Paleontólogo, cura y hereje: a 60 años de la condena a Pierre Teilhard de Chardin
No es difícil imaginar la sacudida que significó el hallazgo y los estudios de fósiles a lo largo del siglo XIX en ámbitos como la ciencia, las humanidades y la religión. Unas cuantas décadas bastaron para cuestionar certezas milenarias sobre la longevidad del planeta, la conformación y adaptación de las especies o la supuesta y hasta consagrada superioridad del homo sapiens sapiens respecto del resto de seres vivos. Igual que las vanguardias en el arte, la paleontología se posicionó como una entre las ciencias, y su desarrollo más que responder a viejas interrogantes sobre el origen de la vida abrió otras tantas, la mayoría ni siquiera imaginadas.
Figura clave en el desarrollo de la paleontología, y con mayor razón por hallarse en uno de los estrados más vapuleados por ella, el de la religión, el padre Pierre Tielhard de Chardin empeñó toda su obra en la reconciliación de las ciencias naturales con la teología. Nació en Orcines, Francia, el 1 de mayo de 1881; ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en 1899 y se ordenó sacerdote en 1911. Poco antes, en 1909, conoció a Charles Dawson, quien despertó en él una afición cada vez más creciente por la paleontología. Un año después de su ordenación, con el visto bueno de los superiores jesuitas, comenzó a trabajar en el Museo Nacional de Historia Natural de Francia. Durante la Primera Guerra Mundial se desempeñó como capellán y camillero del ejército francés; y en 1916 publicó sus primeras obras, La vida cósmica y Cristo en la materia, en las que trasluce las pinceladas de una interpretación teológica y metafísica de la evolución del cosmos. Paulatinamente, Teilhard de Chardin se encontró entre los paleontólogos más destacados de su generación, lo que le valió un reconocimiento internacional y no pocos enemigos dentro de la Iglesia católica.
Para la década de 1930 era evidente la suspicacia que su obra despertaba en Roma, razón por la cual se le prohibió enseñar en cualquier instituto católico y aceptar un puesto en el Collège de France. La censura venía no solo de Roma, sino de la misma Compañía de Jesús: el Boston College, una de las universidades jesuitas más importantes de Estados Unidos le confirió el doctorado honoris causa, pero cuando llegó se le notificó que la condecoración había sido cancelada. Apartado de la vida pública, Teilhard de Chardin pasó sus últimos años en Nueva York, donde falleció el 10 de abril de 1955, Domingo de Pascua. Fue enterrado en el cementerio del entonces noviciado jesuita de Hyde Park, convertido hoy en el Instituto Culinario de Estados Unidos.
Siete años después de su muerte, la Sagrada Congregación del Santo Oficio —conocida en otro tiempo como la Inquisición— publicó el siguiente monitum (advertencia):
Varias obras del P. Pierre Teilhard de Chardin, algunas de las cuales fueron publicadas en forma póstuma, están siendo editadas y están obteniendo mucha difusión. Prescindiendo de un juicio sobre aquellos puntos que conciernen a las ciencias positivas, es suficientemente claro que las obras arriba mencionadas abundan en tales ambigüedades e incluso errores serios, que ofenden a la doctrina católica. Por esta razón, los eminentísimos y reverendísimos Padres del Santo Oficio exhortan a todos los Ordinarios, así como a los superiores de institutos religiosos, rectores de seminarios y presidentes de universidades, a proteger eficazmente las mentes, particularmente de los jóvenes, contra los peligros presentados por las obras del P. Teilhard de Chardin y de sus seguidores.
En sentido estricto, la declaración no se trata de una condena a la obra de Teilhard de Chardin, sino de una advertencia —distíngase el monitum de otros tipos de censura como el interdicto o la excomunión, que se aplican en vida—; sin embargo, en la práctica el monitum bastó para apartar todos los libros de Teilhard de Chardin de los seminarios, universidades católicas e institutos religiosos. El golpe caló hondo en los partidarios de una apertura de la Iglesia a las ciencias naturales, sobre todo porque ocurrió durante el periodo de preparación para la apertura del Concilio Vaticano II, bajo el pontificado de Juan XXIII.
El punto de quiebre en la obra del padre Teilhard con la ortodoxia romana es su cristología. La tradición cristiana admite como dogma de fe que Jesucristo comparte al mismo tiempo dos naturalezas, una humana y otra divina, es “verdadero Dios y verdadero hombre”, como reza desde el siglo V el Credo de Calcedonia. La cristología de Teilhard no niega la doble naturaleza del Hijo de Dios, pero la presenta como triple: supone que el Cristo, además de la humana y la divina, tiene una naturaleza cósmica por la cual, a través de los misterios de la encarnación y la eucaristía, se hace omnipresente en el mundo material. Esta cosmicidad de Jesucristo repercute en la manera como se comprenden los dogmas antes mencionados. La encarnación, más que entenderse como un nacimiento milagroso en el vientre de una virgen, se trata de la inserción histórica de Jesús en el universo y, así, en el proceso mismo de la evolución.
