Aquella curiosa ocasión
Lo escuchó —“‘pa”— pero no levantó la cabeza. Derrotado una vez más. Encontrado una vez más. Pensó que sólo un imbécil como él era incapaz de esconderse en un mundo tan grande, todo lleno de rincones, con una noche tan oscura.
— ¡’Pa!
Se levantó de la banca y emprendió el camino a casa. El niño recogería sus cosas. El niño se encargaría de todo. Él sólo tendría que llegar a casa, bañarse, acomodarse una vez más y comenzar a vivir la vida que tanto anhelaba, la que se merecía, ahora sí.
¿Cuánto había pasado fuera esta vez? Ya no tenía chiste medir el tiempo, pensó. Siempre era igual, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado. Pero estaba envejeciendo. Volteó: el niño caminaba unos pasos detrás de él con la caja entre los brazos. Cómo le daba risa verlo así, cargando sus chivas de aquí para allá sin que se lo tuviera que pedir siquiera. También el niño estaba envejeciendo. Su señora, ¿cuánto tenía ya de muerta? De nuevo pensó que ya no tenía chiste medir el tiempo; un día o un siglo de muerta, ¿qué importaba? Estaba muerta y ya.
Llegaron al departamento. Era un lugar perpetuo, lleno de él, pero sin él. Era como ver su propio fantasma. Incluso tenía el mismo olor de siempre, a aire un poco pasmado, denso; su señora solía decir que olía a cobija vieja. No sucia, nomás vieja. Su señora era una buena señora y su hijo, bueno, los hijos son los hijos. Buen muchacho pero pendejón, pensó siempre. Ahí lo tenía atrás, esperando. ¿Cómo era? Bañarse, acomodarse y empezar a vivir la vida que se merecía. ¿Pero cómo? Quería un trago, pero ahí estaba prohibido, recordó, así que ahora no sólo quería sino que necesitaba un trago. Se metió al baño de inmediato, para apresurar el trámite.
Su cuerpo recibió el agua caliente con dificultades. Aquí y allá le ardían las llagas y cortadas que había acumulado durante ese impreciso periodo de tiempo. Los pies le ardían. Los ojos le ardían. La cabeza le ardía con furia. Pasados unos minutos comenzó a relajarse y pudo disfrutar. Todo se iba lavando poco a poco: las culpas, la resaca, el mucho sol y el frío ensordecedor, las lluvias, las hambres, algo de la confusión. Regresaba un poco del país lejano al que se marchaba su espíritu cuando estaba en la calle. Desandaba los pasos suficientes para pensar, con suma ingenuidad, que quizás ahora podría quedarse. Sí. Se enjabonaba y veía cómo se formaba un charco negro bajo sus pies. Veía, siempre con alegría, cómo se aclaraba el charco y pensaba: tal vez.
Si pudiera acordarse de cuánto tiempo tenía de muerta su señora. Era el mismo tiempo que llevaba en la calle de planta, como le gustaba decir. ¿Cuántos años tenía ya el niño? Ah, ¡el tiempo! Le sorprendía cómo era lo primero que se perdía, incluso antes que el pudor, que cualquier otra cosa. Era una especie de refugio o de tregua; el pasado sólo existía cuando se le ponía enfrente, como en esas ocasiones en que el niño lo recogía en la banca del parque o en la escalera del metro y lo llevaba al departamento para que se diera un baño, se cambiara de ropa y, quizás, esta vez se quedara. Qué cambiado estaba el niño en cada ocasión. Estaba envejeciendo, igual que él. Pero no tenía ni la menor idea de qué edad podría tener. ¿once? ¿cincuenta? ¿Y él? ¿Y qué importaba, en realidad? Aunque llevara un millón de años en la calle, no podría quedarse. Pero sentía curiosidad y, además, acurrucó la posibilidad de que, recordándolo, el tiempo también lo recordara a él. Extrañaba el tiempo.
— ‘Pa —el niño tocó la puerta con cuidado. Te dejo tu ropa aquí afuera.
El niño siempre le había llamado mucho la atención. Lo quería. Sí, claro que lo quería, pero no le caía tan bien. Ni modo. Lo mismo su señora: la quería, pero no le gustaba mucho estar cerca de ella. Por eso sus ausencias. Además, ni a la señora ni al niño les gustaba que bebiera. Pero sí los quería. Eran ese tipo de cositas —“te dejo tu ropa aquí afuera”— las que lo irritaban sin remedio. A él le parecía que el niño era marica. ¿Por qué tenía que dejarle la ropa ahí afuera, en el pasillo, cuando él bien podía ir a su cuarto, escoger su ropa, vestirse? Así lo había hecho la señora: sumiso, dejadote y, a la muerte de ella, el niño se había vuelto el sirvientito de todo el mundo. Modosito, jotito.
— ‘Pa.
Él guardó silencio.
— ¿Ya terminaste?
