Tierra Adentro

El mundo de la danza no sólo lucha contra la falta de apoyo y las instancias educativas, sino contra sí mismo
. La coreógrafa Leonor Maldonado se acerca a las distintas definiciones que existen sobre qué es la danza contemporánea y pone énfasis
 en el contexto social desde el que practica la disciplina.

Cuando digo que soy bailarina y coreógrafa de danza contemporánea, tengo la sensación de que el espacio de posibilidades que se abre para entender a qué me refiero es enorme. Y, dentro de ese espacio, lo más probable es que la otra persona se imagine algo completamente diferente a lo que hago. ¿En qué pensamos cuando hablamos de danza contemporánea? ¿En cuerpos? ¿En movimiento? ¿En tiempo y espacio? ¿En virtuosismo? ¿En otros cuerpos que conmueven a los propios? ¿En educación normalizada? ¿En recortes presupuestales? ¿En política? ¿En ballet? ¿En folclore?

En la búsqueda por entender qué tan grande es el espacio que se abre, encontré un artículo que escribió hace unos años mi colega Esthel Vogrig, titulado «Dime qué idioma hablas y te diré qué es danza contemporánea», en el que se dedicó a buscar definiciones en diferentes idiomas y a comparar lo que hacemos con lo encontrado en Wikipedia o en el imaginario de la gente. Así, la definición en español que encontró coincide tristemente con las versiones en inglés, francés e italiano:

La danza contemporánea es un tipo de expresión corporal que está basado en la técnica del ballet clásico, y que conlleva menor rigidez de movimientos. Es una clase de danza en la que se busca expresar, a través del bailarín, una idea, un sentimiento, una emoción, al igual que el ballet clásico, pero mezclando movimientos corporales propios del siglo XX y XXI junto con pasos tradicionales de cualquier rama del ballet. Esta danza es cien por ciento interpretativa, sus movimientos se sincronizan con la música tratando de comunicar un mensaje. Una característica distintiva es el uso de multimedia para acompañar las coreografías, como video e imágenes usados de fondo. Su origen se remonta hasta finales del siglo XIX, buscando una alternativa a la estricta técnica del ballet clásico, empezaron a aparecer bailarines danzando descalzos y realizando saltos menos rígidos que los tradicionales en el escenario. 

En su libro Agotar la danza[1] André Lepecki cuenta la anécdota de una demanda que llegó en 2004 al Festival Internacional de Danza de Irlanda por la presentación de una pieza de Jérôme Bel titulada, también, «Jérôme Bel». El demandante argumentó que se exhibieron desnudos y actos lascivos, y alegaba daños por incumplimiento de contrato y negligencia. Lo gracioso es que el demandante basó los daños por incumplimiento de contrato en el argumento de que no había nada en el espectáculo que él pudiera describir como danza, que él mismo definía como «personas que se mueven rítmicamente y dan saltos, generalmente con música, pero no siempre, y que transmiten alguna emoción».

Estas definiciones de danza parecen hablar de Isadora Duncan (1877-1927) y Martha Graham (1894-1991); sin embargo, son quizá las más presentes en el imaginario de la gente (tanto como para que un espectador se aventure a demandar a un festival). Pensar que la danza contemporánea es algo que vino del ballet pero se descalzó y trabaja más profundamente la emoción y pensar que los movimientos deben sincronizarse con la música es como pensar en Van Gogh cuando alguien pregunta por un artista visual.

El problema no es que existan esas definiciones, los tipos de danza más cercanos a la danza moderna o que haya público interesado en consumirlos. El problema es que se genere una historia que no sólo no representa sino que invisibiliza gran multiplicidad de historias que se construyen desde otro lugar, negando décadas de propuestas e investigaciones, cuestionamientos acerca del nombre mismo de la disciplina, cuestionamientos en torno a la separación de la coreografía y la danza (léase coreografía expandida) y a un gran número de coreógrafos/bailarínes preocupados y ocupados por pensar su lugar en el mundo, la interrelación con la comunidad, en trabajar desde estructuras más horizontales, y cuestionando en el hacer mismo las relaciones jerárquicas de poder, las ideas normalizantes de cuerpos y las políticas corporales y culturales de su entorno.

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Sin embargo, la falta de discusión sobre el término «contemporáneo», que está en el nombre mismo de la disciplina, no es exclusiva del terreno del público general. Guillermina Bravo, directora de Ballet Nacional de México y maestra de muchas generaciones de bailarines, dijo (sobre la bailarina y coreógrafa Waldeen) en el documental 1940: La Coronela de Waldeen de Josefina Lavalle: «Creo que es la fundadora de la danza moderna mexicana, que continúa hoy como danza contemporánea, sólo para actualizar el concepto, pero de hecho es el mismo proceso».

