Tierra Adentro

Coccinella septempunctata

1

 

“El índice Dow Jones cerró el día de hoy a la alza con una ganancia de doscientos treinta y cinco puntos, de 2.3 por ciento. Nasdaq 100 cayó sesenta puntos, lo que equivale a tres por ciento. Las bolsas europeas se mantuvieron a la alza: France 40, 1.2 por ciento; Germany 30, 0.5 por ciento; Ibex 35, 0.9 por ciento.”

Felipe apagó el radio. Se repitió mentalmente los nuevos números para no olvidarlos y, en el primer semáforo, los anotó en la libretita que hacía de copiloto. Había tenido un día desquiciante y solo hasta ese momento, a mitad del tráfico, pudo encapricharse con esos datos inútiles, con esa manía arcaica de hacer las tablas a mano. Volvió a encender el radio, pero ya no prestó atención a los reportes del noticiero.

Llegó a la calle indicada y buscó la casa entre el patrón incomprensible de la numeración. La encontró de inmediato (un golpe de suerte que sus ojos cayeran de ese lado), mimetizada entre dos mansiones igual de viejas y elegantes. Estacionó el coche.

El timbre emitió un quejido y los dedos de Felipe golpearon sus muslos hasta que se abrió la puerta. En el umbral estaba Julia Fernández, la tercera psicóloga con la que Felipe lidiaba en su vida, la primera después de su exasperada adolescencia.

Cruzaron una rápida mirada y después se saludaron:

—¿Felipe?

—Hola, doctora.

—Pasa. Un patio profundo servía de garaje. Del lado derecho estaba la casa. Del lado izquierdo, al fondo, una construcción más pequeña, de dos pisos. Julia se adelantó por el jardín hacia el segundo edificio.

—Está enorme, la casa.

—No es mía. Yo solo rento aquí un espacio. —Era una mujer joven, quizás de la edad de Felipe o un par de años más grande.

Llegaron al fondo del patio en silencio y empezaron a subir por unas escaleras en espiral, ella siempre al frente. Entraron en una pequeña cocineta. Cruzaron una salita hacia otro cuarto lleno de libros, alfombrado, con una silla personal frente a un largo sofá de cuero. Un clásico laboratorio de psicólogo con todos sus elementos en justa disposición: la sala de espera al manicomio.

—Este es mi consultorio —volteó al fin para verlo a través de sus lentes ovalados—. Toma asiento.

Felipe se recostó en el sofá y aprovechó para esconder la mirada en el techo.

—Bueno, Felipe, te escucho.

Tras ella había un gran ventanal por donde entraba la luz de la tarde. Su cabello era ondulado, su rostro pequeño, de contornos redondos y suaves. A contraluz, Felipe no pudo determinar exactamente qué había de extraño en la armonía de sus facciones. Tardó unos segundos en responder.

—De unos meses para acá me cuesta trabajo dormir —ya lo había dicho por teléfono y le parecía trivial repetirlo, aunque entendió que era parte del protocolo—. A veces leo un poco para cansarme, pero últimamente no funciona.

—Entonces el problema es antes de conciliar el sueño —dijo ella mientras tomaba del buró su libretita obligada—. ¿Despiertas por la noche?

—No, no. En realidad duermo muy bien cuando lo logro.

—¿Sucede muy a menudo?

—No sé. Dos veces por semana más o menos. Era extraño que una mujer de su misma edad le hiciera tantas preguntas y él tuviera que conformarse con responder. Hablaron de su trabajo en la empresa, que cada día era más pesado, pero que aún disfrutaba con entusiasmo, del ejercicio que procuraba hacer todas las mañanas, de su vida amorosa más bien inconstante y, finalmente, como si ella lo hubiera buscado desde el principio, llegaron al tema de su familia.

Felipe se quedó en silencio. Miró los títulos en el librero y los olvidó en el acto. Encontró una foto de Julia y se detuvo en ella un momento. Se detuvo, sobre todo, en la ligera torcedura de sus labios dentro de la imagen.

—Si no quieres hablar de ello no hay problema. Era bonita, la torcedura.