“Hijo de tu puta madre”, pensó, y se descarriló hacia una escena antigua, una de las pocas que recordaba con claridad. Él trabajaba: maestro de matemáticas en una secundaria, turnos matutino y vespertino. Las matemáticas sí le gustaban; alguna vez, incluso, se había sentido un poco inflamado por ellas, pero los muchachos de la secundaria, unos animales, le habían arruinado el alma, según se decía a sí mismo. Le quedaban el confort de su casa, la cerveza y el tequila, el noticiero. Amigos ya no. Nadie lo quería cerca, aunque él creía que era él quien no quería a nadie cerca. Para arruinarle lo poco que tenía, por supuesto, estaban su mujer y el niño. Los quería, sí, pero una era medio idiota y el otro marica.
Un día de aquel entonces, pues, llegó a la casa después de trabajar y se encontró con que no había nadie ahí. Se asomó a la cocina y estaba impoluta, cazuelas, platos, todo guardado. En el comedor, nada. Las camas hechas. Todo igual, salvo que no había nadie —bien— ni nada de cenar —muy, muy mal. Abrió una cerveza y se la terminó en un santiamén, casi de un solo trago. Abrió otra y, a la mitad, empezó a enfadarse. Abrió otra y, a la mitad, ya estaba encabronado. Abrió el tequila, que guardaba para los fines de semana. A la mitad de la botella, poquito más, llegaron la señora y el niño. Él ni se fijó en el brazo enyesado del niño ni mucho menos escuchó que la señora le había dejado una nota sobre el comedor; lo que hizo fue perseguir y destruir. Al niño le sacó el yeso a la mala y lo estrelló en el suelo. A la mujer casi la mató y se salió de la casa. Ésa fue la primera ausencia y duró apenas veinticuatro horas. Regresó y recibió el perdón con la condición de que dejara de tomar, y así lo hizo durante once largos, muy largos años, hasta que se murió la señora y se detuvo el tiempo.
— ‘Pa, ¿ya terminaste?— repitió el niño, un poco más fuerte.
— Hijo, discúlpame —dijo—, por favor, discúlpame.
— Jefe…
La palabra mágica. Eso también lo recordaba bien. Era una historia para la radio: alguna noche, él se pasó un alto y lo pararon. Iban los tres en el carro. Cuando se acercó el policía de tránsito, él bajó la ventanilla, le dijo “jefe” y sacó un billete de doscientos pesos. El policía se fue y la bronca terminó. Fácil. Al día siguiente, él veía un partido cuando el niño se le acercó y le dijo: “Jefe”. “¿Qué?”, le preguntó, y el niño se quedó inmóvil. “Jefe”, repitió el niño, y él entendió. “Pendejo no eres”, le dijo, lo cargó y lo puso a ver el juego, abrazándolo.
En fin, ése era el momento en el que salía del baño, el niño le entregaba —dulce venganza, quizás— un billete de doscientos, quinientos pesos (una vez le dio mil), y él se marchaba de nuevo con ropa limpia. Lo hizo sin ceremonia. En el pasillo, frente al niño, se vistió, aceptó el billete —cincuenta pesos—, tomó la caja llena de cobijas, corcholatas, piedras, papeles, fierros y demás chatarras, y salió del departamento.
— ‘Ma— dijo el hombre y abrió la puerta de la recámara—. Ya.
— ¿Cómo está?
Él levantó las manos e inclinó un poco la cabeza. Su madre tenía la cobija hasta la barbilla. El olor en la habitación era insoportable.
— ¿Se bañó?
Siempre la misma canción; años de la misma canción.
— Sí. Vino, se bañó y se fue.
— ¿Cenó?
— Hace mucho que no cena aquí, se lleva la comida.
— Ya.
El niño comenzó a cerrar la puerta para marcharse. Ya no soportaba pasar más tiempo del estrictamente necesario en ese departamento.
— Hijo —dijo la señora cuando el niño casi había desaparecido.
— ¿Sí?
— ¿A qué estamos hoy?
El niño revisó su celular.
— Dieciocho. Dieciocho de agosto.
— Ya —se levantó un poco, apenas para verle bien la cara. ¿Y qué día fue que me morí yo?
— Noviembre. Veintinueve.
— Ya hace mucho, ¿verdad?
— Ya —hizo cuentas, rápido. Yo tenía quince. Ya más de quince, entonces.
— Ya hace mucho. Pero bien que me acuerdo de aquella curiosa ocasión.
El niño volvió a abrir la puerta y se recargó en el marco.
— ¿Cuál?
— Cuando me lo encontré, ¿te acuerdas? —sonrió un poco. ¡Y la misma semana en que me morí! Ay, no, pobre. Se puso blanco, blanco. Y yo, qué bruta, ¡ya nos cachó! Y no. Nomás apretó un poco el paso. Ni volteó.
— Un día deberías salir y verlo, a ver qué hace.
— Ay, no, pobre— volvió a poner la cabeza sobre la almohada. Y es capaz de querer quedarse. No, no.