Tierra Adentro

 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Había cinco de ellos.

Cinco mensajeros sentados en una banca afuera del convento en la cima del Gran San Bernardo, en Suiza, observando las remotas cumbres pintadas por la puesta de sol como si una gran cantidad de vino tinto se hubiera derramado sobre la cima de la montaña y no hubiese tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Esta no es mi sonrisa. Fue hecha para la ocasión por el más robusto de los mensajeros, que era alemán. Ninguno de los otros prestó mas atención a ello de lo que me prestaron a mí, sentado en una banca en el lado opuesto de la puerta del convento, fumando un cigarro como ellos y —también como ellos— observando la nieve rojiza y la desgastada cabaña de la cual los viajeros atrasados lentamente se desvanecían ignorantes de los vicios de esa gélida región.

El vino de la cima fue absorbido bajo nuestra mirada; la montaña se volvió blanca; el cielo, de un color azul profundo; el viento sopló con fuerza; el aire se tornó helado. Los cinco mensajeros se abotonaron las chaquetas. No habiendo un mejor ejemplo de persona a imitar que aquellos mensajeros, abotoné la mía.

La montaña durante la puesta de sol había interrumpido la conversación de los cinco mensajeros. Era una vista sublime que fácilmente detendría una conversación. Ahora que la puesta de sol había terminado, volvieron a hablar. No es que yo hubiera escuchado nada de su charla previa, pues en ese momento todavía no había partido del caballero americano en la sala de viajeros del convento, que con la mirada hacia el fuego me había contado la serie de eventos que llevaron al honorable Ananias Dodger a una de las más grandes adquisiciones de dólares que se hayan hecho en nuestro país.

—¡Por Dios! —dijo el mensajero suizo, hablando en francés, que no considero (como muchos autores al parecer lo hacen) una excusa valida para expresar malas palabras y solo tener que escribirlas en ese lenguaje para hacerlo parecer inocente— Si hablas de fantasmas, entonces…

—Pero no hablo de fantasmas —dijo el alemán.

—¿De qué hablas entonces? —preguntó el suizo.

—Si supiera de qué hablo —dijo el alemán—, probablemente sería un hombre mucho más sabio.

Era una buena respuesta, pensé, y despertó mi curiosidad. Así que me moví hacia la orilla de la banca que estaba más cercana a ellos y reposando mi espalda contra la pared del convento pude escuchar perfectamente lo que decían sin tener que estar allí.

—¡Rayos y centellas! —dijo el alemán— Cuando un hombre va a buscarte de forma inesperada y, sin él estar consciente de ello, manda a un mensajero invisible a poner su presencia en tu mente durante todo el día, ¿cómo le llamas a eso? Cuando caminas por una calle concurrida —en Frenkfurt, Milan, Londres, Paris— y piensas que aquel extraño es parecido a tu amigo Heinrich, y aquel otro extraño es similar a tu amigo Heinrich, y comienzas a tener el presentimiento de que verás a tu amigo Heinrich, cosa que sucede, a pesar de que tu pensabas que él estaba a en Trieste, ¿cómo le llamas a eso?

—No es algo poco común —murmuró el suizo y los otros tres.

—¿Poco común? —dijo el alemán— Es tan común como las cerezas en la selva negra. Es tan común como los macarrones en Nápoles.  Y hablando de Nápoles, cuando la vieja marquesa Senzanima se lamenta por una carta, durante una fiesta en Chiaja, y yo lo sé porque la escuché y la vi, pues sucedió en una familia bávara mía y yo estaba a cargo del servicio esa noche. Cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas, con el rostro blanco y grita “¡Mi hermana en España está muera! ¡Sentí su tacto helado en mi espalda!” y resulta que esa hermana realmente muere en ese momento, ¿cómo le llamas a eso?

—O cuando la sangre de San Gennaro se vuelve liquida por deseo del clérigo, como todos sabemos que lo hace regularmente una vez al año en mi ciudad natal —dijo el mensajero Napolitano tras una pausa y con una expresión burlona—, ¿cómo le llamas a eso?

—¡Eso! —dijo el alemán—. Bueno, aunque yo sé cómo se le llama a eso.

—¿Un milagro? —dijo el napolitano con la misma expresión de burla.

El alemán solamente fumo su cigarro y echó a reír; y todos rieron y fumaron.

