fuéramos de porcelana y aquí somos todas puras indias.
Le solté todo en una noche. Así éramos antes de azotadas. Nos miraba un hombre y nos sentíamos elegidas por la virgen. Te agarraban chava y ni cómo defenderte. Tiene ya sus añitos que lo conocí. Ya ni vive por aquí ese malnacido. Estaba yo chamaca, maciza, bien buenota. Era la reina, la que más chambeaba y la que cobraba más caro. Claro que no siempre fue así. Menos después, que quedé toda madreada.
Empecé bien chiquita en el negocio. Habré tenido diecisiete cuando pasó esto que te cuento. Ésta siempre ha sido mi casa. El Eduardo me recogió de la calle y yo lo veo más que nada como un padre. Andaba yo limpiando parabrisas en Fray Servando cuando me encontró; dormía por ahí en unos cartones. Me trajo y acá lo tuve todo. Techo, comida, ropa buena.
Las chichis me las puse a los catorce. Esto yo ya lo sabía desde los doce. Las primeras eran una porquería. Me inyectaron aceite de bebé o una cosa así. Cuando estás chava se te hace fácil meterte cualquier cosa, yo creo que ni lo piensas. Además, no habría entendido del peligro ni aunque me lo hubieran explicado. Figúrate que ni la primaria tengo terminada. Si era aceite de bebé o de carro o de cocina, pues a mí me daba igual.
El caso es que un día me desperté y ya no tenía media chichi izquierda. Se me había reventado como a la Martina. ¡Sentía yo un dolor! Como si me hubieran azotado. Que llegan el Eduardo y la Sandrita y que me encuentran toda despechugada. Pegaba unos gritos tan fuertes que yo creo que desperté a toda la colonia. Todas las chavas vinieron luego-luego. Ahí ya habían llegado la Patricia, Martita y creo que la Chayito. La Lola todavía no; ésa llegó después del terremoto. A ella su familia la apoyaba. Le pagaron bubi, nalga, todo. Pero se los llevó la fregada con lo del temblor y se quedó tan sola como todas.
Me llevaron a la clínica de urgencias que está por el mercado. Ahí nada más me auxiliaron para que no me pusiera yo más grave, pero me dijeron que tenía que ver a un cirujano. Andábamos de un doctor al otro, viendo quién me atendía. Todos le sacaban, que porque había yo actuado mal. Que me había operado un doctor sin los permisos y ellos no iban a meterse en un problema. Y, pues, menos por una vestida.
Total, que nos encontramos con un médico que dijo que nos iba a dar apoyo. Por la Narvarte. Hasta allá fuimos a dar. Nos prometió un descuento y dijo que ‘ora sí iba a tener yo unas chichis de las buenas. De silicona de ve-tú-a-saber-qué. Yo no tenía nada de dinero, pero las chavas se armaron la vaquita. Se pusieron guapas, la verdá. Lo que pasa es que yo era como su hermanita. Todas me llevaban, de menos, cinco años. Entonces como que se veían reflejadas en mí, les daba yo ternura. Juntaron el billete y me pusieron unas chichis de lujo, como Dios manda. Éstas que ves. Mira nada más. Toca, toca. Puro material del fino. No pesan, no se maltratan ni te hacen daño. Eso sí, las tienes que cambiar cada quince años. Pero yo me he hecho guaje.
Con el cuerpazo que tenía en ese entonces y con estas chichis, me volví la reina de la noche. Claro que ese título no se puede ostentar toda la vida, pero en su momento nos rindió. Y digo “nos rindió” porque todas comimos de ahí. Todas las noches tenía trabajo y, cuando alguna tenía una noche floja, yo me mochaba. ¡Pues cómo no! Si me habían pagado estas tetotas. Malagradecida sería yo si no hubiera compartido el pan.
