Tierra Adentro

 

A partir de Arnold Schöenberg y Alessandro Baricco, el ensayista Luis Arce habla acerca de la fugacidad de la nueva música. Asimismo establece un paralelo con una literatura que ha dejado de lado el tiempo y exalta las propuestas artísticas que pierden su sentido simbólico.

Pocas constantes, acaso ninguna, son tan afines a nuestro tiempo como la necesidad de las manifestaciones artísticas, y sus creadores, por desafiar cualquier convención o categoría. Si a esto sumamos la sobreproducción de propuestas, realizar una lectura de dichas manifestaciones resultan difusa, acelerada y escasamente crítica. En música, entendida más allá de la torpe distinción entre música popular y música culta, el fenómeno es aún más complejo. Con el arribo de internet y el surgimiento de plataformas destinadas a la promoción del trabajo musical, toda producción y estilo devinieron accesibles y aparentemente legítimos. Sin embargo, la gran mayoría de estas manifestaciones raramente son sometidas a una revisión necesaria.

En uno de los ensayos seminales de su Style And Idea, Arnold Schöenberg se decide a definir tres conceptos sumamente complicados para el entendimiento musical. Su propósito consiste en establecer los parámetros que se utilizan en diversas ocasiones para explicar los contenidos de una obra, sin que estos hayan sido entendidos en su totalidad. Tanto el estilo, como la idea y la new music, son abstracciones de relación que sólo existen en términos de otras abstracciones. Hasta ahora resulta imposible hablar de cualquiera de ellos sin recurrir a otros conceptos afines. El mismo Schöenberg precisa la existencia de una new music a partir de una diferenciación radical frente a lo que llama Outmoded music.
Para definirlo de una forma escueta pero inteligible, Schöenberg habla de los dos conceptos en términos de transformación, el escenario incierto donde el sentido se sustrae a un estrato teórico de constante movimiento. Puede, sin embargo, que este ideal no corresponda enteramente con la época donde ha surgido. Alessandro Baricco solía referirse a la música contemporánea, surgida bajo este pensamiento, como un «verdadero lujo», reprochándole que se había alejado de su público para convertirse en una escultura artificial, más cercana a la mentalidad que a la sensibilidad. Baricco, por supuesto, se refiere explícitamente a la música culta. Para él, su génesis y ruptura tiene un punto clave de comienzo, precisamente situado en uno de los primeros experimentos radicales de Arnold Schöenberg: «Drei Klavierstücke, Op. 11». En esta pieza, el austriaco representa dos instancias diferentes de transformación: de inicio, una estructural, pues la pieza es uno de los ejemplos tempranos de las implicaciones que la atonalidad podía ofrecerle a la música; en segunda instancia la pieza generó un modo de comprender una composición musical alejado de cualquier convencionalidad o sentencia del espíritu. Esta obra, para ser comprendida en su totalidad, y más aun, en la verdad de su totalidad, apelaba al ingreso de la inteligencia y no sólo al constante decantar de las emociones. El hecho es que, más allá de sus consecuencias en el mundo de la música culta, Schöenberg había creado una manera diferente de comprender el fenómeno musical: el sonido y la idea detrás de este, asumidos como injerencia, las consecuencias de dicho acto vistas como intervención.

No puedo imaginar una sensibilización más radical y coherente de esta fractura que la constante transformación de la forma en que entendemos la música actualmente. Aunque puede asumirse como un tropiezo de concentración y una triste presunción por la extraordinaria posibilidad de estar en toda tendencia y en todo momento relevante de la realidad musical, es un hecho que los escuchas se han diversificado de tal forma que toda clasificación se ha vuelto inútil. Esto no implica que el estilo o los métodos de manufactura de una obra sean ajenos a la estructura del catálogo, mucho menos quiere decir que estén exentos de observaciones puntuales, pero nos coloca frente a la necesidad de cuestionar dichas fracturas en la atención de los escuchas. Implica preguntarnos por qué las clasificaciones son, hoy día, una estructura poco menos que inútil.

