Museo de la jotería
Muchas personas en nuestro país saben qué es la jotería, pero pocas se atreven a definirla. Quizá ni siquiera debemos definirla. Tal vez sea algo que solo se expresa o se siente. Aún son menos quienes se atreven a darle color y forma a la jotería a través de las artes visuales. El término, que originalmente poseía una carga peyorativa (dicen, cuando fue aquella infame redada de los 41, los que fueron a dar a la prisión fueron directo a la celda “J”), hoy se convierte en un signo de resistencia. Es necesario hablar de la cultura de la jotería por varias razones. Primero, porque lo “queer” difícilmente se adapta a nuestro contexto mexicano; lo “cuir” o “kuir” aún parece terriblemente deficiente para para acuñar la carga irreverente, festiva y descaradamente cursi que la jotería implica en México. Segundo, porque el insulto transformado en celebración ha originado un sinnúmero de expresiones culturales de enorme valor que no merecen el olvido. Como reza el manifiesto “La (J)-Otredad”, “ser joto no es una etiqueta, es una trinchera de lucha, es colocarme y asumir el estigma de mis congéneres. Porque el asumirse joto es confrontar al macho y al maricón a la vez. Porque en el Otro y el otro me reflejo, me conozco, me reconstruyo y me re-conozco”1. En el mes del orgullo resulta apropiado reunir a cuatro personalidades destacadas para abordar este tema desde las artes visuales. En portada, la pájara Peggy, obra de Daniloween, ilustra esta serie de crónicas.
Aquí cada quien carga su propia cruz
“Iztapalapa está lleno de colores como buen barrio pobre”, comenta mi guía conforme avanzamos en el camión abriéndose paso por las calles y su variopinta colección de murales cursis que vivifican los desgastados muros. Me cuenta que la delegación llega a cada puerta ofreciendo a los vecinos mejorar las fachadas con imágenes de mariposas, niños, caballos y personajes célebres. Mientras escucho su explicación, el cablebús sube y baja por encima de nosotros. Al llegar al corazón de la colonia La Era, Daniloween me abrió las puertas de su habitación ambientada como una casa de los sustos: las cortinas oscurecen su espacio personal lleno de luces neón. El piso es no muy diferente al de las secuencias pesadillescas de Twin Peaks y por todas partes hay chacharitas de Halloween, disfraces y recuerditos provenientes del tianguis de Las Torres. Sus propias obras decoran los muros.
La noche que conocí a Daniel Silva “Daniloween” (CDMX, 1996), llevaba consigo una mochila inflable, una playera naranja con una calabaza de Halloween y unos tenis, también naranjas, de plástico. Alguna vez le preparó una caja sorpresa con regalos a la Aimep3. Envuelta en un papel café, la caja viene decorada con el rostro de la propia youtuber pintado con plumón (luego el paquete fue a dar a la oficina de correos porque ella lo retachó y envió directito al remitente). Esa devoción entre la ironía, la malicia y la ternura, acapara el resto de sus cuadros. En sus retratos pictóricos, ha pintado a todas las celebridades mexicanas que el elitismo cultural jamás incorporaría a su repertorio. Sus trabajos son terriblemente anacrónicos. En más de una ocasión, coquetean con el mal gusto. Sin embargo, cada uno de ellos siempre tiene un detalle especial, juvenil, humorístico, cargado de fanatismo y, sobre todo, un resabio orgullosamente local. Entre sus retratados aparece el “Cibernético” cual demonio de Gustav Doré; Laura León “La Tesorito” y Lyn May en plan musas de Botticelli; Laura Bozzo y Magda Rodríguez (QEPD) haciendo casting para una peli de John Waters. Su formación es, ante todo, tradicional, y bebe del paisaje y del estudio anatómico más riguroso. Me gusta pensar que siempre hay una relación de amor no correspondido entre él y sus imágenes; siempre hay un defecto entre la realidad y la representación: es la distancia insalvable entre el fan y la farándula, entre el espectador y la pantalla. Existe, además, una identificación biográfica con sus personajes. A Irma Serrano “La Tigresa” le rinde tributo por su interés en el mundo esotérico. A Carmen Salinas la reinterpreta como la mujer lagarto de la feria, pero también por un motivo muy personal: “Yo veo a mi mamá muy relacionada con Carmen Salinas, como si fuera algo así como la mamá de México”, asegura el pintor.
