¡Vamos a hacer una revista!
Quizá todos tenemos un amigo o conocido al que se le ha ocurrido en algún momento esa transgresora y nunca antes concebida idea de hacer una revista. En el fondo, la iniciativa responde a la decisión de implantarse en el presente, de incidir en el contexto cultural, de insertarse y ser partícipe del diálogo contemporáneo. Dudo que alguien piense que al hacer una revista se está asegurando el estudio posterior de ese corpus hemerográfico. La revista no está necesariamente proyectada hacia el futuro y la permanencia, como sí podría estarlo un libro. Nadie piensa en la revista como un artefacto para ser leído al paso de los años, porque, se sabe, su envejecimiento es casi inmediato y puede llegar a ser patético.
Hacer una revista es la mano levantada de un grupo de escritores, intelectuales o entusiastas diciendo, aquí estamos y también tenemos una opinión. Y en el fondo, esa amenazante expresión —¡hagamos una revista!— es al mismo tiempo otra de decir ¡hagamos política cultural! Ese universo del presente en el que se desenvuelve o sobre el que se toman decisiones en una revista tiene que ver con la intención y voluntad de intervenir en el presente y modificarlo. Al final, la revista termina siendo un pulso del estado cultural y libresco, es donde se desarrolla la discusión de la producción literaria, pensada más hacia el futuro: una arena en tensión, un termómetro de lo inmediato.
Se piensa en la revista, aun hoy, como un apéndice de la cultura del libro, como un corpus menor y pocas veces como un órgano fundamental que ayuda a dar salida a los opiniones sobre la producción literaria. Lo cierto es que a través del estudio de las revistas culturales se puede dar cuenta de la historia de las ideas o historia intelectual, las relaciones de poder, prestigio y costumbres que muchas veces no se logra discernir en los libros editados en ese mismo contexto temporal. Es decir, la historia intelectual de los libros y la historia intelectual de las revistas, aunque no sean del todo discordantes, sí son al menos correlativas y ayudan, en su conjunto, a reconstruir un momento cultural determinado.
Por otro lado, pienso en un comité de redacción hipotético —esto no pasa en la vida real— que tiene que debatirse entre publicar un texto muy bueno, afín a sus consideraciones estéticas o uno que responde más a una coyuntura, a un momento que podría beneficiar a la revista a la hora de ganar lectores y generar un diálogo interno o una discusión mayor con otras revistas. Las decisiones que se tomen al respecto, número tras número, van dibujando, o desdibujando, en su caso, algo que podríamos llamar la política de la revista; pero pensemos que la política de la revista está siempre en constante tensión, no es algo terminado ni inflexible, porque justo el carácter inmediato —el presente— es lo que va generando discurso, marcando pautas y reelaborando los principios de una revista. Retomaría aquí algo que Beatriz Sarlo ha llamado sintaxis de la revista, como una forma de organizar, discriminar y hacer selección. Esta sintaxis abarca también ámbitos como el diseño, el tamaño de una tipografía, la forma de titular, el lugar en el que se inserta un texto, el aprovechamiento de la coyuntura y la alineación de enfoques y puntos de vista.
Las decisiones de un comité de redacción corresponden a una política implícita, pero también a una estrategia para buscar o conservar lectores, identificar los temas y las posturas que podrían generar una discusión, no sólo con otras revistas, sino dentro de un mismo número, en el microuniverso que representa cada revista.
Otra de las formas de ejercer la sintaxis tiene que ver con la inclusión de otras tradiciones, cuando se trata de revistas que insertan otras literaturas, al momento de decidir qué obras y autores es pertinente traducir. Y todo esto tiene que ver con lo juicios de valor, tanto de la selección de textos como de su organización.
En cierto modo, la revistas son cápsulas del tiempo. Revisarlas a la distancia nos permite conocer la temperatura de aquel momento, las discusiones, pasiones y la valoración que un grupo hacía de su presente. Y sí, también era un intento de fijar y promover a ciertos grupos, porque, ya lo dijimos, la selección siempre es un acto de discriminación y poder.
Finalmente, y sólo para dejar el tema sobre la mesa, haría falta hablar sobre los retos de la nuevas revistas digitales. El grito ya no es ¡hagamos una revista!, sino ¡hagamos una revista digital! Estas revistas son, por un lado, herederas de una larga tradición y, por otro, pioneras en la exploración de las nuevas formas de leer. El oficio de los editores y los comités de redacción ahora deberían estar tan pendientes de los textos como de las nuevas tecnologías, diseños y formas de desplegar contenido en un celular, una tableta o una computadora. La proliferación de revistas digitales responde también a la necesidad de diálogo y socialización de los nuevos discursos y contenidos, ya no hablamos solo de libros y pintura, sino de cómic, cine, transmedia, espectáculo, series de televisión, deportes; es decir, la cultura entendida como una realidad en la que puede caber todo. Pero hacer una revista digital no es subir un pdf del impreso para que sea descargado, sino que llega a ser un trabajo sustancialmente distinto al de una revista impresa: tiene su propia sintaxis, exige ordenamientos distintos, incide, incluso, en la extensión y jerarquización discursiva interna de los textos. El reto es precisamente entender que las formas de lectura sí han cambiado y que en las posibilidades de lo digital se encuentran las herramientas necesarias para paliar la progresiva desaparición de las revistas impresas. Habría que preguntarnos dónde están aquellos lectores que se enfrentaban al papel. ¿Desaparecieron? O están ahí, detrás de una pantalla, a la deriva, en un vertedero de información, esperando que aparezca ante sus ojos algo que los haga dar click. La migración digital es inminente y hoy por hoy hablamos de una coexistencia de lectores en papel y digitales.
Habría que preguntarse también por aquéllos que nunca se enfrentaron al impreso, los nativos digitales que no conciben otra forma de acceder a contenidos, esa comunidad que, en unos años, ni siquiera echará de menos a las revistas que, al menos durante el siglo pasado, fueron tan relevantes para la historia de la cultura en México. No son los lectores quienes deben sobrevivir a los cambios, son los editores los que tiene que adaptarse a esas nuevas formas de leer.