Definir un estilo musical en particular tiende hacia una convención más terrible, implica la tentación de pensarlo en términos absolutos. Sin embargo, debe aclararse que cualquier aproximación difícilmente elude una categorización de estilo, el establecimiento de un centro de gravedad o la identificación de la índole de su riqueza. Ese algo no es más que su relación con otros métodos, lecturas y mecánicas de apropiación, algo que ha transformado la noción de estilo musical en una amplia gama de fracturas estéticas que pueden partir del extrañamiento o la experiencia, pero que buscan redefinir el concepto industrializado de la producción musical.

El estilo puede negarse totalmente a una reducción racional. A veces surge por una espontaneidad impropia y hasta grosera ante aquello que parece enteramente razonable. Ningún acto del llamado american underground, surgido a mediados de los ochenta como un gesto repulsivo contra la identidad corporativa de Norteamérica, se entiende sin el conocimiento de esta negativa: todo proceso que ha transformado la música lo ha hecho mediante una lectura precisa de lo acontecido anteriormente, partiendo desde ese punto para realizar algo completamente discrepante.

Devolver la pertinencia del pensamiento respecto a estos procesos requiere de una consistencia crítica casi imposible porque el periodo en el que fabricamos herramientas y expresiones musicales se ha convertido en una abstracción difícil de encapsular, ajena a las categorías y con una capacidad impresionante para reinventarse sin mucho alarde. Dondequiera que exista una mención de lo nuevo y arriesgado, existe necesariamente una alusión, tácita o no, a aquello que no lo es. Esta relación se ha hecho cada vez más evidente debido a la proliferación no tanto de propuestas, sino de sitios para divulgarlas.

Desde la revolución protagonizada por MySpace a mediados de la década pasada, la utilización parcial o completa de los espacios destinados a la difusión de propuestas musicales ha estado saturada de una forma que cualquier criterio curatorial consideraría irresponsable. Toda clase de agrupaciones ha actuado bajo la sombrilla de este acontecimiento. Esto motivó una lenta transformación para la parte más corporativa de la industria musical. De pronto las grabaciones de estudio resultaron irrelevantes en términos monetarios, privilegiando las presentaciones en vivo, simplemente porque resultaban más rentables. Esta relación beneficia al músico y al corporativo, y en última instancia al escucha, que puede disfrutar, en mayor número de ocasiones, sus actos predilectos en vivo. Esto habría alegrado a una mentalidad como la de Benjamin, quien prefería la música en vivo a la grabada. Por supuesto, Benjamin trataba con una confección musical totalmente distinta a la nuestra. El suyo era un espacio de apropiación directamente relacionado con la música culta. La música popular, en cambio, debe gran parte de su evolución al material grabado. Bastaría recordar que la apropiación de una pieza musical, al ser realizada en vivo, abre un intervalo entre la expectativa y la emoción. Es un conocimiento que en ciertos momentos sucumbe ante la preeminencia de lo emocional o contradice valores estilísticos que apreciamos en la inteligencia. La máxima propuesta por Alex Ross, «listen» en lugar de «hear», se contraviene aquí, debido a que ningún festival de música popular va más allá de las emociones. En él, manifestaciones y estilos conviven de forma natural, pero raramente incluyen inteligencia que consiga cuestionarlos, es decir, un escucha atento.

Así, el fenómeno musical ha comenzado a decantarse por la prepotencia del espectáculo. Cada vez se realizan más festivales y se apuesta más por las giras extensas de los artistas, otorgándoles a estos menor tiempo de reflexión y desde luego, menor tiempo en el estudio. Creer que las personas escogerán la atención y la crítica sobre la vigencia y el aprovechamiento de la oferta es algo que parece ir en contra de nuestro momento histórico, en el que estilo y criterio son dos valores cada vez menos relevantes.

Uno de los atributos más interesantes de nuestra época es la transformación de la ansiedad en un efecto ordinario y común de la realidad. Necesitamos sentirnos presentes en una amplitud de situaciones y vivencias que ya no pertenecen a la suspensión del instante; sino a la consolidación de un pensamiento altamente acelerado. Por supuesto, esto no quiere decir que apreciaciones profundas y significativas no puedan suceder o desarrollarse, pero aparentemente encontrarse con ellas es sólo factible en los territorios de la atención y la pausa, no así en la incesante persecución de la tendencia.