El soundtrack de nuestro encuentro iba como anillo al dedo: el tema de Halloween y de The X-Files versión cumbia, “Perfume de gardenias” (slowed and reverb) y la música de Sentidos Apuestos, agrupación musical de Monterrey que hace versiones vaporwave de los hits del pop mexicano noventero. Bien pudiera ser que los cuadros de Daniloween sigan el mismo procedimiento de Sentidos Apuestos al apropiarse con humor de la cultura popular mexicana, incluso estableciendo vínculos de “des-identificación” con los estereotipos negativos de la homosexualidad en pantalla confeccionados por la televisión abierta2. De ahí su reinterpretación de Pol y Carmelo, los meseros del programa de comedia La hora pico. En una época en la que el mainstream se rehusaba a mostrar representaciones adecuadas de la cultura gay en México, el único referente que teníamos en la cultura popular las generaciones nacidas en los noventa eran los personajes burdos que reforzaban estereotipos homofóbicos y operaban para el deleite de la audiencia promedio que condenaba al “desviado”. Pero cabe preguntarnos: ¿cuál sería una representación justa para todas las audiencias? En esa ambivalencia se sostiene el retrato de Daniloween. Su mirada no sataniza, pero tampoco redime al producto original: son dos personajes grotescos provenientes de ultratumba, que reencarnan como vampiros al más puro estilo de Germán Robles atormentando a las mentes políticamente correctas de nuestra época.
¿Y cómo no preguntarle por su devoción de Halloween y el día de Muertos? Es la misma devoción que le ha inspirado a montar, el año pasado, dos exposiciones seguidas con el título de Especial de Halloween, con un tono macabro, festivo y colorido: “Yo de pequeño decía que quería dormir en un ataúd. En la escuela, las maestras pensaban que yo estaba deprimido o que tenía problemas en mi casa. Una vez, hasta mandaron llamar a mis papás. La verdad era que los ataúdes me parecían muy bonitos y me recordaban al día de muertos”. El retorno a lo infantil en el universo de Daniloween revela cómo la construcción de las identidades queer en numerosas ocasiones se asocia con el retraso (backwardness), como una temporalidad no-lineal o colapsada que hace sucesivos saltos al pasado y se aferra a la nostalgia o a la imposibilidad de crecer dentro de una cultura heteropatriarcal que lo dificulta3.
Esa mirada hacia el pasado devela una actitud decididamente kitsch y camp: “Halloween me dejaba explorar lo que no me dejaban ser: vestirme de negros, los ataúdes, disfrazarme… Yo creo que eso tiene que ver con ser gay. Entre más te privan, más caes en tentación. Esas prohibiciones las vivimos los gays todos los días”. Como anota Alejandro Varderi, la cultura gay se ha aferrado intensamente a los objetos kitsch, aún más en México, donde “para los menos afortunados (…) aferrarse al objeto kitsch, ya sea la estampita de la Virgen de Guadalupe o un pliegue en el manto de la Santa Muerte, es el último recurso antes de abandonarse a la desesperación o al suicidio”4. Entre esas imágenes de horror, Daniloween cita como una de sus referencias Elm Street 2 (1985, dir. Jack Sholder), donde se presume que Freddy Krueger es un asesino gay en serie y su víctima protagónica sufre en secreto la represión de su homosexualidad.
Pero el terror que Daniloween propone en su obra no solo es truculento y escabroso. El más reciente parque temático de dinosaurios en la delegación, Iztapasauria, inaugurado en diciembre del año pasado, asegura Daniloween, “cambió todo el sentido de la colonia”. Porque Iztapalapa es más que inseguridad y violencia: es una delegación amplia y complejísima, con un índice poblacional más alto que el de países europeos aburridos como Malta o Luxemburgo. Al pasear por sus calles, es fácil darse cuenta de la gran cohesión y unión familiar entre sus habitantes. Coincidentemente, seres fantásticos, prehistóricos, e inimaginables, como los Nahuales, abundan las imágenes de Daniloween. Esta mitología de la criptozoología convive también con la mitología del deseo urbano y la jotería, como es el caso del “chacal”.