Mención aparte merece su interpretación de la eucaristía, cuya operación, en palabras de Teilhard en La vie chrétienne (La vida cristiana, 1944), es “la expresión y manifestación de la divina energía unificadora aplicándose poco a poco a cada átomo espiritual del universo. Por consiguiente, unirnos a Cristo en la eucaristía significa ipso facto incorporarnos inevitablemente poco a poco a la cristogénesis que es el alma de la cosmogénesis universal”. En otras palabras, en la ofrenda que es la eucaristía Cristo condensa al mismo tiempo su ser humano, divino y cósmico. No sólo la corporeidad de las especies sino la totalidad de la creación se ofrenda al Padre a través del Hijo por acción del Espíritu Santo. Lo que proponía Teilhard no era otra cosa que una visión unificadora de la materia y del espíritu, algo lejanísimo de la cosmovisión cristiana tradicional.
Para los paladines de la ortodoxia, la fórmula cristológica de Teilhard rayaba en la herejía, aunque no es una en el sentido formal del término pues no niega dogma alguno, se trata más bien de una afirmación heterodoxa, no más que lo fueron tantas otras antes de proclamarse dogmas. Teilhard de Chardin fraguó una mística peculiar: si Cristo se encarnó, debió hacerlo no solo a un cuerpo en concreto sino también a la cadena evolutiva de la vida, compleja red de convergencias y bifurcaciones que tiene en Él su meta, su Punto Omega. La humanidad de Jesucristo abarca el cosmos entero porque la humanidad está ligada a ese mismo cosmos en lo más íntimo, el corazón de la materia, lo cósmico elemental.
La naturaleza cósmica del Cristo abre la puerta a una mística de la materia. La acción cristiana en el mundo no se limita, por tanto, a una participación ritualista o meramente espiritual:
Cuando nuestra acción en el mundo se encuentra animada por la gracia, constituye un cuerpo verdadero, el de Cristo, quien deseó ser completado por cada uno de nosotros. [La contribución cristiana al progreso de la humanidad] no se trata simplemente de impulsar una tarea humana, sino de completar de algún modo a Cristo, [y puesto que] el cosmos se centra en Jesús [según la afirmación de Filipenses], resulta evidente que de alguna manera el hecho de adorar en el futuro del cosmos es parte esencial y primaria de la responsabilidad del cristiano (La vie cosmique, La vida cósmica, 1916).
Una mística de la materia como la propuesta por Teilhard no pretende dar explicaciones religiosas a problemas científicos ni reducir el plano espiritual al aspecto físico. Lo material y lo espiritual son dos planos de la realidad autónomos pero no independientes. Lo espiritual es solo un modo de comprender lo material, y así, la dicotomía entre materia y espíritu, lo sacro y lo profano, encuentra en Cristo una difuminación absoluta.
El cristianismo se basa en el hecho de que el plano material supone una vía de acceso privilegiado a lo divino no por medio de la analogía presupuesta por la escolástica sino por derecho propio: el de ser el plano en el que Dios crea. Las y los fieles cristianos, al hacer progresar el mundo a través de las ciencias, se unen al acto creador de Dios, continuo y salvífico. Por eso Teilhard concibe la labor científica como una eucaristía, tal como explicita en el que es, quizá, su obra más famosa, La misa sobre el mundo (1923), escrita durante una de sus expediciones paleontológicas en Mongolia:
Ya que, una vez más, Señor, no en los bosques del Aisne, sino ahora en las estepas de Asia, no tengo ni pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos hasta la pura majestad de lo real, y te ofreceré, yo que soy tu sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo y la pena del mundo. El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema del Lejano Oriente. Una vez más la superficie viviente de la tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos.
Colocaré en mi patena, Dios mío, la esperada cosecha de este nuevo esfuerzo; derramaré en mi cáliz la savia de todos los frutos que hoy serán molidos. Señor, voy viendo y voy amando, uno a uno, a aquellos que tú me has dado como sostén y como encanto natural de mi existencia. También uno a uno voy contando los miembros de esa otra tan querida familia que se han ido juntando poco a poco alrededor mío, a partir de los elementos más diversos, las afinidades del corazón, de la investigación científica y del pensamiento. Mas confusamente, pero a todos sin excepción, evoco a aquellos cuya multitud anónima constituye la masa innumerable de los vivientes, a aquellos que me rodean y me sostienen sin que yo los conozca, a los que vienen y a los que van, a aquellos, sobre todo, que en la verdad o través del error, en su oficina, en su laboratorio, o en su fábrica, creen en el progreso de las cosas y hoy van a seguir apasionadamente la luz.
Pese a la censura impuesta por Roma a su obra, numerosas ediciones de los libros de Teilhard de Chardin se distribuyeron por todo el mundo en los años inmediatos a la publicación del monitum. En la década de 1980 se trató de reivindicar su pensamiento, pero la Santa Sede refrendó la advertencia de 1962. Hoy día, a pesar de que en el plano de la paleontología las tesis ortogénicas y teleológicas de Teilhard de Chardin han sido refutadas por la comunidad científica, se cuenta como uno de los exponentes más destacados de la reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno, particularmente desde el campo de las ciencias naturales. Su legado, si hemos de sintetizarlo en una sola idea, es el de un jesuita que hizo de la investigación científica una auténtica liturgia cósmica.