Tierra Adentro
Ilustración realizada por Axel Rangel

A Clara

I

 

La vida es el accidente sublime del universo. Formada a tumbos, se yergue con la parsimonia del aburrimiento. Le bastan tiempo y energía para surgir airada, cubierta por el barro y el azufre. Apenas parida por el caos, por la materia que contamina al vacío del orbe, la vida no sabe que está viva y aun así desea seguir estándolo. Lo logra al repetirse: se perpetra, primero como copia y después como variación. Muta, reinvención de sí misma. Puebla y rediseña a los pocos planetas privilegiados por su aparición. Su única norma es la escasez.

Nosotros ─este homínido precario, finito en toda escala─ no distamos mucho de la bestia que conquista y engulle valiéndose de las fauces que, sin saber cuándo ni cómo, le fueron dadas por la Naturaleza: usamos a la razón más o menos de la misma forma. Desde que nos volvimos conscientes de nuestra existencia y nos animamos a cuestionarla, la búsqueda del secreto de la creación se convirtió en una manía común. Toda civilización ha sido sembrada sobre una cosmogonía. Cada pueblo ha buscado explicar cómo fuimos creados y cómo obtuvimos la capacidad de crear.

La condición humana es la del narcicismo ecológico. Puestos por nosotros mismos en el centro del mundo, hemos arrojado al aire varias preguntas, algunas menos incontestables que otras. ¿Quién nos volvió proclives a fundar ciudades, fisionar átomos, detonar cohetes? ¿Qué aleja a los otros seres de hacerlo también? ¿Por qué parece que, a pesar de las diferencias que nuestra vanidad se esfuerza en recalcar, estamos íntimamente emparentados con ciertos de esos organismos cuya vecindad subestimamos?

 

II

 

Vale la pena imaginar a Darwin, sentado en la popa de su Beagle. Lichtenberg, aventajándole una vida, lo acompaña. Ambos miran el contorno de las Galápagos. El barco es visitado por una parvada de pinzones.

El inglés se ocupa en explicar las buenas nuevas que trajo el siglo XIX, ajeno a su interlocutor. Algunas conjeturas matemáticas y algunas fuerzas naturales fueron sometidas por el entendimiento. Refiere que él mismo se dedicó a hurgar en el origen de la diversidad de la vida. Encontró respuesta en la variación, consecuencia necesaria del apareamiento. Supo que, según el principio de la herencia, toda mutación seleccionada para sobrevivir tiende a propagar su nueva forma. Debajo del quehacer de la evolución, cada organismo de la Tierra guarda parentesco con los que lo rodean.

El alemán asiente. Confirma que los impulsos de la vida pueden explicarse como se explica la gravedad, la lluvia, los eclipses: prescindiendo de supersticiones. Es menester del tiempo acortar a la ignorancia humana. Él sabe que incluso Darwin desconoce la materia de la que está hecha la herencia, pero confía en que tal asunto dejará de ser un misterio en otros tiempos futuros que tampoco vivirá. Alzando la mano, roza un pinzón en pleno vuelo. Se atreve a preguntar:

─¿Dónde mudaremos a Dios? Ya no quedan huecos que le encajen.

 

III

Crear es emular.

Crear es proyectar, extender los alcances del cuerpo. Crear es duplicar al mundo con la materia asible por nuestras manos y neuronas: palos, piedras, ideas. Crear es, en principio, copiar una realidad en otra. Incluso al imaginar un Dios creador confirmamos ese planteamiento: nos gusta suponernos imitación, hecha a imagen y semejanza suya.

Cuando la Biología Molecular comenzó a cernirse como disciplina, en la primera mitad del siglo XX, el público que alcanzaba a enterarse de ciertos descubrimientos se preocupó por una posible aspiración científica de convertirnos en los usurpadores del poder divino. Desde entonces, cada intento que hemos hecho por modificar o inmiscuirnos en la esencia genética de los seres vivos ha sido nombrado con un lugar común: jugar a ser Dios.

La frase anterior abandonó la literatura y se mudó a la divulgación científica cuando apenas éramos capaces de intervenir el genoma de algunas bacterias, convertidas en nuestras fábricas personalizadas de proteínas. Como suele ocurrir, la polémica se diluyó con la aparición de varias aportaciones que beneficiaron al ciudadano común. Por ejemplo, sin la Ingeniería Genética no tendríamos la insulina recombinante que les permite sobrevivir a los cientos de millones de enfermos de diabetes tipo 1 que habitan el mundo.

Ideada por Stéphane Leduc en 1912 y nacida casi un siglo más tarde, la Biología Sintética terminó de materializar a los temores que fueron despertados en ciertos grupos religiosos desde que se anunció la existencia de Dolly, la famosa oveja clonada por el Instituto Roslin.

A diferencia de las proposiciones de la Ingeniería Genética, las de la Biología Sintética no se centran en potenciar las características de ciertos seres, sino en inventar funciones que no están presentes en la naturaleza. Así pues, el trabajo del biólogo sintético va mucho más allá de la simple reprogramación de la vida: la diseña desde cero.

Lo cierto es que los organismos, palabras más, procesos menos, son máquinas. Estas máquinas se diferencian de la materia inerte porque son capaces de importar energía y emplearla en el ocio metabólico que implica la supervivencia. La complejidad de los sistemas que integran a los seres vivos reside en su autogestión: están llenos de circuitos que se retroalimentan y desencadenan mutuamente. La Biología Sintética, después del estudio minucioso de los circuitos genéticos existentes, planteó el desarrollo de los propios.

