Pecados y genialidad
Criticar una obra por la personalidad de un autor es una práctica que ha impedido que novelas como El complot mongol lleguen a un público más amplio. En este ensayo, Imanol Caneyada debate sobre los pecados de Rafael Bernal, quien no siguió las mismas tendencias políticas de los intelectuales de su época, y la genialidad de su libro más reconocido, a menudo tachado de racista.
Rafael Bernal, cuatro décadas después de su muerte, aún carga pecados biográficos en un país en el que hombres y mujeres de letras cuidan más su ortodoxia vital que su obra; un país en el que, por la escasez de lectores, la exposición pública del escritor y sus actos sociales lo califican independientemente de lo escrito, incluso lo estigmatizan para siempre, lo condenan o lo ensalzan, según el caso. Así ha sido, así es, así parece que seguirá siendo.
Si nos atenemos al diagnóstico de los pocos estudiosos que se han acercado al autor de El complot mongol (1969), sabremos que Bernal era un caso crónico de homo viator: un ser contagiado por el virus del viaje como experiencia vital y permanente, como vehículo de aprendizaje. Corresponsal de guerra, productor bananero, guionista de cine y televisión, explorador en el Amazonas y diplomático —biografía propia de un autor anglosajón (pienso en Hemingway o Henry Miller)—, lejos de la academia, de los centros de poder y de las elites intelectuales.
Pero no fue su único pecado biográfico. Inquieto, atormentado, sus posicionamientos ideológicos distan mucho de lo que se esperaba de un intelectual mexicano de la época: la alienación al poder revolucionario o la lucha contra éste desde la izquierda militante. Sinarquista en la juventud, católico al estilo de Graham Greene, conservador para unos, sospechosamente liberal para otros, podemos adivinar en Bernal a un individuo incongruente desde el punto de vista dogmático, incómodo por la falta de claridad en su discurso, atrapado en las contradicciones propias de una existencia errante en la que el mundo se muestra en toda su complejidad, escurridizo y difícil de calificar desde la comodidad de la biblioteca, el despacho, el café de moda o el manual socializante.
Así, la obra de este ecléctico autor, que cultivó géneros considerados aún ahora como menores, sospechosamente imaginativo (a veces hasta el delirio, como en Su nombre era Muerte), ha sido víctima de la impresentable —según los cánones de la intelectualidad mexicana— biografía del escritor y condenada al silencio. Si hago hincapié en este aspecto es porque en la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, durante una mesa redonda dedicada a El complot mongol, uno de sus participantes calificaba a esta novela fundacional del género negro en México de racista, misógina y reaccionaria.
¿Pero es posible descalificar una obra literaria desde una perspectiva moralizante, ética, doctrinaria? ¿No es precisamente esa postura frente a la literatura lo que la ha convertido en rehén de idiotas que esperan de ella que nos haga mejores individuos, ciudadanos, estudiantes, etcétera? ¿No es más inquietante que una obra literaria aún se condene al olvido a causa del currículum de su creador?
En el caso de El complot mongol, su protagonista, Filiberto García, podría calificarse superficialmente de racista, misógino y reaccionario; no obstante, Bernal, atendiendo a su propia naturaleza de autor iconoclasta, introduce en la novela dos narradores (una tercera persona testimonial y una primera persona a manera de monólogo interno), que se alternan sin mayor orden que el capricho del autor, saltando de una a otra, muchas veces sin más pausa que una coma o un punto y seguido. De esta forma, el novelista crea una especie de contrapunto entre el pensamiento caótico de Filiberto y sus acciones, para entregar al lector un personaje tan complejo y perturbador como su padrastro norteamericano Philip Marlowe.
Es cierto que las constantes expresiones que Filiberto García sostiene en sus soliloquios en cuanto a los habitantes del barrio chino en la Ciudad de México son racistas, despectivas, políticamente incorrectas —¡pinches chinos!, ¡pinches chales!, etcétera—, pero sus acciones durante la trama contradicen este aparente sentimiento xenófobo. De hecho, si el gobierno mexicano le encomienda la misión (rocambolesca, asombrosa, inverosímil y, por lo mismo, genial) es porque conoce muy bien a la comunidad china, juega a las cartas con ellos, desayuna, come y cena con ellos, y los chinos confían en él. Incluso, al final, logra salvarlos de ser los chivos expiatorios del supuesto complot gracias a un sentido de la justicia retorcido y marginal, arquetípico de los personajes memorables de la novela negra.
El esquema en el que los pensamientos del protagonista chocan con sus propias acciones también se aplica a la relación que establece con Martita, una china indocumentada en el país que busca la protección de Filiberto. El lector conoce de manera bastante explícita y brutal lo que el protagonista piensa de las mujeres y el deseo apremiante que tiene de llevarse a la cama a la muchacha aprovechando su desamparo. Pero, de nuevo, la manera en que actúa Filiberto en relación con Martita lo pinta como un hombre de una ternura infinita, incapaz de lastimar a la chica o de sacar ventaja de la situación; un hombre bueno, como lo califica la propia joven en repetidas ocasiones, a pesar de la innumerable lista de muertos que carga Filiberto García, asesino profesional.
El complot mongol tiene todos los ingredientes de la novela negra, y por ello podemos considerarla fundadora del género en nuestro país. Bernal hace un retrato sin concesiones del poder en México, del ser humano enfrentado a los aspectos más oscuros de su condición, de las cloacas de un sistema que se sostiene gracias al asesinato, la corrupción, la intriga y la traición; es decir, un retrato del México (y del mundo) de esa época que mantiene una vigencia escalofriante.
En el asfixiante universo que Rafael Bernal crea en la pequeña calle Dolores del centro de la Ciudad de México, pasan y viven, en efecto, seres racistas, misóginos, ambiciosos, desamparados, fatalmente enamorados, muy solos, con la muerte a cuestas y un puñado de deseos frustrados. Por ello, El complot mongol, además de presentarnos un modelo de literatura noir inexistente hasta ese momento en el país, es imprescindible para la historia de la literatura mexicana.