Una de sus pinturas más recientes nos muestra a un “chacal” posando junto un power wheels edición Jurassic Park. El cuadro se ha ganado el nombre entre sus seguidores de Instagram como “Motopapi”. “Desde que era morro sentía un fuerte deseo cuando iba al tianguis o veía al que traía el agua. Me acuerdo que, cuando era más chavo, me iba a los parques. Era cuando yo ya sabía lo que me gustaba pero no pasaba de ahí. Nomás me latía ver”, evoca Daniloween. Más allá de las aclaraciones políticamente correctas que se puedan hacer en torno al “chacal” como constructo racial, la representación del artista evoca la tensión gay frente al buga, quien a veces se regocija con la mirada y la contemplación del otro que lo mira y sabrosea. Remite, desde luego, al “Guadalupapi” (2000) de Valerio Gámez, célebre fotomontaje que ha decorado los muros del antro El Marrakech. A diferencia de esta imagen y su pose claramente confrontativa, el personaje de Daniloween desvía la mirada, se transforma en un héroe anónimo de la clase trabajadora mexicana.
Entre los héroes vivos, rondan los fantasmas y las ánimas, las presencias espectrales y oscuras de un México oculto de sincretismo y prácticas paranormales. Daniloween convierte a su natal Iztapalapa un sitio mágico y maravilloso. Por la tarde nos lanzamos al Cerro de la Estrella. Echamos a andar la misma cuesta donde filmó su video-performance El segundo viacrucis (2022), acompañado de dos amigos que lo filmaron, como un Jesucristo salido de una pastorela infantil mexicana: “Aquí cada quien carga su propia cruz y esa es, muchas veces, llevar el agua hasta las casas. Conseguir una pipa o transportar un garrafón puede ser un verdadero viacrucis”. Me cuenta que en Sábado de Gloria en Iztapalapa cierran el suministro de agua para que la población no la desperdicie. Por eso ha decidido ascender como con la cruz de un garrafón, porque a veces es una chinga conseguir agua potable: “Al principio iba a hacer trampa para grabar el video y me traje un carrito para transportar el garrafón. Total, que el carrito se rompió y el performance se volvió verdadero”. La ascensión al Cerro de la Estrella nos hacía voltear para todos lados: una vivienda hecha de basura llena de perros callejeros de la que provenía un olor nauseabundo; una fiesta de quinceañera con los chambelanes con sus cubrebocas del Club América a ritmo del “Gigante de hierro” de Grupo Soñador; una parejita feliz con una carreola paseando un pitbull sin correa.
Cuando ya estábamos muy cerca de llegar a la punta, atravesamos la Cueva del diablo, una de las tantas cuevas de la reserva ecológica, donde, cuentan las malas lenguas, fue el escenario de numerosos sacrificios humanos y ritos satánicos. Aunque el acceso a la cueva está bloqueado por una especie de jaula, alcanzamos a ver a un hombre de gorra roja y semblante misterioso introducirse con mucha discreción a sus entrañas: “No voltees”, dice Daniloween. “Ha de andar haciendo cosas malas”. Nos quedamos escuchando por ahí para ver qué hacía el hombre, y en mi cabeza ya se proyectaba una escena repulsiva y escabrosa.
Al subir, la Ciudad de México parecía una maqueta escolar. La central de abastos podía haber sido hecha de Legos. La torre Mítikah, de plastilina. Un hombre dedicado a hacer limpias en la cima hacía una limpia a otro cabrón y le hablaba del espíritu de Nahui Olin. Allí estuvimos sentados un rato, hasta que las gotas frías de las nubes nos espantaron. Un helicóptero voló por encima. Luego anduvimos merodeando las inmediaciones del asentamiento mexica, donde hay muchos hoyos y montículos de tierra que posiblemente esconden trabajos de brujería. “¿Y si fueran osos hormigueros?”, pregunté de broma. “Qué va”, respondió, “en Iztapalapa no hay osos hormigueros”. Daniloween señaló hacia una sección en la cual el parque colinda con el cementerio: “Una vez andaba con mi amigo y vimos a un perro mordisqueando una caja torácica humana”. Las historias de Daniloween tienen mucho de sobrenatural: es la magia de lo cotidiano al combinarse con supersticiones, lo real maravilloso, el amarillismo y el imaginario popular. Es como si escribiera el creepy pasta de su vida cotidiana.
Descendimos poco antes de que comenzara la lluvia y nos encaminamos a la Alameda municipal, a comer un helado de la Michoacana y seguir chismeando. Más tarde nos encaminamos al camión que me devolvería a mis terruños. En el retorno llevaba conmigo un retrato de Doraemon, en un pesero con el himno Cómo te voy a olvidar de los Ángeles Azules a todo volumen. El conductor iba a toda marcha, con una velocidad inmisericorde que habría hecho temblar al más valiente. Su máquina ruidosa parecía a punto de estrellarse en cualquier instante. De Iztapalapa para el mundo.