—No. Está bien. Mi hermano vive en su casa. Mi madre en la suya, con su hija y su esposo. Yo vivo solo. —Entonces volteó a verla y descubrió esa misma imperfección en su rostro vivo. Ella movió ligeramente los labios. Se los mordía por dentro—. Mi padre está en coma.

Guardaron silencio. Julia se acomodó en el asiento y bajó la libreta a sus muslos cruzados. Después se quitó los lentes, los puso en una mesita a su derecha y se llevó el dedo índice a los ojos, como si se quitara una pestaña. Entre la mesita y la ventana, una planta extendía sus ramos de hojas como manos.

—Hace seis meses fue el accidente. Los médicos creen que tiene alguna posibilidad. La verdad es que ya no va a despertar —y dio un suspiro sincero, natural, como la muerte.

—Lo siento.

—No te preocupes. Solo no quiero hablar más del asunto.

En realidad estaba un poco harto de aquel asedio. Hacía mucho que no hablaba tanto de sí mismo. Solo así se desnudaban los síntomas, ya lo sabía, sin embargo le parecía un ejercicio desgastante y vano.

—Y tú, ¿tienes familia?

—Sí. Sí tengo —Julia sonrió y la torcedura se acentuó en una delicada curva—. Pero no se trata de que tú me psicoanalices a mí, ¿verdad?

—Perdón, perdón —dijo Felipe ampliando la sonrisa—. Supongo que me he desacostumbrado a este tipo de… interacciones… consultas.

—No te preocupes, me parece que es suficiente. —Puso su libreta de notas sobre la mesa y tomó una postura más relajada—. El insomnio puede ser causado por la carga de trabajo y las preocupaciones familiares. Es comprensible. Debe ser un momento muy delicado emocionalmente para ti y tu familia, aunque ya ha pasado un tiempo desde el accidente de tu padre. Intenta reducir tu carga de trabajo, eso servirá. ¿Hay alguna actividad que disfrutes hacer en específico?

 

La hora de la consulta había terminado y, antes de irse, Felipe le pidió a la psicóloga alguna sugerencia para vencer el insomnio. La receta fue bastante comprensible: regular sus horas de sueño, hacer ejercicio y encontrar alguna actividad relajante. No entendió qué había de malo con sus pasatiempos bursátiles, y prefirió olvidar este último consejo.

Pagó la visita y se levantaron de sus asientos. Julia lo dirigió a la salida, como si Felipe no supiera el camino. Esta vez se tomó el tiempo para verla andar, seguro de que no voltearía.

Conocía mujeres que caminaban con torpeza, dando traspiés o aventando las piernas mecánicamente en pausas y síncopas injustificables. Pero los pasos de Julia eran ligeros y tenían un aire de vuelo. No eran demasiado largos ni demasiado altos.

Se despidieron en la puerta. Felipe pensó que en el fondo lo del insomnio no era del todo desafortunado. Quizás lo más conveniente era seguir durmiendo mal. Subió al carro. Si regresaba el sueño, no volvería a ver a Julia y sería una lástima.

 

Llegó cuando ya oscurecía y caminó hasta su departamento, en la planta baja, deslizando la libreta de notas en el portafolio. Entró directo al estudio. Aventó el portafolio sobre el escritorio mientras sacaba el periódico de la mañana.

Se sentó en el sillón y encendió la computadora. Pasó varias páginas con presteza, sobrevolando noticias obsoletas mientras esperaba. Cargó Reuters para registrar los cierres de jornada en las bolsas estadunidenses.

Buscó la gráfica de Nasdaq entre los archivos. Tras una curva inmutable que ascendía desde las últimas dos semanas, había caído de nuevo, sin previo aviso, con una brusquedad incomprensible.

—No puede ser…

Miró la pantalla un momento reposando el mentón sobre la mano. Vio la hora en la esquina inferior derecha. Terminó de husmear en las gráficas de seguimiento y apagó la computadora. Era tarde. El programa de Nora ya había comenzado.

Prendió la televisión de la sala y fue a la cocina a calentar agua para té. Después de los comerciales, apareció ella con un hermoso bicho en el dorso de la mano. Era la cuarta transmisión desde el Amazonas. Hacía apenas una semana que el equipo había salido de Manaos para internarse en el curso del Río Negro.