Ese año conocí a Vicente. Era muy diferente a los hombres que nos venían a visitar. Haz de cuenta que todos eran más abiertos. Pon tú que no eran unas jotitas, pero sí tenían más trabajado lo que es el asunto de la putería. De la homosexualidad, pues, como la llaman ‘ora. Nosotras lo que atendíamos era más bien puro viejito. Ya con sus canas, discretos, pero que nunca se habían escondido. Puro viejito o peluquera. Así de esas feítas que no tienen mucho éxito. Sí, sí, lo que es. ¡Pues por eso nos venían a visitar! Uno guapo no tiene que andar pagando. Closetero casi no atendíamos. Muy de vez en cuando, pero casi no.
¿Pa’ que nos hacemos pendejas? Todas queremos un chacal. Con el brazo bien fuerte, de la construcción, esas caras de macho, del Indio Fernández, y una buena reata. Un hombre con todas las de la ley. Lo malo es que ésos no nos quieren a nosotras. Se buscan a una de a de veras, que les haga su sopita, que les dé unos chamaquitos, que no ande de piruja…
El Vicente era un hombre muy en forma. Grandote, con su espaldota, sus piernotas, mecánico. Trabajaba en el taller de acá a la vuelta, cuando todavía era el jefe Don Antonio. Tenía su mujer y dos chamacos. Los trataba re-bien. Se veía que era buen padre. Yo a él nunca me lo hubiera imaginado de loco con una piru-qué-barbaridad.
Lo trajeron sus amigos, los cabrones del taller. A veces venían nada más a echarse unas caguamas o a cotorrear con las muchachas. Nunca se quedaban con ninguna, venían más bien como a burlarse.
A mí me tocaba meserear una vez a la semana. No era como ahora que tenemos a la Toña nada más para la barra. Cada una se tenía que fletar un día y entre todas nos tocaba hacer quehacer. A mí me tocaba, haz de cuenta, los martes y ese día era jueves. Yo descansaba de la barra pero la Chayo estaba enferma y me tocó suplirla. Entonces que llegan estos chavos y ya sabes, que aunque no te guste los tienes que atender.
Medio mulas al principio, pero sin pasarse de la raya. El Eduardo siempre nos ha tenido bien cuidadas y bien sabe el diablo a quién se le aparece. El Vicente ni una miradita me echaba. Así era de díscolo. Todo lo pedían sus cuates y él no podía ni encargarme una cerveza. Pasaba yo y él se volteaba pa’ otro lado.
Esa vez se pidieron un cartón. Raro, porque ellos no tomaban tanto, pero yo creo traían ganas de pachanga. El Vicente siempre fue muy serio. Con todo y sus tequilas seguía siendo muy formal, muy calladito. Le hacían un chiste y se reía, porque sí se reía, pero no te hacía escándalo. Como muy medidito él. Pero ya entrados en el chupe que se empieza a soltar más.
Me empezó a hablar de a poquito. Primero que le llevara otro tequila. Y yo como si nada. Claro que lo guapo se lo vi desde un principio, pero tampoco va a andar una sintiéndose soñada nada más porque le pidieron un tequila. Entonces ya se lo llevé y me dice “gracias, chula”, y como que me agarra la manita. Me saqué de onda, pero me fui a seguir chambeando. Cuando regresé se puso más pesado.
Estaba yo limpiándoles la mesa. Me agacho y que me pega una nalgada este cabrón. Que me volteo y le suelto una cachetada. Pero nomás por quedar bien, manita. Porque, no te voy a echar mentiras, la verdad es que yo me emocioné. Y es que una es rependeja cuando es joven, mija. Aunque se sienta una la muy chiles, la que lo puede todo, la vida no es tan fácil. Allá afuera la gente es culera. Y los hombres primero ahí andan, hablándote bonito, bajándote la Luna, pero después se convierten en unas bestias.