Prefiero ser freak que otra cosa
La noche que vi por primera vez a la Licenciada Sniffany Garnier Odio (San José, Costa Rica, 1990) había decorado una cocina con sus anti-obras y celebraba su inauguración con un karaoke improvisado donde sonó “Mío” de Paulina Rubio. La Licenciada se autoproclama “hampartista, anti-diva, ciudadana del mundo, curadora de momentos y todo lo que haga falta”. Me sentía tan intimidado como fascinado por su caracterización: su considerable estatura, su maquillaje estrafalario, su peluca de dama gringa, su abultada y alargada nariz. Sniffany es el alter ego de Roger Muñoz, pintor costarricense radicado en México. En su obra, Muñoz plantea un mundo simbólico y tenebroso donde predominan arquetipos femeninos malévolos. Por medio del alter ego de Sniffany, Muñoz vive la versión amplificada de todo lo que no puede ser, al grado de afirmar que se siente mejor como Sniffany que como Roger.
Sentados en el piso de su estudio por el metro Balderas, entre latas de pintura en aerosol y fumando cigarros Chesterfield, Muñoz me cuenta: “Me interesaba siempre lo más trash. Yo veía a algunas drags con rasgos de subcultura y punketa pero nada de eso me convencía. Era puro bluff lo que estaban haciendo; yo quería hacer otra cosa”. Las primeras apariciones públicas de la Licenciada fueron como host ocasional en fiestas techno y underground en la Ciudad de México. Su primera aparición pública fue en el 2018, cuando la invitaron a realizar un performance en la fiesta Por Detroit, donde llegó acompañada con una charola donde sirvió unas alitas de pollo “que cuando las cruzaba entre sí parecían piernitas de putita asoleándose”. Cuando el organizador de la fiesta le preguntó dónde estaba el performance, Sniffany le respondió que eso había sido el performance: ofrecer alitas crudas a la asistencia. Un mundo, como lo describe “de drogadictos y gente basurera; donde conviven heteros, frikis, piedrosos y parias: ahí es donde yo me siento mejor como drag”. Sniffany gravita en un universo rebosante de jotería, pero siempre con una perspectiva cáustica que le incita a cuestionar ese discurso tan forzado que vemos hoy en la cultura mediática donde el pride es nada más una etiqueta comercial más que un genuino espíritu combativo.
Cuando la Licenciada sale al filo de la medianoche, ataviada en uno de sus tantos anti-looks5, los transeúntes nocturnos no pueden evitar mirarla. A veces le gritan: ¡Mamacita! ¡Qué guapa! ¡Mi reina! Otras, algunos impertinentes advierten: ¡es hombre! Caben todas las reacciones, menos la indiferencia. Es imposible ignorarla por su nariz gigantesca: “A la gente no le queda claro qué es Sniffany: si un chiste o un disfraz”. El encanto del personaje realmente radica en esa ambigüedad y ese no-saber-qué-es dentro de una sociedad que nos obliga a ponerle explicación, nombre y precio a todo. Sniffany es, en todo caso, y para ser más precisos, una vieja en decadencia. Nadie ejemplifica tan bien ese modelo como el personaje protagónico de Whatever Happened To Baby Jane? (1962, dir. Robert Aldrich), donde Bette Davis interpreta a la ex estrella infantil Jane Hudson, ahora como una vetusta y malvada mujer que vive con su hermana en silla de ruedas. El personaje envejecido se opone al paso del tiempo y, desde luego, a la naturaleza. Sniffany llega a grados inimaginables de artificialidad; la naturaleza inspira siempre terror y es una entidad inherentemente malvada.