El insecto era una especie voladora del tamaño de una polilla con alas largas y contráctiles. Sobre su espalda pequeños lunares azules hacían un juego de líneas y en su cabeza dos antenas se agitaban curiosas contra la piel blanca de Nora Kasabian. Las alas tenían caprichosas motas de amarillo y rojo sobre negro que hubieran encajado perfecto en un cuadro de Miró.

Ella vestía como si siguiera en la sabana africana, con pantalones, chaleco y un sombrero color caqui. Su cabello brillante caía en mechones sobre el rostro y sus ojos pardos contemplaban fijo al pequeño animalito que, de pronto, echó a volar.

Dijo el nombre científico del insecto. El guía brasileño pronunció su nombre común y Nora Kasabian sonrió sin atreverse a repetirlo. Después empezó a hablar sobre insectos, biodiversidad, evolución: esos temas que encantan a los biólogos, en especial cuando trabajan en la National Geographic.

Felipe se levantó a servir el té. Pensó que era simpático que un bicho con la misma anatomía que una cucaracha pudiera ser tan hermoso. La diferencia, la inconmensurable diferencia, eran los colores. Sonrió tontamente y pensó en mandarle a Nora un correo. El teléfono sonó antes de que llegara a la cocina.

Corrió a apagar el fuego y fue a la sala para contestar.

Supo que era su hermano apenas un segundo antes de escuchar la voz del otro lado de la línea.

—¿Bueno?

—Bueno. Felipe. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. ¿Tú, Rodrigo?

La situación le pareció natural, familiar, como parece familiar el sillón cotidiano, la voz fraternal, el murmullo interminable de la tele cual música de fondo o la larga pausa que sigue a una pregunta rutinaria.

—Bien —respondió al fin Rodrigo. Y volvió a guardar silencio, un silencio profundo que, sin embargo, no incomodó a Felipe del todo.

Felipe tuvo esa extraña sensación de dislocación temporal que suele percibirse con frecuencia en los sueños, pero que pocas veces traiciona la lucidez del día. Pensó que debía estar cansado. La tele, una tarántula sobre esa mano blanca, la iluminación de la sala, el volumen exacto de una explicación biológica acerca de los arácnidos, todo estaba en su perfecto lugar. Y entendió que había llegado la hora.

—Papá ha muerto —dijeron los dos al mismo tiempo.

También Nora Kasabian guardó silencio por un instante, como si estuviera presente.

—¿Ya lo sabías, Felipe?

—No. No lo sabía. Pero tarde o temprano iba a pasar.

—Sucedió esta tarde. Me hablaron del hospital. Estela estaba de visita.

—¿Cómo está?

—Bien.

—¿Y mamá? ¿Ya le dijiste? —poco a poco fue desapareciendo esa sensación extraña. Empezaron los comerciales y la vida regresó a su imprevisible transcurrir.

—No.

—¿Quieres que yo le hable?

—No. Yo me encargo. —Desde el teléfono llegó algo así como un sorbo—. Mañana es el velorio. Estela está arreglando todo. En cuanto sepa la dirección del lugar, te aviso.

—Gracias, Rodrigo.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Colgó el teléfono.

Fue a la cocina a servirse el té y regresó a la sala. Miró el final del programa sin entender lo que decía el guía brasileño. Ni siquiera intentó concentrarse. Esperó a que aparecieran los créditos finales y se terminara el té y comenzara el noticiero y pasaran unos cortes comerciales para decidirse a apagar la tele.

Los pies anduvieron sordamente hacia su recámara. No encontraron otro lugar adónde ir. Estaban cansados.

Releyó cuatro veces un mismo párrafo y después pasó al siguiente, no muy seguro de haberlo entendido. Era algo sobre Jacob o Israel. Algo sobre la fuerza de Dios.

Por fin, cansado y aturdido, cerró el libro. Apagó las luces. Se acostó.

No cerró los ojos. Se quedó ahí, tendido boca arriba varias horas, antes de lograr conciliar el sueño.