—¡Tonterías! —dijo el alemán— Yo hablo de cosas que realmente suceden. Cuando voy a ver a un brujo, pago por ver a uno profesional y que valga lo que estoy pagando. Cosas muy extrañas suceden sin necesidad de fantasmas. Giovani Baptista, cuenta tu historia de La novia inglesa. No hay ningún fantasma en ella, pero si que hay algo extraño. ¿Podrá alguien explicarlo?

Se hizo silencio entre ellos. Mire alrededor. Aquel que asumí que era Baptista encendía un cigarrillo y procedió a hablar. Era genovés, tal como deduje.

—¿La historia de La novia inglesa? —dijo él— ¡Basta! No se le debe llamar algo tan insignificante como una historia. Bueno, puede que lo sea, pero es una verdadera. Obsérvenme con atención, caballeros, es verdadera. No todo lo que brilla es oro, sin embargo, lo que estoy a punto de contarles es verdadero —repitió.

Repitió esto en más de una ocasión.

—Hace diez años, presenté mis credenciales a un caballero inglés en el Hotel Long, en Bond Street, Londres, que estaba por emprender un viaje. Tenía pensado en un viaje de uno o dos años. El caballero aprobó mis antecedentes y mí persona. Estuvo complacido de entrevistarme. Las referencias que tuvo de mí fueron muy favorables. Me contrató por seis meses y mi servicio fue satisfactorio.

Él era joven, apuesto, muy feliz. Estaba enamorado de una bella y joven dama inglesa con una fortuna abundante y estaban prometidos. Ese era el viaje de luna de miel que iban a hacer, para el que me contrataron. Por un plazo de tres meses durante la temporada de calor (eran inicios del verano en aquel entonces) rentó una vieja casa en la Riviera, a poca distancia de mi ciudad, Génova, en la carretera hacia Nice. ¿Que si conocía aquella casa? Sí, le dije que la conocía bien. Era una vieja casa con grandes jardines. Estaba algo vacía y era un poco oscura y deprimente al estar rodeada de árboles; pero era espaciosa, antigua, imponente y estaba cerca de la costa. Él dijo que se la habían descrito exactamente de esa manera y que estaba complacido de que la conociera tan bien, Respecto a que estaba vacía, ese era la situación general de los lugares de alquiler. Respecto a lo oscuro, la había rentado específicamente por los jardines y para que la dama pasara el verano en su sombra.

—¿Entonces, todo va bien, Baptista? —dijo él.

—Sin duda, signore; excelente.

Teníamos un carruaje para viajar recién fabricado y muy completo en todos los aspectos. Todo lo que teníamos estaba muy completo; no necesitábamos nada. El matrimonio tuvo lugar. Ellos estaban felices. Yo estaba feliz viendo el alegre panorama, estando en un lugar tan bien situado, yendo a mi propia ciudad, enseñándole mi lengua a la sirvienta, la bella Carolina, cuyo corazón rebozaba alegría: que era joven y sonrosada.

El tiempo voló.

Pero observé, escuchen esto, se los pido (y aquí el mensajero bajó la voz); observé que la señora melancólica y actuando de manera muy extraña; como si estuviera asustada; como si fuera infeliz; con una nebulosa incertidumbre. Creo que lo empecé a notar cuando caminaba colina arriba junto al carruaje y el señor se había adelantado. Recuerdo que quedó plasmado en mi memoria una noche que estábamos en el sur de Francia, cuando la señora me llamó para que le hablara al amo para que regresara; y cuando regresó y camino un lago tramo, le hablo con afecto, con su mano sobre agarrando la suya en la ventana. De vez en cuando se reía alegremente como burlándose inocentemente de ella por algo. Al cabo de un rato, ella comenzó a reír y todo estuvo bien una vez más.

Tenía curiosidad. Le pregunté a la bella Carolina, la hermosa solitaria, si la señora se encontraba bien.

—No.

—¿Decaída?

—No.

—¿Asustada de los caminos o los bandidos?

—No.

Y lo que lo hizo todavía más misterioso era que la pequeña hermosa no me miraba a los ojos cuando me respondía y se quedaba viendo al paisaje.

—Si en verdad quieres saberlo —dijo Carolina—, por lo que he escuchado, creo que la señora está siendo atormentada.

—¿Atormentada por qué?

—Por un sueño.

—¿Qué sueño?

—Soñó con un rostro. Durante tres noches antes de su matrimonio vio un rostro en un sueño, siempre el mismo rostro, el único.

—¿Un rostro terrible?