Así empezó a subir de tono. Que si el jalón de brazos, que si otra nalgadita, que si “cómo estás, chulita”, “¿por qué tan sola?”, y cosas así. Y yo volada. No me podía creer que me estuviera coqueteando ese chacal. A una la educan para sentirse peor que caca. Porque como eres vestida, pues ¿cómo te va a querer un hombre? Te va a querer un maricón, una peluquera, o hasta un anciano. Pero un hombre, con todas las de la ley, jamás. Las otras muchachas nada más me miraban como con lástima. Yo creo que sintieron tan feo que no pudieron ni burlarse. Y es que todas aquí hemos pasado ya por esto. Bruta y mensa es la que vuelve a caer… Bueno, cuando te dan chance de volver a caer. De tener esa elección.
Total que, para no hacerte el cuento largo, se quedó solo el Vicente como a eso de la una. Ya todos sus cuates se habían ido y él estaba necio y necio que no se quería ir. “Pu’s quédate”, le dijeron y se quedó chupando solo. De repente llega la Chayito, estaba yo sirviendo unos tequilas en la barra, y que agarra y que me dice:
— Que salgas a tomarte una cerveza con un cliente.
“¡En la madre!”, dije yo. Porque claro que ya sabía qué cliente. Entonces voy y le digo al Eduardo: “Oye, fíjate que un cliente quiere tomarse una copa conmigo. ¿Cómo ves? ¿Me das permiso?”. Y me dice que sí.
— Pero nomás una copita, mi Ofe. Para tener contento al cliente. Eso sí, no te me confundas, porque hoy tú andas de mesera.
Haz de cuenta que le habló a la pared. Iba yo con toda la intención de que el otro me pidiera un servicio. Lo que es peor, manita: tenía yo la fantasía de que me llevara de a gratis. De no cobrarle. De decirle “usté no paga; usté nomás tráteme suave”.
Y ahí voy de pendeja. Me senté con él y empezamos a platicar. Pura cosa sin sentido me decía, ya andaba medio jarra. Yo creo me habré tomado unas dos cervezas, pero de la emoción ya andaba tan peda como él. Me empezó a dedicar todas las canciones que sonaban. Las de José Alfredo, Julio Jaramillo, Cuco Sánchez. Una antología completa de rancheras me cantó. “La Paloma Negra”, me estuvo diciendo toda la noche. Que porque a leguas se veía que yo era una mujer muy turbia. No se lo tomé a mal, pero no supe qué quería decir. “Me vas a hacer llorar, Ofelia. Vas a ser la reja de un penar”.
Todavía no cerrábamos cuando me pidió que me fuera con él. “Va a estar en chino”, pensé. Por el Lalo. Me esperé a que se metiera a la cocina y en chinga agarré mi bolsa y metí unos calzones limpios. Pa’ la noche. “Ya me voy, manita”, le dije a la Patricia. “Échame la mano con el patrón”. A regañadientes, pero me dijo que sí. Me salgo corriendo con el Vicente y ya en la calle que me encuentro con Eduardo. Sereno él, como que ya lo había visto todo. “Cuanto tú vas, yo ya vengo, mamita”. Y así es, el Lalo se las sabe de todas-todas. Imagínate que ni se enojó, ni me regañó, ni nada. Nada más me gritó desde la puerta:
— ¡Aguas, manita! Porque ésos son los que matan.
“Éste está pendejo”, pensé. Y me fui bien mona con Vicente.
Nos subimos a su coche, un vochito, y nos fuimos hasta el centro. Pasamos primero a los tacos de Bolívar, para que se le bajara tantito la peda. Fíjate, hasta me acuerdo exactamente qué pedí. Nomás dos de suadero, aunque tenía rete harta hambre. Pero una no se puede mandar con la comida antes de irse pa’l hotel. Él sí se pidió como unos ocho. De lengua. Salsita roja.
Me llevó al Mazatlán. Así que tonto-tonto no era. Porque ese hotel no lo conoce uno por casualidad. Por aquel entonces el cuarto andaba en unos ochocientos pesos, ¡imagínate! Ahora te cuesta unos setenta. Esos todavía no eran los nuevos pesos. Claro que lo pagó él. Entramos y ya sabes, los pasillos llenos de chichifos, puertas abiertas, los gritos. Lo que es el Mazatlán, ¿no? Desde entonces ya lo era. A mí me gustaba que me vieran, pero el Vicente era más reservado. Nos metimos al cuarto y yo me pasé luego-luego pa’l baño. A ponerme más cómoda.