Detengámonos ahora a pensar lo siguiente: la multiplicidad y aceleración de nuestra vida cotidiana ha transformado el entendimiento en algo más parecido a un parpadeo que a la apreciación de la luz. La información ha dejado de ser un sinónimo de conocimiento y se ha convertido en un símil de data. Para entender eso quizá baste con echar un vistazo a nuestra bandeja de entrada. Toda clase de mensajes y correos basura sobreviven ahí, a pesar de la intrascendencia y el despropósito de sus contenidos. En ellos se resguardan recuerdos, apostillas, ridículas cadenas de mensajes que nadie se atrevió a finalizar, un abrumador inventario de lo acontecido en nuestras vidas en su forma más irrisoria. Resulta imposible, para cualquiera con un razonamiento más o menos equilibrado, una revisión bien pensada de lo acontecido en esta bitácora. De manera similar, la enorme cantidad de revistas supuestamente especializadas, blogs de contenidos y páginas que procuran siempre mantener mayores argumentos para conseguir followers que una curaduría mínimamente interesante y asumida con una mentalidad crítica, han decantado en una severa falta de pensamiento en torno a la exposición continua de la cultura musical.

 

Portada 2

 

Gran parte de la música contemporánea es también un no-lugar.[1] Pasamos entre sus canciones, podemos verlas, estar dentro y luego ignorarlas. Esta música ha comenzado a petrificarse en el estado que corresponde a los edificios. De alguna manera, en nuestra apreciación empieza a superponerse una aceleración fortuita a nuestra capacidad de darle sentido al escucharla. ¿Cómo podemos entonces concentrarnos en realizar un ejercicio que la industria misma ha decidido rechazar? ¿Cómo podemos ir más allá de la tendencia y explicar nuevamente las relaciones y fracturas entre diversos estilos musicales sin caer en el angosto río de la futilidad?

Me atreveré, de alguna forma, a proponer una idea: ningún paradigma en la cultura popular ha probado ser lo suficientemente puro como para evadir el sentido de la diferencia. Y ninguna inteligencia lo suficientemente atenta encontraría algún paradigma carente de lagunas. Son estas aberturas —casos como los de blogs dedicados únicamente a la difusión de obras editadas en el pasado, como el legendario Mutant Sounds, uabab, e incluso UbuWeb— y estos síntomas —la imposibilidad del público contemporáneo para escuchar un álbum en su totalidad, por ejemplo— los que lentamente transgreden hacia un espacio de armonía donde la música puede adquirir un estilo que la torna precisa y, finalmente, le entrega una forma definitiva, tan única que es reconocible más allá del gusto o los cuestionamientos estéticos. Aunque esto suceda a una velocidad ridícula, la solución ante el deterioro de la atención y la sensibilidad parte de una noción sorprendentemente simple: Maurice Blanchot explicó alguna vez que «la lectura es un acto que exige mucha más inocencia que consideración»; lo mismo sucede con la música que escuchamos. Y esta, asumida como uno de los motores elementales de la cultura, siempre nos invita recobrar la inocencia para escucharla, inocencia que alguna vez nos impulsó a explorar un blog, comprar un disco compacto o asistir completamente emocionados a un concierto. Dichas emociones suceden cada vez con menor frecuencia, pero si nos detenemos para encontrar estas fracturas tan únicas, es probable que lleguen a constituir un valor característico de nuestra forma de escuchar, una abstracción construida a partir de la revisión y el cuestionamiento, y a la que podamos considerar genuina. Un acto, finalmente, de intervención.

 

[1]Los «no-lugares», en términos de Marc Augé, resultan ser aquellos sitios dispuestos para transición acelerada de las personas. Vías rápidas, aeropuertos, así como medios de transporte o centros comerciales. Otra forma, más asequible para entenderlos, es nominarlos simplemente como lugares de paso.