Al parecer, la maestra Guillermina Bravo ha dejado escuela y no sólo en cuanto a la técnica de Graham. En el 2010, el colectivo Inquietando publicó en su blog una serie de entrevistas que realizaron durante el marco del premio INBA-UAM, a los coreógrafos participantes. Entre las preguntas estaba «¿consideras que lo que haces es contemporáneo?, ¿por qué?, a lo que la mayoría de los coreógrafos respondió: «sí, porque lo estoy haciendo hoy».

Pensar que el término «contemporáneo» es sólo un adjetivo significa quitarle todo su potencial conceptual y político. Cuestionar el concepto importa porque responde a nuestras maneras de habitar el mundo y a la manera en que nuestros cuerpos son pensados y vividos. El cuerpo como instancia fundamental de acceso al mundo es atravesado por el mercado, por las condiciones colonialistas/racistas, por la dicotomía del género, por la violencia, por la necropolítica y por el individualismo. Todo repercute directamente en la formación de la subjetividad y en el hecho de que deseemos en los términos hegemónicos de un sistema capitalista precarizante. Para cambiar nuestra relación con el deseo debemos cambiar la idea del yo y el cuerpo como cosas separadas. No podemos pensar que lo que hacemos es contemporáneo porque habla de temas actuales si las formas en las que comunica, a través de cuerpos normalizados, responden a una idea de belleza colonialista. Y al no tener un discurso político claro, las maneras en las que se organizan los procesos y se producen los conocimientos siguen reproduciendo discursos dominantes en cuanto a poder, género, raza, ecuador político, por nombrar algunos. No podemos pensar que lo que hacemos es contemporáneo si no repensamos las relaciones de poder en las que estamos inscritos.

Es preciso cuestionar la pertinencia de la danza en cuanto al momento histórico y el contexto social en el que vive, empezando por el uso de la palabra «creador», que sublima al artista hasta un lugar de inspiración divina, la idea del «ejecutante», ese soldado con cuerpo perfecto capaz de hacer cosas casi imposibles, que además transmite emociones conmovedoras, y la imagen del público como un ente pasivo que espera recibir lo que el artista quiera darle.

Esta historia simplista es sostenida por una serie de factores que es importante revisar. Las limitaciones estéticas anacrónicas de las que ya hablamos, la estrechez discursiva y su falta de análisis de pertinencia en la contemporaneidad, las relaciones de poder internas a la producción, las condiciones regulares de precariedad laboral y por supuesto la normalización de la explotación laboral, romantizada «porque la danza es nuestra vida y nuestra pasión», como nos enseñaron a muy temprana edad en las escuelas, «si no lo sientes de esa manera, tal vez la danza no sea para ti» (hablando de reproducir discursos dominantes y relaciones de poder). Al pensar que lo hacemos por pasión o amor al arte, se nos está negando a los bailarines y coreógrafos la posibilidad de un trabajo digno y remunerado que puede ser político al cuestionar los sistemas en los que se inserta y las maneras en las que se desenvuelve.

Zulai Macías dice en su texto «Construir mundos diferentes» que pensar que en este campo se trabaja «por amor al arte» o para alimentar el alma de la sociedad, resulta una ingenuidad que de inicio niega la materialidad de los cuerpos que son y median nuestro quehacer. Al negar la materialidad de los cuerpos estamos eliminando el potencial artístico y político, de cerebro y entraña, de hacer arte desde el cuerpo. Lo cual nos lleva a continuar una realidad precaria en donde el público se siente alejado de lo que sucede en la escena y los bailarines y coreógrafos nos hemos creído la historia de que la danza contemporánea no tiene suficiente público. ¿Quién nos ha dicho esto? ¿Es verdad que la danza no tiene público o son las predisposiciones y las estrategias de programación, temporadas y festivales que no la han favorecido?

 

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Escucho a Shantí Vera, en su entrevista con Nadia Lartigue, hablar sobre el Festival independiente de danza Cuatro X Cuatro, del cual es director. Cómo desde la primera edición han tenido muchas dificultades económicas para poder generar este espacio de encuentro, pero el problema nunca ha sido una cuestión de audiencia. De hecho, el público ha crecido con ellos, respondiendo así a una necesidad cultural que no se había cubierto. Lo mismo sucede con el festival Un desierto para la danza en Hermosillo, Sonora, donde el público se forma durante horas para poder presenciar el espectáculo.

Si cada vez que abrimos un espacio para la danza, el público responde a él, ¿por qué sigue sin entrar en la dieta básica de cultura de la sociedad? Ya no pensemos sólo en el público en general, son muchos los artistas que no tienen ni idea de qué sucede en el mundo de la danza y la coreografía, a menos que se presente dentro de un museo de arte contemporáneo que la valide, o en colaboración con algún artista de otro campo que sea reconocido.