Salgo yo bien mona, calzoncito rojo y el brasier que traía. No hacía juego, pero era el que traía. Y él tirado en la cama, esperándome desnudo. Te lo juro que me sentí yo en película de Jóligu. Como ésa de la Yulia, la de Mujer Bonita. Todavía no salía, pero haz de cuenta así. Me puso unos besos que para qué te cuento. ¡Fuertes, mijita! ¡Duros! Unos cuantos besos, no más, pero con esos tuve pa’ encularme.
Y ya, manita, empezó la acción. ¿Qué te voy a contar yo de eso? Si tú te las sabes de todas-todas. Eres una perinola, ¿verdá? Ya me han dicho. No, no, mijita, lo que es. Aquí no hay que sentir pena. Somos todas hermanas.
Ahí nos estábamos besando. Que si las caricias, que si las mordidas. Bien apasionados. Pero ahí también fue donde torció la puerca el rabo. Primero me quitó el brasier. Ya sabes cómo les gustan las chichis a los hombres. Y luego éstas tan caras, pues el otro estaba como niño en dulcería. Después de un ratito que se baja a los calzones. Yo lo traía bien acomodado, para que no se me notara, pero ya sin calzón no iba a haber cómo ocultarlo. Sudé frío, manita. Se me puso la piel de gallina. Me agarra de la cintura y me los baja. Aquello se me soltó todo, ya bien duro, y que me avienta pa’ la cama.
Primero pensé que se había calentado, que todo era parte del juego. Se monta en mis piernas, me agarra de los hombros, me zarandea y me suelta un cachetadón. En todo el hocico, mana.
— ¿Qué chingados es esto?
Me grita, agarrándome la reata. Me estaba lastimando, me enterraba los dedos en los huevos.
— ¡Dime qué chingados es esto!
Ay, manita, pero yo no sé si era pendejo o nada más se hacía, porque aquí, aparte del Lalo, no hay ninguna que trabaje y no sea vestida. ¡Pues si ése es el giro del bar! Aquí ninguna nació hembrita. Yo me saqué mucho de onda. No pensé que le fuera a sorprender. O que se fuera a hacer maje. El caso es que no supe responder. Me quedé como babosa allí tirada. Desnuda y con aquello de fuera. Y entonces empezaron los madrazos.
Uno tras otro, sin parar. En la cara, en los brazos, en la boca. Yo nomás veía su cara; estaba hecho una bestia. Me escurría sangre de los labios y salía volando para todos lados. Me tenía atrapada de las piernas. No me podía mover. Le salía casi espuma de la rabia. “¡Pinche puto!”, me gritaba. “¡Me mentiste, pinche puto!”. Me jalaba los pelos, me mordía las chichis. En algún momento hasta allá abajo me mordió.
Desperté en la cajuela. Primero no sabía ni dónde estaba. Traía el brasier sucio, de que había guacareado, y estaba medio vestida. Me había orinado. “Ora sí ya me chingué”, iba pensando. “Por pendeja, por pendeja, por pendeja”. ¡Vieras qué dolor de cabeza, manita! ¡Qué dolor de todo! Quería yo morirme, de verdad. Nada más quería que acabara ese dolor. Nunca he vuelto a sentirme así de mal. Era un ardor de chichi, de huevo, de todo.
Con la cola entre los cuernos, empecé a rezar. “Sálvame, padrecito santo”, iba diciendo. Porque no me lo vas a creer, manita, pero no me sabía yo ni una oración. Ni el padrenuestro. De niña mi mamá no me enseñaba nada de eso. Decía que los hombres no servían para nada y pues ella creía que yo era un hombrecito. No me llevó ni al catecismo ni nada. Lo poco que sabía de Diosito lo sabía por mi abuela. Ya ahora te sé mucho, pero por la Paty, por la Lola, que me han enseñado. Pero en ese entonces ahí como podía le iba rezando.
