Para los que están armados
Con cariño, del lado de acá.
Tengo un recuerdo: mi hermano preparando un licuado por ahí de 1989 mientras velábamos a mi abuelo. Tómalo al hilo, me dijo, y nos sentamos en la cama a esperar, aún ahora no sé qué esperábamos, pero lo que me queda claro es que mientras el tiempo pasaba, comprendí que era la primera vez que estaba frente al cuerpo sin vida de un ser querido.
A su partida siguieron otras, unas más o menos dolorosas, cauce normal de los días, supongo. Cada segundo se muere alguien.
Pero no fue hasta que entré a la Universidad que experimenté ese extraño pesar que se siente cuando un escritor al que recurres con frecuencia, fallece. Yo no lo sé de cierto, pero supongo que era un poeta.
Es un dolor más dulce, nostálgico, sin llanto y con tristeza. A lo mejor ese sentimiento surge porque sabes que una persona que hacía más habitable el mundo, dejó de existir. Quizá lo que ocurre es que mientras vive y terminas de leer un poema, un cuento o una obra suya, tu sensación de complicidad es más fuerte al imaginar que en algún lugar en ese mismo instante, está haciendo no sé qué cosa, pero esa cosa es cotidiana, tan común y corriente como pasear por la calle o hacer la despensa y eso es lo que lo acerca un poco más al simple ser humano que eres tú.
Y entonces una mañana anuncian que ya no más, que hizo maletas y partió y es ahí donde surge una revaloración. Es bien sabido que a su muerte le siguen reediciones; publicaciones de su obra inédita, promesas de tributos y homenajes públicos y de repente, resulta que todo mundo lo leía.
Si la muerte fue prematura, es decir si fue un escritor joven creativamente hablando, es más lamentable porque a fin de cuentas, nunca se sabrá si tuvo tiempo de decir todo lo que quería y de la manera en la que deseaba hacerlo; si dejó cosas inconclusas, si ese borrador que descansa sobre la mesa o ese archivo de la computadora quedó terminado y si de verdad se hubiera animado a mostrarlo…
Pérdidas lamentables de este tipo se han dado en la dramaturgia nacional, ya sea por enfermedad, por accidente o por suicidio, como el caso de Gerardo Mancebo y Jorge Kuri.
¿Pero qué pasa por tu alma cuando aquel dramaturgo o poeta al que leías, además era tu “compañero” en esto de las letras? ¿Cómo afrontas la pronta partida de aquel con el que platicaste en tal o cuál encuentro de esos que les gusta organizar y que llaman “de escritores”? ¿Aquel que te recomendó “x” libro sabiendo que te podría gustar? ¿Al que encontrabas en un café o un teatro? ¿Qué te queda?
En fechas recientes partieron dos poetas con los que tuve oportunidad de convivir. Primero Marco Fonz y días después, Sergio Loo, uno por voluntad propia, otro aferrándose a la vida hasta el último momento.
Es verdad, no son dramaturgos, ni actores, escenógrafos o directores, no son gente de teatro y siendo estrictos, no tendría yo que hablar de ellos en este espacio, pero haciendo un acto de franqueza, es mi deber decir que no podía ni quería pasarlos por alto.
Resulta extraño descubrir otro matiz en eso de las despedidas; sí, lamentable el fallecimiento de Juan Gelman; sin duda irreparable la pérdida de José Emilio Pacheco, pero ¿y ellos? ¿Se llevaron consigo el que hubiera sido su mejor poema? ¿Su obra? ¿Les faltó vida y les sobraron palabras?
Iliana Vargas, narradora y amiga, escribió sobre la muerte de Fonz “dejaste hablar a tu corazón, y el corazón te dijo: silencio” Lo escribió así, desde las entrañas, sin pensárselo mucho y no hay verdad más grande. Uno escribe lo que puede, no lo que quiere, porque a fin de cuentas, a lo mejor tienes la gran idea; el recurso brillante que a nadie más se le ha ocurrido; la trama perfecta y si el corazón ordena callar; el escenario o en este caso el papel, se queda vacío y se baja el telón.
Relatar tal o cuál anécdota sobre ellos me resulta inútil en esto de recoger las cosas e irse, y el lugar común receta aferrarse a los recuerdos porque eso es lo único que queda, eso y leerlos.
Leamos pues a todos aquellos amigos nuestros que se han marchado, traigámoslos de nuevo a compartir el pan y una que otra cerveza; hagamos que canten con nosotros hasta las tres de la mañana y si es posible digámosles también: mira, esta escena tuya, no es tan buena ¿eh?; este cuento sí que te quedó redondito; el verso de acá me gusta más y si me apresuras a decirte, te confesaré que ese libro del que hablabas maravillas, no me lo pareció tanto, pero que ese otro sí que me gustó.
Hagamos un festín, rindamos tributo desde nuestras casas y admitamos que algo debe estar muy mal o muy torcido en este mundo que hasta los poetas se están exiliando de aquí.