¿El problema de la danza y la coreografía es, entonces, un problema de marketing y definiciones obsoletas, o es que nos da miedo la potencia de los cuerpos? Es necesario enunciarnos desde y con el cuerpo. Pensar, como he escuchado que se descalifica al gremio de la danza, con las patas y con los brazos y los glúteos y el psoas y los huesos y los órganos. Es necesario hacer política desde el cuerpo respondiendo a las necesidades de nuestra contemporaneidad, validando nuestro quehacer desde la danza y la coreografía sin pedirle permiso a nadie ni buscar una validación externa.
«Contemporáneo es aquel que percibe la sombra de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se re ere directa y singularmente a él. Quien recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo», dice Giorigio Agamben en su ensayo «¿Qué es ser contemporáneo?».[2]

Me parece que en nuestros tiempos el haz de tiniebla del que habla Agamben nos pega en pleno rostro, sin importar hacia dónde volteemos la cara. Sin embargo, seguimos invisibilizando muchas situaciones por buscar la luz, por buscar no perder nuestra situación de privilegio como artistas o como público y cuestionarnos solamente hasta el punto donde no se nos mueva la estructura, donde nuestros privilegios no se hagan demasiado visibles para no tener que hacernos cargo de ellos y lo que perpetúan. Pero es esta misma cultura la que mantiene las ideas de belleza que normalizan y reifican cuerpos, la que privilegia ciertos conocimientos sobre otros y jerarquiza los tipos de inteligencia, dejando como último eslabón de la cadena a todo lo que surge por y desde los afectos. Desde esta misma lógica los coreógrafos pueden ser más importantes que los bailarines pues así los primeros pueden utilizar a los segundos para transmitir, a través de ellos, anulando sus cuerpos e identidades.

En un contexto en que el número de cuerpos-personas asesinadas y desaparecidas es aterrador, donde los cuerpos jóvenes sin futuro se vuelven desechables, donde claramente hay vidas que no importan porque sólo sirven para girar las bases del engranaje capitalista, anular cuerpos e identidades no es algo que debamos tomar a la ligera. Debemos prestar atención a las maneras en las que estamos poniendo nuestros cuerpos y a cómo pensamos y cosificamos al separarlos del yo y del nosotros, a las maneras en las que los estamos educando. Si seguimos permitiendo que en las escuelas de danza nos midan la grasa, si seguimos valorando ciertas medidas corporales sobre otras, ciertas pieles sobre otras, ¿que nos queda para relacionarnos con el mundo?

 

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En el libro Un mundo común,[3] Marina Garcés habla sobre cómo la repolitización en el quehacer artístico contemporáneo se cuestiona pensar la realidad para transformarla, a lo que añade el factor de la honestidad y lanza una tercera pregunta, ¿cómo tratamos la realidad y con la realidad?, ¿cómo la honestidad nos lleva a implicarnos, a dejarnos afectar, a tomar una posición en la realidad y a violentar lo establecido? A esto le llama tratar con la realidad, poner el cuerpo y entrar en escena.

En muchos casos se nos ofrecen tiempos y espacios para la elección y participación que anulan la posibilidad de implicación y nos ofrecen un lugar a cada uno que no altere el mapa general de la realidad. […] Un mapa de posibilidades con las coordenadas ya fijadas. Tratar lo real con honestidad significa entrar en escena no para participar en ella y escoger alguno de sus posibles, sino para tomar posición y violentar, junto a otros, la validez de sus coordenadas.

Las preguntas de Garcés reflejan los cuestionamientos que surgen en una nueva comunidad de la danza contemporánea en México. ¿Cómo hacer comunidad desde otros lugares? ¿Cómo abrir nuevos umbrales de percepción? ¿Hasta dónde nos estamos implicando políticamente? ¿Cómo se piensa el cuerpo, el tiempo y el espacio en resistencia a un poder hegemónico? ¿De qué manera ponemos nuestros cuerpos cuando hay tantos cuerpos que nos faltan?

Este dossier pretende reflexionar sobre las preguntas anteriores, tal vez para encontrar respuestas, tal vez para que surjan nuevas preguntas.

[1]André Lepecki Routledge, Taylor and Francis Group, Exhausting dance, per formance and the politics of movement, Nueva York/Londres, 2006.

[2]«¿Qué es ser contemporáneo?» fue la pregunta que guió el curso de filosofía que Giorgio Agamben dictó en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Es también el título del ensayo.

[3]Un mundo común, Ediciones Bellaterra, S.L., 2013.