Se detiene el carro y abre el Vicente la cajuela.
— ¡Bájate, puto!
Pero yo no podía ni moverme, manita. De verdad. Él a fuerzas quería que me bajara yo solita y no había forma. Me había deshecho los huesos. Lo volvió a gritar un par de veces, pero yo estaba en calidad de bulto. Pues que me agarra de la cintura con un solo brazo. Tenía mucha fuerza el canijo o yo creo que era el coraje. Me carga y me avienta allí en el suelo. Ya tirada le siguió a los chingadazos.
Lo último que pensé fue en nuestra virgen. En la guadalupana. Pensé en su manto, en san Juan Diego, y le pedí que me llevara. Porque en este mundo hay que saber vivir, mijita, pero también hay que saber morir en paz. ¡Cuántas de las muchachas no se han ido así! Yo creí que a mí también me iba a tocar. Me encomendé a la Santísima y le dije “soy toda tuya, madrecita. Y que sea lo que tú quieras”.
El Vicente me desmayó a pura patada. “Puto, puto, puto, puto”, gritaba. Porque cómo les gusta esa palabra. Por eso usté no la repita, mija. Por respeto a las que matan con esos gritos.
Recuperé la consciencia en un hospital. Otra vez allá en urgencias, donde me atendieron de la chichi. Lo demás me lo contaron después. Que me habían hallado en la tarde, que fue un milagro que no estuviera desangrada. El pendejo me fue a aventar allá al Peñón, junto a la base militar. Unos soldados que andaban de descanso me encontraron y dieron aviso a la ambulancia. Ése yo creo que fue el otro milagro, porque los militares, así como son, bien pudieron haberme abandonado o pudieron acabarme de matar.
Me aventé unas tres semanas en el hospital. Se turnaban las chavas y el Eduardo pa’ cuidarme. Bien derechos ellos, porque ni una mala palabra me soltaron. Ni un regaño. Puro buen trato mientras estaba internada. Yo creo porque sabían que la lección la iba a aprender solita. Bien dicen que uno no aprende en cabeza ajena. Y es verdad, manita. Por eso yo lo más que puedo hacer es contarte mi historia.
Cuando regresé a la casa, todavía me tocó que me desgreñara la esposa del Vicente. ¡Pinche vieja! Se metió bien encabronada al bar a preguntar por mí. Como nadie le quiso dar razón se empezó a madrear a todas. Vino hasta la barra a sacarme de las greñas. Hasta la calle me llevó. De no ser por la Lola ésta tampoco te la cuento. La vieja gritaba y gritaba:
— ¡Pinche puto! ¡Querías violar a mi marido!
Hazme el chingado favor. Por eso todas me aconsejaron mejor no hacer denuncia. Porque así me iban a tratar en el mp. Yo dije: “ahí le paramos y cada quien se queda con su golpe”. Claro que el mío estuvo más grave. Pero qué le va a andar importando eso a la gente.
Desde entonces no me he vuelto a enamorar. No te miento, manita. Una ya no ve a los hombres igual. Hasta te empiezas a creer eso de que son todos unos cabrones. No te voy a decir que me desmadraron la vida, pero sí me marcaron para siempre. Y a Dios gracias que puedo vivir para contarlo.
Lo que yo te digo es: mira, yo no soy quien para prohibirte nada. Usté puede andar de novia con quien quiera. Si ‘orita crees que el Ramón es buen muchacho, ¡pues espérate un ratito! Que te lo demuestre. Porque eso de que tenga esposa, tenga hijos, y te quiera a ti andar ocultando, a mí no me huele nada bien. Te paso al costo el consejo del Eduardo: ¡Aguas, manita! Porque ésos son los que matan.