El personaje de Sniffany se embriona con elementos de la vida personal de su autor en su natal Hatillo: “Si yo soy una señora y pienso como señora, voy entonces a ver a todas las señoras con las que crecí de clases bajas y obreras a partir del personaje de la bruja”. Una gran referencia para entender el look de la Licenciada es el personaje de la bruja principal de Anjelica Houston en The Witches (1990, dir. Nicolas Roeg), sobre todo por el cabello largo azabache, el labial rojo, la sombra azul y su inconfundible nariz6. Otra gran referencia es su querida enemiga MINNI, que con su “horror travesti” apuesta por un estilo de drag que podemos calificar de aseñorado e irreverente, y que hace de la vejez y la carcajada brujeril sus más filosas armas, a la par de un anti-álbum titulado La casa de la risa. MINNI y Sniffany son dos brujas viejas que se bufan de la sociedad contemporánea. Para Muñoz es importante recuperar a la bruja porque es un personaje con el cual “nadie se quiere identificar”. De la Reina Grimhilde a los grabados de Goya, la iconografía de la bruja vieja es siempre la de un cuerpo abyecto. Como advierte Pilar Pedraza en su libro Brujas, sapos y aquelarres, “ni la gran pintura, ni la publicidad ni el cine muestran ancianas desnudas, salvo en casos extremos (…) Por el contrario, la carne de los ancianos varones no se nos hurta ni produce el menor desasosiego”7.
La decadencia y ocaso del cuerpo sexualizado y perverso. Mujeres monstruo. Imaginarios burdos. Viejos maricones. Todo eso nutre (¿o envenena?) al imaginario perturbado de la Licenciada. Especialmente en la cultura gay, tan dada a menospreciar la vejez y hacer culto del cuerpo joven y lozano, el personaje de Sniffany arroja un comentario incómodo sobre los cánones de belleza en la actualidad, pues las corporalidades que plantea siempre están predispuestas a lo patético, lo aberrante y lo ridículo. La Licenciada es, como los cuadros de Muñoz, una combinación de sus obsesiones. Toma prestado de aquí y allá, como un drag de paca inventada desde el tercer mundo: “Así fui construyendo el personaje. Su nariz enorme. Su adicción al perico. Había que tener una regla para que eso funcionara bajo el principio de la comedia”, cuenta el artista al tratar de desentrañar su predilección por el humor negro y despiadado que le caracteriza. Aunque hay muchos elementos pop en su trabajo, la diferencia radica en que se fija más en el “lado oscuro” del pop. Sería, acaso, un pop “marginal” o “bastardo”.
“El freak que me cambió la puta vida es el que aparece retratado en Pink Flamingos de John Waters. Travestismo, fetichismo, mal gusto. Prefiero ser freak que otra cosa”, asegura. En efecto, Sniffany parece heredera de dos genealogías muy particulares: el estilo drag que hizo Divine en los años sesenta, mucho antes de volverse musa de John Waters, y que era una especie de anti-drag en los beauty pageants donde todas las drag querían lucir como Miss Universe, mientras que Divine llegaba con una sierra eléctrica a estos concursos clandestinos. En segundo, los valiosos ejemplos en la historia del arte latinoamericano que plantearon un accionamiento político del travestismo. En el Perú, Grupo Chaclacayo y el Museo Travesti de Giuseppe Campuzano. En Chile, Las Yeguas del Apocalipsis lideradas por Lemebel. Pero quizá el punto de contacto más cercano y afín a Sniffany sea Vaginal Davies, drag queen intersex afroamericane que emergió en la escena punk californiana de los años ochenta con videos y fanzines. El crítico José Esteban Muñoz, opuso el “drag terrorista” de Davies frente al “drag comercial” que predominaba en los años noventa. Muñoz advertía que el drag político de Davies instaura una incomodidad, “un impulso radical hacia la crítica cultural”8.
Así, Sniffany es un personaje que exalta la fealdad y la falsedad al oponerse al canon drag glamuroso y convencional de programas como La más draga. Quizá porque el drag, hoy convertido en industria, cada vez más pierde su valor corrosivo. En el mini-documental Glennda and Camille do Downtown, Camille Paglia recorre las calles de Nueva York acompañada de Glennda Orgasm, personaje drag concebido por el periodista Glenn Belverio. Allí, Orgasm le pregunta a Paglia su opinión sobre el público que condena al drag por considerarlo misógino. Orgasm se defiende argumentando que “las drags tenemos grandes extremos. Puedes ser ultra macho y puedes ser ultrafemenina”.9 Más adelante, Paglia proclama que “la filosofía de la drag queen se basa en la idea de la mujer como dominatrix del universo! ¡Gobernadora del cosmos!”10.
