Tierra Adentro

Solo se trata de llevar el mensaje

 

I

 

El presentador de las noticias no leía los titulares en el teleprompter. Sus palabras y mirada iban dirigidas al recién iluminado, al rey del carnaval de aquel año, a mí, el encarnado espíritu de Osiris, la luz del mundo. El renacimiento de la flamante primavera. La Semana santa estaba próxima y yo era el nuevo Sol, el Señor del Bosque, Jesucristo cubierto con una piel caprina.

Escuchaba las voces detrás de las cosas y los acontecimientos. Era incapaz de aceptar las coincidencias. Estaba extasiado por una supuesta personalidad mágica y podía jurar que con tan solo ver de cerca a alguien leía sus intenciones. Cerraba los ojos y del negro aparecían calaveras, cucarachas, ratas, cuerpos decapitados. Los mitos cobraron vida. Shiva, con su cobra al cuello, me abría el costado con un tridente. Mi sangre salía y formaba una alfombra roja desde la base de la cruz hasta mi tumba.

Un terror nocturno me azoraba como a un niño cuando se le viene el techo encima en las noches lluviosas, o cuando en las sombras de las ramas ve fantasmas. Trasnochado, con las manos temblorosas de cansancio, imaginé ser el rey de burlas, otro crucificado elegido por el popular culto a la Muerte. Sabía que mi asesinato estaba fechado según la agenda esotérica del Poder Secreto, y no pasaría mucho tiempo para que llegara el día de la ceremonia.

Toda información sobre ocultismo que encontré en internet la integré a mi nuevo sistema de creencias. Vinculaba hechos científicos, económicos, políticos y artísticos a través de las conexiones más insospechadas. En este siglo cibercultural del Nuevo Orden, donde la labor del investigador es extraer la verdad entre tanta mentira subida a la red, cualquiera puede tener un episodio esquizofrénico, con más razón si consume constantemente cristal y LSD.

Mi perro era un robot, mis familiares brujos y asesinos, mis amigos una bola de espías, y mi novia había vendido su alma y la mía en la corte infernal. Cuando nadie me observaba, me comunicaba con la televisión. Si veía un documental de la vida salvaje, estaba seguro de que se referían a mí cuando hablaban del animal más exótico en la cadena alimenticia; si cambiaba de canal a un programa de cocina, el platillo principal era mi carne; si había una película en la que perseguían a muerte a un personaje, ese era yo, la víctima estelar del mundo que controla al otro mundo a partir de holocaustos humanos. La televisión, con su simbología camuflada, me explicó que estaba destinado a ser el nuevo profeta de las naciones. Yo me consagré delante de ella a tal misión.

En las calles todas las mujeres querían mi sexo y todos los hombres mi cabeza. Me sentí el deleite de sus perversiones. Aún así, continuaba con mis asuntos diarios. Sacaba los pendientes en la oficina. Visitaba a Gaby, mi novia. Paseaba a Blas por el parque. Iba a una que otra reunión familiar. Salía de fiesta. Pagaba la renta y los servicios. Llenaba el refrigerador. Mis alucinaciones pasaban desapercibidas. Incluso varios amigos me dijeron que parecía estar en mi mejor momento.

 


 

 

 

II

 

Quería fumarme todo el opio del planeta. La cabeza me punzaba. Regresaban mis suegros a la ciudad luego de unas vacaciones, y acompañé a Gaby al aeropuerto. Le dije que fuera ella a buscar a sus padres, que no aguantaba el dolor, y me senté en una cafetería a hojear el periódico.

Los encabezados de las notas eran las claves necesarias para entender mis peligros y fortalezas. Los números guardaban significados dobles. Las palabras brillaban. Mis canales se abrieron totalmente. Tenía la certeza de que algo extraordinario sucedería. El aeropuerto se volvió un gran teatro y yo era el actor principal.

Los símbolos aparecieron más allá del papel. Todo hablaba. Todo se comunicaba conmigo. No había lugar para la casualidad. Cerca de mí pasó un niño corriendo que traía puesta una playera con el estampado de un conejo —en el antiguo Egipto, Osiris era representado como una liebre—. Yo, Osiris reencarnado, lo seguiría hasta su madriguera.

Dejé mi asiento y fui de señal en señal hacia la verdad de mi propósito mesiánico. No sé cómo terminé abriendo una maleta. ¿Qué pensaba encontrar ahí? Una llave, un libro, una fotografía, un talismán, hasta un pedazo de vidrio o una envoltura de chocolate hubiesen tenido sentido. Las teorías más descabelladas iluminaban mi cerebro. La dueña del equipaje gritó al verme sacar sus cosas echándolas por todos lados. Me vibraba contra mi voluntad un ojo. Dos guardias me sometieron con una llave de lucha y me llevaron a un cuartito para ser interrogado.