—No. El rostro de un hombre de rostro oscuro y apariencia agradable, con cabello negro y bigote gris; un hombre atractivo con la excepción de que tenia un aire secreto y reservado. Era un rostro que ella nunca había visto, ni siquiera similar a ninguno que haya visto. No hacía nada en su sueño, excepto verla fijamente a través de la oscuridad.

—¿Ha vuelto a tener ese sueño?

—Nunca. Es el recuerdo el que la atormenta.

—¿Y por qué la atormenta?

Carolina movió la cabeza para mostrar su desconcierto.

—Esa respuesta solo la sabe el señor de la casa —dijo la bella—. Ella no lo sabe. Se pregunta la razón. Pero la he escuchado decirle, apenas la noche anterior, que si llegara a encontrar una foto de esa cara en esta casa italiana (que teme lo hará) no sabe si podría soportarlo.

Doy mi palabra de que después de escuchar esto me encontraba temeroso (dijo el mensajero Genovés) de nuestra visita al viejo palazzo y que algún inoportuno cuadro pudiera estar allí. Sabía que había muchos cuadros y a la vez que nos acercábamos al lugar desee que la galería completa cayera dentro del cráter del monte Vesubio. Para hacer peor el asunto, era una noche tormentosa y lúgubre. Los truenos resonaban; y los truenos en mi ciudad y sus alrededores son muy ruidosos. Los lagartos corrían adentro y afuera de las grietas en el muro de piedra roto del jardín asustados; las ranas burbujeaban y croaban tan fuerte como podían; el viento proveniente del mar rugía y los arboles se tambaleaban, ¡y los rayos! Por san lorenzo, ¡los rayos!

Todos sabemos cómo es un viejo palacio de Génova y sus alrededores; cómo el tiempo y el mar lo han asediado; cómo el tapizado de las paredes exteriores se ha ido cayendo en grandes trozos; cómo las ventanas del piso inferior se han ennegrecido con los oxidados barrotes de hierro; cómo los otros edificios han quedado devastados; como todos parecen estar destinados a la ruina. Nuestro palazzo era realmente único en su tipo.  Había estado cerrado por meses. ¿Meses? Mejor dicho, años; emanaba un olor a tierra, como una tumba. El aroma de los arboles de naranja en la terraza, los limones madurando en la pared y los arbustos que crecían alrededor de la fuente rota habían entrado de alguna manera a la casa y nunca habían logrado salir de nuevo. Había, en todos los cuartos, un olor a viejo que había amainado con el confinamiento. Impregnaba todos los muebles. En los cuartos más pequeños que servían de pasajes para los más grandes, el olor era abrumador. Si volteabas un retrato, hablando una vez más de retratos, allí se mantenía el olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.

Las cortinas estaban cerradas por toda la casa. Había dos viejas y horribles mujeres en la casa para cuidar de ella, una de ellas con un huso, que se mantuvo en el umbral merodeando y murmurando y que primero hubiera dejado entrar al diablo que al aire. El señor, la señora, la bella Carolina y yo entramos al palazzo. Yo entré primero, a pesar de que me he nombrado al último, para abrir las ventanas, las cortinas y sacudirme las gotas de lluvia, los trozos de argamasa y uno que otro mosquito despistado, o una monstruosa, gorda y moteada araña genovesa.

Cuando deje entrar la luz de la noche a uno de los cuartos, el señor, la señora y la bella Carolina entraron. Entonces revisamos todos los cuadros y seguimos a otra habitación. La señora secretamente estaba aterrada de encontrarse con el rostro que había soñado, todos lo temíamos; pero no encontramos tal cosa. La Madonna y el Bambino, San Francisco, San Sebastiano, Venus, Santa Caterina, ángeles, bandidos, templos al atardecer, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles y perros. ¿Todos mis viejos conocidos repetidos una y otra vez? Sí. ¿Un hombre oscuro, atractivo, vestido de negro con un aire reservado y secreto con cabellos negro y bigote gris? No.

Por fin terminamos de revisar todos los cuartos y pinturas y salimos al jardín. Se habían mantenido en un estado decente cuidados por un jardinero y habían crecido largos y sombríos. En cierto lugar había un rustico teatro al aire libre; el escenario era una pendiente verdosa; los bastidores, tres entradas en uno de los lados, pantallas de hojas de olor dulce. La señora buscaba con sus ojos brillantes incluso allí como si esperara que apareciera el rostro en el escenario; pero todo salió bien.

—Ahora, Clara —dijo es señor en voz baja—, ¿ves que no hay nada? Eres feliz.