Sniffany es, sin duda, gobernadora de su propio cosmos. Ya sea autoeditándose en fotomontajes para Instagram, alterando su rostro de anciana con FaceApp, peleando con personajes basados en la vida real en The Sims, o montando sus anti-esculturas en galerías y museos (que son, mejor dicho, tótems de brujería o hechizos), colaborando con mujeres cis y trans en su podcast Arte de zorras, Sniffany está en todos lados. Aunque opera en una esfera del arte, su intención nunca es formar parte de la misma. Casi por accidente acaba insertándose en ella, sin tener un portafolio de artista per se e incluso mofándose una y otra vez de sus imposturas. Al entrar y salir, el personaje resiste a las dinámicas de circuitos independientes e institucionales. Sniffany no es performance. Renegar de esa tradición le permite pensarse desde otro tipo de genealogías, desde una historia del anti-performance donde caben personajes construidos desde el sensacionalismo y estrellas mediáticas y virales como “Las Perdidas” o la española Samantha Hudson.
De Sniffany podemos siempre esperar lo inesperado y, pienso yo, lo peor. Ella nos invita a participar en una ficción-fantasía-pesadilla-parodia-burla donde sus admiradores contribuyen a su inagotable farsa. Desde hace varios años, Sniffany le ha declarado la guerra a Laura Bozzo, a Laura Zapata y a Hilary Clinton, la “Lady Macbeth” de la política estadounidense11. La Licenciada ha creado ya su propio metaverso. Probablemente en los próximos días acabará peleándose con Mafe Walker o con cualquier otra celebridad de medio pelo, mientras hace lipsync de “La soledad” de Laura Pausini con su más grande enemiga MINNI. Ya sea paseando a un burro dentro de una galería de arte, hosteando un rave, o simplemente habitando en nuestra imaginación (¿o nuestras pesadillas?), la Licenciada Sniffany Garnier Odio se ha ganado, con creces, un lugar en la contracultura jotesca de la capital mexicana.
Tanta flor y tanto perfume, la gente se moría asfixiada
Aquel martes lluvioso la ciudad convulsionaba colérica en mi trayecto a la casa-taller de Samuel Nicolle (París, 1992). Me hallaba en medio del caos y la histeria más exasperante al que puede llegar nuestra Ciudad en una tarde de martes cualquiera: un grupo de sindicalistas de Notimex bloqueó la avenida Insurgentes a la altura de Chilpancingo al mismo tiempo que caía una granizada infernal. Caminé, pues, la coladera triste y errabunda que era la Ciudad de México aquella tarde hasta llegar al metro Hidalgo, donde hallé refugio en el cálido santuario personal del artista radicado en nuestro país desde hace cinco años, bar tropical y jotesco alejado del ruido citadino. Para entonces la lluvia había aminorado pero flotaba en el ambiente una sensación viscosa y encharcada.
Podía, al fin, sentirme sano y salvo: la atmósfera era agradable, sensual, acogedora. Luces de colores, decoración china, un abanico hecho de látex, souvenirs, un retrato de Marilyn Monroe, caguama vacías, flores de plástico y un vilé gigante. La espacialidad camp y barroca de su casa recordaba a ratos a la de Fresa y chocolate (dir. Tomás Gutierrez Alea, 1993) por su derroche y saturación de elementos decorativos. Al fondo, la radio lejana dictaba el implacable reporte sobre la viruela del mono y una canción de los Smiths fallidamente trataba de amenizar el desmadre vespertino (there’s a club if you like to go / you could meet somebody who really loves you).
No me pude resistir a preguntar de dónde salió aquel vilé enorme, pues bien pudiera confundirse con algún objeto hallado en La Lagunilla. Resulta que formó parte de su exposición La infalible guía práctica para el ligue en Bares, Cantinas y Cervecerías (2021) en Galería Cuatro (Tlahuelipan, Hidalgo). Para la muestra, Nicolle confeccionó una serie de bodegones escultóricos de chicharrones, churritos y limones. Su dedicación manual se decanta en objetos delicados, pequeños y frágiles que, por su color, no mimetizan avant la lettre al alimento en cuestión, sino que es de un verde olivo casi marrón, casi moribundo que sugiere transitoriedad y decaimiento. Le artista se inspiró en la secuencia del filme The Naked Civil Servant (1975, dir. Jack Gold) donde Quentin Crisp intercambia el vilé con el primer travesti que conoce durante su peripecia en el Londres de la década de los treinta. Quien lo haya leído recordará que el libro homónimo de Crisp nos transporta a los bares clandestinos donde las persecuciones y vejaciones en manos de policías eran el pan de cada día. La escena evoca un pacto de hermandad en un contexto hostil.