—¿Por qué abrió la maleta, joven? —inquirió el que parecía más buena onda de los dos.

—Son parte del teatro. Ustedes saben.

Se quitó la gorra y le preguntó a su compañero sin dar crédito a sus oídos:

—¿Teatro?

—No estamos jugando —dijo enojado el otro, de bigote—. Cometió un delito y podría ir a la cárcel.

Con la esperanza de ser escuchado por un maestro de alta jerarquía de la élite mundial que hiciera una llamada y solucionara mi problema, les dije:

—Los corderos sacrificados a los dioses resultan bastante humanos. No hay misterio. El rey Salomón sigue vivo, hasta los niños y los perros de la calle lo saben.

Hubo un silencio. El guardia buena onda dio unos pasos alrededor del escritorio y se talló los ojos. El de bigote no quitaba su mirada de la mía. Yo permanecía quieto en la silla tratando de mantener una expresión inteligente.

—¿Cuál es su nombre, joven?

—Natanael Cienfuegos.

—¿Qué edad tiene?

—Veintisiete años.

—¿Cuál es su domicilio?

—Calle Pinos número 731, departamento 10, colonia Roma.

—¿Tiene alguna identificación oficial?

Saqué de la cartera mi credencial de elector y se la di.

—¿A qué se dedica, Natanael?

—Trabajo en una agencia de publicidad, soy diseñador gráfico.

—¿Sabe lo que hizo?

Enderecé la espalda dispuesto a soportar los latigazos.

—Tiene suerte de que no se vayan a presentar cargos en su contra, joven. Su pareja habló con la dama propietaria del equipaje y arregló todo. Si no fuera por ella, no sé que habría sido de usted.

—Soy —declaré con seriedad— una pantera rosa más, ningún Cristo.

—¿Qué te pasa? —secundó de sopetón el de bigote—. Necesitas ayuda profesional.

—¡Ggrrrruaff! —le ladré como un perro, clavándole los ojos.

 


 

 

III

 

A sugerencia de mis suegros, al día siguiente me llevaron al psiquiatra, un señor de barba bien recortada con los ojos muy pegados. No tardó en valorarme y me recetó Diazepam y Risperidona, sus caballitos de batalla. La historia se corrió: Natanael anda muy mal.

No me dejaron solo ni un instante a partir de esa mañana. Se turnaban para acompañarme en el departamento; a veces Gaby, otras mi primo, mi hermana. Me sacaban plática para saber cuán afectado estaba. Se asustaban cuando oían que hablaba con la televisión o con la boca pegada a la muñeca.

Con la excusa de que tenía que descansar no me permitían ir al trabajo, mucho menos fumar mota o tomarme una cerveza. En vano luchaba contra el aburrimiento. Tirado sobre la cama, estiré el brazo y tomé del librero lo primero que alcancé: el Kybalión. Leí hasta la última página. Cerré los ojos y proyecté en mi mente un salón de vigilancia de la Gran Logia de Logias de los místicos. En múltiples pantallas se transmitía la vista cenital de mi recámara. Llamaba su atención pintándoles el dedo.

 


 

 

 

IV

 

Cuando llegué a casa de mi madre, me di cuenta de que era a mí a quien esperaban. No cabían en la sala. Solo en año nuevo veía a tanta familia. Uno por uno me abrazaron. Sentí su protección. Descarté la idea de que eran ellos quienes buscaban mi sacrificio. La paranoia dejó de ser total, ahora tenía aliados.

Pregunta tras pregunta comprendieron la gravedad de mi trastorno. A cada respuesta hubo señales de preocupación. Al hablarles de las cámaras y micrófonos escondidos quedó bastante claro: Natanael enloqueció.

Así como la familia crece, también enferma y muere, y algo de mí estaba enfermo o muerto. Malentendí sus rostros de conmiseración, sus ojos llorosos. Imaginaba que estaba en la antesala de mi crucifixión.

—¿Qué te parecería internarte en un centro de rehabilitación por unos meses? —intervino mi tío Francisco, la figura más paternal de la familia.

—Estamos muy preocupados por ti —agregó una de mis tías.

—En un centro de rehabilitación vas a estar mejor, hijo.

—Queremos lo mejor para ti, primo.

—Necesitas tratamiento —reiteró mi hermana— lo más pronto posible.

—¿Y bien, Nat? —preguntaron de nuevo—, ¿estarías dispuesto a internarte unos meses para que te mejores?

Aluciné que su plan era refugiarme en un sitio donde estuviera a salvo. Confiado en que encontrarían un buen escondite donde no corriera peligro, acepté sin entrar en detalles. La habitación cambió de aire. Acordamos que me internaría después del fin de semana. Quería despedirme de mi novia.

—¡Bendito seas, Jesús! —exclamó al cielo mi madre.

—¡Aleluya! —grité sarcásticamente.

 

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