Los genes son las unidades básicas de la herencia. Están compuestos por ácidos nucleicos, moléculas que no llegaron a ser conocidas por Darwin ni por sus acólitos cercanos. Los genes dictan la fisiología del organismo que los porta: determinan su diseño, sus componentes y los procesos que los interrelacionan; algunas presiones externas y algunas sustancias secretadas por el propio organismo modulan su expresión.

El diseño de un circuito genético es conceptualmente idéntico al de uno electrónico. Gracias al uso de conectores lógicos y aritméticos propios de la teoría de control, es posible crear organismos que se comporten como queramos y produzcan lo que necesitemos. La Biología Sintética nos permite ensamblar células como si de computadoras se tratase.

De la misma manera en la que los boy scouts convocan reuniones globales, el Instituto Tecnológico de Massachusetts tuvo la idea de fundar un jamboree anual para los jóvenes amantes de la Biología Sintética. Desde el 2003, International Genetically Engineered Machine (iGEM) es la competencia más importante en materia de creación de sistemas biológicos. Estudiantes de preparatoria, licenciatura y posgrado se organizan en equipos con los que dedican el verano al diseño de circuitos genéticos. La analogía es pueril: trabajan ensamblando bloques, como quien construye casitas de legos.

Un BioBrick es un trozo de material genético que se nombra y clasifica en relación a su papel dentro de los circuitos que integra. En el Registro de Partes Biológicas Estándar se reúnen los más de 20,000 BioBricks que han sido desarrollados hasta el día de hoy. Se busca que esta y otras bases de datos faciliten el acceso universal a los bloques constituyentes de los circuitos genéticos, con el fin de que sus alcances se diversifiquen.

Dotados con un kit extenso de BioBricks y de maquinaria pertinente, los participantes del iGEM ─divididos por categorías─ se encargan de diseñar, ensamblar y poner en práctica diferentes proyectos que buscan la solución de una problemática a partir del uso de organismos sintéticos. A lo largo de las últimas dos décadas, los ganadores del concurso han logrado hitos científicos impresionantes, cargados de ingenio y paradójica simplicidad: desde bacterias con luminiscencia programable hasta varios tipos de organismos que hacen las veces de biosensores capaces de detectar enfermedades y contaminantes ambientales. Gracias a estas aportaciones, la vida dejó de ser vulnerable a la intervención de la ingeniería: se convirtió en una de sus herramientas.

Incluso asimilando de buena gana al conflicto moral derivado de nuestro papel creador, es imposible no notar un hecho que resulta sorprendente y peligroso: Dios nunca ha sido tan eficiente como nosotros. Los procesos evolutivos que antes tardaban eones enteros en concretarse, ahora pueden ser replicados en cualquier laboratorio que cuente con el equipamiento adecuado.

Durante la mayor parte de nuestra existencia civilizada, modificamos a la vida valiéndonos apenas de la selección artificial, hipertrofiando cereales y domesticando bestias. Sin planearlo, convertimos a nuestras manos en otra fuerza evolutiva. Ahora, con el auge de las quimeras biotecnológicas, hemos transgredido irreversiblemente a la naturaleza.

Como toda promesa en ciernes, a la Biología Sintética se le debe tratar con prudencia y rigurosidad. Es necesario, en primer lugar, que se divulguen sus objetivos y sus logros inmediatos. Después hará falta que se debata su pertinencia en el ámbito científico: plantear el por qué y el para qué existe como disciplina. Finalmente, si es que ha superado las indagaciones de la comunidad global, tendrá que democratizarse, minuciosamente regulada por los estados del mundo. Esta es la única manera en la que evitaremos su uso con fines terroristas y su aprovechamiento como una excusa de eugenesia.

Nos encontramos en un trance que no puede resultarle ajeno a ningún miembro de nuestra especie.

La vida palpita y se retuerce, a merced de nuestras manos.

¿Qué haremos de ella?

 

 

IV

 

Vale la pena imaginar a Darwin, sentado entre el público de la premiación del iGEM en turno. Lichtenberg, también desplazado de golpe al siglo XXI, lo acompaña.

El inglés no cabe en su asombro: acaba de descubrir no sólo la existencia de las moléculas encargadas de la herencia, sino también la forma en la que los humanos del futuro han sido capaces de modificarlas y sintetizarlas a voluntad. Invalidado el principio de selección natural, el diseño de los seres vivos devino en una ausencia de evolución, madre de organismos sin estirpe.

El alemán entiende poco de los tecnicismos que se detallan, pero comprende a la perfección lo que está ocurriendo en frente suyo. Recuerda que, durante el tiempo en el que le correspondió vivir, los humanos se desgastaban inventando excusas causales para creer en un Dios del que no se podía saber nada. Ahora, los científicos gozan incluso de la certeza de la creación. Sospecha la posibilidad de que esas maravillas inventivas se apliquen también en el propio cuerpo, alterándolo, alejándolo de la forma homínida que solía tener. Sabe que se encuentra ante un grupo de hombres y mujeres cuyas acciones están encauzadas en dejar de serlo.

Preocupado, hace una última pregunta:

─¿Dónde mudaremos a la raza humana? Parece que ya no quedan huecos que le encajen.