La señora se sintió entusiasmada. Rápidamente se acostumbró al sombrío palazzo y cantaba, tocaba el arpa, copiaba viejas pinturas y paseaba con el señor bajo los verdes árboles y las parras todo el día. Ella era hermosa. Él era feliz. Acostumbraba reír y decirme, cuando montaba a caballo durante su paseo matutino antes de que comenzara el calor:

—¿Todo va bien, Baptista?

—Si, signore, gracias a Dios, muy bien.

No teníamos mayor compañía. Yo llevé a la bella al Duomo y la Annnunciata, al café, a la ópera, a la festa de la aldea, al jardín público, al teatro, al Marionetti. La pequeña hermosa estaba maravillada con todo lo que veía. Aprendió italiano (¡Milagro!). ¿Acaso la señora había olvidado aquel sueño? Solía preguntarle a Carolina de vez en cuando. “Casi”, decía la bella, “se está desvaneciendo.”

Un día el señor recibió una carta y me llamó.

—¡Baptista!

—¡Signore!

—Un caballero que me han presentado vendrá a comer hoy. Es el Signor Dellombra. Quiero cenar como un príncipe.

Era un nombre peculiar. No conocía el nombre. Pero había muchos nobles y caballeros que habían sido perseguidos por Austria por motivos políticos últimamente y en ocasiones se cambiaban el nombre. Tal vez este caballero era uno de ellos. Al final, Dellombra era para mí un nombre tan bueno como cualquier otro.

Cuando el Signor Dellombra vino a cenar —dijo el genovés en una voz baja que ya había tenido antes—, lo llevé a la sala de estar del viejo palazzo. El señor lo recibió cordialmente y se lo presentó a la señora. Cuando se levantó, su semblante cambió, soltó un grito y cayó en el suelo de mármol

Entonces volteé a ver al Signor Dellombra y observé que estaba vestido de negro, tenía un aire secreto y reservado y era un hombre oscuro de apariencia atractiva con cabello negro y bigote gris.

El señor levantó a la señora en sus brazos y la llevo a su cuarto, a donde yo mande a la bella Carolina inmediatamente. La bella me dijo después que la señora estaba espantada de muerte y que estuvo pensando en aquel sueño toda la noche.

El señor estaba frustrado y ansioso, casi enojado y, sin embargo, lleno de preocupación. El Signor Dellombra era un cabalero cortés y hablaba con gran respeto y simpatía por el estado de salud de la señora. El viento africano había estado soplando por carios días (le habían dicho esto en su hotel de la Cruz de Malta), y sabía que en ocasiones podía resultar perjudicial. Esperaba que la señora se recuperara pronto. Se quiso despedir y dijo que reanudaría su visita cuando recibiera noticias de que la señora se encontraba saludable.  El señor no podía permitir esto y terminaron comiendo solos.

Se retiró temprano. EL día siguiente llamó a la puerta sobre su caballo para preguntar por la salud de la señora. Lo hizo dos o tres veces esa semana.

Lo que yo observé, y que la bella Carolina me dijo, sirvió para explicar por qué el señor ahora había puesto su voluntad en curar a la señora de su terror caprichoso. Él era muy amable, pero también sensato y firme. Intentó razonar con ella, bajo el argumento de que dichos caprichos solo la llevaban a la melancolía, si es que no la llevaban a la locura. Que solo estaba en sus manos ser ella misma. Que si lograba resistir su extraña debilidad de forma tan exitosa como poder recibir al Signor Dellombra como una dama inglesa lo haría con cualquier otro invitado, habría conquistado su miedo. Al final, el Signore regresó y la señora lo recibió sin que su angustia fuera evidente (aunque sin perder la precaución todavía) y la tarde paso serenamente. El señor estaba tan complacido con este cambio y tan ansioso por confirmarlo que el Signor Dellombra se volvió un invitado recurrente. Estaba bien versado en pintura, libros y música; y su compañía en ese sombrío palazzo era muy bien recibida.

Llegué a notar en varias ocasiones que la señora aún no se había recuperado. Solía evadir la mirada y bajar la cabeza frente al Signor Dellombra, o lo miraba con terror y fascinación, como si su presencia ejerciera una influencia malvada sobre ella. Pasando de ella a él, solía verlo en los jardines sombríos, o la pobremente iluminada sala de estar, mirando, o, mejor dicho, con los ojos fijos en ella desde la oscuridad. Aunque lo cierto es que no había podido olvidar las palabras de la bella Carolina para describir el rostro del sueño.

Después de su segunda visita escuche al señor decir:

—Ya lo ves, mi querida Clara, ¡se acabó! Dellombra vino y se fue, y tu miedo infundado se resquebrajó como vidrio.

—¿Él… Él volverá a venir otra vez? —preguntó la señora.

—¿Otra vez? Pues claro, ¡una y otra vez! ¿Tienes frío? (Ella tembló).

—No, querido, pero él me aterra. ¿Estas seguro que es necesario que vuelva a venir?

—¡No podría estar más seguro, Clara! —respondió el señor, alegre.

Pero el estaba muy esperanzado con la recuperación de la señora y su esperanza crecía cada día más. Ella era hermosa. Él era feliz.

—¿Todo va bien, Baptista? —me decía.

—Si, signore, gracias a Dios; todo va bien.

Todos estábamos —dijo el mensajero genovés, forzándose a hablar más fuerte—. Todos estábamos en Roma por el carnaval. Yo había estado fuera todo el día con un siciliano amigo mío y también mensajero que estaba allí con una familia inglesa. Cuando regresé a nuestro hotel esa noche, me encontré con la pequeña Carolina, que nunca salía sola de casa, deambulando por el Corso.

—Carolina, ¿qué sucede?

—¡Oh, Baptista! ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde está la señora?

—¿La señora, Carolina?

—No está desde la mañana; me dijo, cuando el señor partió en su viaje, que no la molestara, pues estaba cansada por no haber podido dormir bien (estaba adolorida), y que iba a estar acostada hasta la noche y se levantaría refrescada. ¡No está! ¡No está! El señor volvió y tumbó la puerta, pero ella ya no estaba. ¡Mi hermosa, mi benevolente, mi inocente ama!

La pequeña hermosa se quejaba, desvariaba y se desplomaba de tal manera que no la habría podido sostener de no ser porque se desmayó entre mis brazos como si le hubieran disparado. El señor regresó; pero en comportamiento, expresión y voz, no era el amo que yo conocía. Hizo que lo acompañara (dejé a la pequeña recostada en la cama del hotel y la dejé al cuidado de una camarera) en un carruaje, ferozmente a cruzando la oscuridad a través de la desolada Campagna. Cuando se hizo de día y paramos en una posada miserable, nos informaron que todos los caballos habían sido rentados hace doce horas y habían partido en direcciones diferentes. Todo nada más y nada menos que por el Signor Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una aterrorizada dama inglesa agazapada en un rincón.

No supe —dijo el mensajero genovés tras respirar profundamente— de alguien que la hubiera visto otra vez después de eso. Lo único que sé es que se esfumó en el infame olvido junto con el terrible rostro que había visto en aquel sueño.

—¿Cómo le llamas a eso? —dijo el mensajero alemán, triunfante—. ¿Fantasmas? ¡Allí no hay fantasmas! ¿Cómo le puedes llamar a esto que estoy a punto de contarles? ¿Fantasmas? ¡Aquí no hay fantasmas!

Tomé un trabajo en una ocasión (prosiguió el mensajero alemán) con un caballero inglés, de edad avanzada y soltero, que involucraba viajar a través de mi país, mi patria. El era un mercader que comerciaba en mi país y conocía la lengua, pero que no había estado en él desde que era un niño, que según mi juicio fue hace unos sesenta años.

Su nombre era James y tenía un hermano gemelo llamado John, también soltero. Entre estos hermanos había mucho afecto. Hacían negocios juntos en Goodman´s Fields, pero no vivían juntos. El señor James vivía en Poland Street, esquina con Oxford Street, en Londres; el señor John vivía cerca de Epping Forest.

En ese entonces el señor James y yo habíamos de partir a Alemania en una semana. El negocio dependía de que saliéramos ese día exacto. El señor John vino a Poland Street (donde también me estaba quedando yo) para pasar esa semana con el señor James. Sin embargo, el segundo día de su estancia le dijo a su hermano: “No me siento bien, James. No es algo grave, pero creo que estoy algo gotoso. Me iré a casa y quedaré bajo el cuidado de mi vieja ama de llaves, que entiende mis manías. Si me siento mejor, regresaré para verte antes de que te vayas, si no me siento lo suficientemente bien como para regresar ¿, te pido que pases a verme antes de irte”. El señor James dijo que así lo haría, se despidieron con un apretón de manos —con ambas manos, cómo solían hacerlo— y el señor John pidió que trajeran su viejo carruaje y se apresuró a casa.

Era la segunda noche después de ese día —es decir el cuarto día de aquella semana— cuando me desperté por el ruido del señor James entrando en mi habitación con un camisón de franela y una vela encendida. Se sentó a un lado de la cama y, mirándome, me dijo:

—Wilhelm, tengo razones para pensar que una extraña enfermedad me aqueja.

Fue entonces que percibí una expresión inusual en su rostro.

—Whilhelm —dijo él—, no tengo miedo ni estoy avergonzado de decirte aquello que estaría asustado o avergonzado de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensato, donde las cosas misteriosas son investigadas y no se dan por resueltas hasta que son pesadas y medidas, o hasta que se determina que no se pueden pesar ni medir, o en cualquier caso hasta que se han deshecho de ellas, por siempre, después de muchísimos años. Acabo de ver al fantasma de mi hermano.

Debo confesar —dijo el mensajero alemán— que me heló la sangre escuchar esas palabras.

—Acabo de ver —repitió el señor James, mirándome fijamente para que yo me diera cuenta de que hablaba en serio— al fantasma de mi hermano John. Estaba yo sentado en la cama sin poder dormir cuando entró a mi cuarto vestido de blanco y mirándome con seriedad; avanzó hasta el fondo del cuarto, miro unos papeles que estaban en mi escritorio, volteó hacia mí y, mirándome todavía con seriedad mientras pasaba junto a mi cama, salió del curto. Ahora, no creo estar loco y no pienso atribuirle aquella aparición a nada exterior a mi persona. Creo que es una advertencia de que estoy enfermo y que sería conveniente que me sangraran.

Salí de la cama —dijo el mensajero alemán— y comencé a ponerme la ropa, rogándole que no se alarmara y diciéndole que yo iría en persona por un doctor. Me había alistado para salir cuando escuchamos un fuerte golpeteo en la puerta y el timbre sonar. Mi cuarto estaba en el ático la parte trasera de la casa y el del señor James estaba, así que bajamos a su cuarto y miramos por la ventana para ver qué sucedía.

—Es usted el señor James —dijo el hombre que estaba en la pueta, retrocediendo hasta el otro lado de la calle para poder ver la ventana de arriba.

—El mismo —dijo el señor James—, y tu eres el asistente de mi hermano, Robert.

—Sí, señor. Lamento informarle, señor, que el señor John se encuentra enfermo. Está muy grave, señor.  Temo que se encuentra en su lecho de muerte. Quiere verlo, señor. Tengo un carruaje esperando. Le ruego que vaya con él. Le ruego que no pierda un segundo.

El señor James y yo nos volteamos a ver.

—Wilhelm —dijo él—, esto es muy extraño. Deseo que me acompañes.

Lo ayudé a vestirse, una parte ahí y lo demás en el carruaje; no creció un centímetro de pasto bajo las herraduras de los caballos entre Poland Street y el bosque.

Tengan en mente —dijo el mensajero alemán— que entré con el señor James a la habitación de su hermano y vi y escuche de primera mano lo que estoy a punto de contarles.

Su hermano estaba postrado en la cama, en el extremo superior de un cuarto alargado. Su ama de llaves se encontraba allí y otras personas también estaban allí: creo recordar que eran otros tres, si no es que cuatro, y habían estado en el lugar desde las primeras horas de la tarde. Vestía de blanco, como la aparición —y con razón pues llevaba su ropa de dormir—. Se veía como la aparición —y con razón, pues también miró a su hermano con seriedad cuando notó que entró al cuarto.

Pero cuando su hermano se paró a lado de la cama, él lentamente se sentó en la misma y viéndolo fijamente dijo estas palabras:

—¡James, me has visto antes, esta misma noche y tú lo sabes!

Y así murió.

Esperé, después de que el mensajero alemán terminó de hablar, para escuchar qué dirían sobre esta peculiar historia. El silencio se mantuvo intacto. Miré a mi alrededor y los cinco mensajeros ya no estaban: habían desaparecido de forma tan silenciosa que la espectral montaña bien pudo haberlos absorbido en su nieve eterna. Para este momento, ya no me encontraba de humor para sentarme solo en aquella horrible situación, con el aire helado soplando con solemnidad sobre mí o, si he de ser honesto, de sentarme solo en cualquier parte. Así que volví a la sala de estar del convento y tras encontrar al caballero americano todavía dispuesto a contarme la historia del honorable Ananias Dodger, la escuché completa.

 

 

 

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Fotografía de Victor Sounds, 2017. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0
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