Nicolle trasladó al espacio de exhibición el hedonismo solitario y triste del bar joto. No es la vibra del antro gay festivo donde la audiencia canta los éxitos del momento, sino la espacialidad melancólica y añeja de lugares como el Tahúr y la Covacha. Y digo solitaria porque la expedición al bar de “ambiente” no es siempre de bienvenida. Sirva de ejemplo el poema “Extranjera” de Cristina Peri Rossi, donde la voz poética testimonia sentirse fuera de lugar en una esquina del gay bar: todo el mundo baila, / todo el mundo menos yo. / ¿Será posible que aquí también / entre falsos pelirrojos / y lesbianas sin pareja / te sientas otra vez una extranjera?12 Sin distinguir entre bebidas y clases sociales, la obra de Nicolle hace de la escultura un centro de mesa para el ligue y de la bebida una especie de pócima de amor par excellence.
“Siempre me gustó ligar en bares. Coquetear en la cantina lo gozo mucho más, te da más emoción”, asegura Nicolle mientras bebe a sorbos té de tallos de cereza. La idea inicial para la exposición era hacer una especie de tardeada dentro de la galería. Por cuestiones de pandemia, no se pudo ejecutar el performance (Samuel admite que su obra siempre viene acompañada de una potencia de performance que siempre culmina en el fracaso e imposibilidad del mismo). Los espacios de sociabilidad queer son la piedra de toque; permiten a Nicolle plantear en su trabajo una atmósfera, una sensibilidad estética y una dinámica de convivencia con los objetos reproducidos. El ligue, la coquetería y la frivolidad se vuelven estrategias discursivas y herramientas de acción que se despliegan, suaves y delicadas, en sus materiales. Frivolidad afín a la que Néstor Perlongher agenció desde la poesía: por qué seremos tan superficiales, tan ligeras / encantadas de ahogarnos en las pieles / que nos recuerdan animales pavorosos y extintos13. A través de la pose estilizada, la obra de Samuel Nicolle construye toda una poética en torno al artificio y la frivolidad. No solo se trata de la dinámica de seducción dentro del espacio de sociabilidad, sino también del deleite en el ritual del prepararse, maquillarse, y pintarse con las amigas; del vestirse para ser vistas; de la pose y la actitud.
Sobresale la superficie por encima de la estructura. En ocasiones parece que el ensamble es demasiado frágil; que ha empleado un cristal que tiembla con la mirada y que se puede romper apenas se posan los ojos intrusos. A veces los objetos son tan discretos que es necesario aguzar la vista y sostenerlos con las manos. La serie Arroz con popote (2021) consiste, valga la redundancia, en pequeños popotes de resina con granos de arroz en su interior, mismos que se portan con un prendedor en la solapa. De tal forma, la obra de Nicolle transita del objeto usable al objeto decorativo, sin hacer distinción de su identidad o función. El título recrea por medio de los materiales la metáfora despectiva para referirse a las prácticas homosexuales en México. Cuenta Nicolle que la idea de portar el popote surgió a partir del lenguaje floral para identificarse entre homosexuales en el siglo XIX con un clavel verde en la solapa. La comunidad gay del presente poco sabe ya de ese código secreto, que hoy tan tristemente se ha perdido en el lenguaje global de los emojis en las apps de ligue donde con una berenjena y un durazno basta y sobra. “Le gusta el arroz con popote… Es tan visual y a la vez tan incomprensible la frase”, expresa Nicolle con ternura.
Samuel consigue que los significantes se literalicen y materialicen para incitar a la erotización de los materiales y los objetos cotidianos. Este procedimiento de “artificialización” es afín al que ha señalado el escritor cubano Severo Sarduy para explicar los mecanismos discursivos del neobarroco. Un ejemplo fundamental para Sarduy es la obra arquitectónica del cubano Ricardo Porro, en la que “los elementos funcionales de la obra son sustituidos por otros que solo insertados en ese contexto pueden servir de significados, de soportes mecánicos”14. El autor se refiere específicamente a la papaya-fuente de Porro situada en el patio central de la Escuela de Artes Plásticas en La Habana que opera, asegura Sarduy, como astucia lingüística, pues en el argot cubano el vocablo remite también al órgano sexual femenino. Sin embargo, más que barroco, el gesto es manierista. Recordemos que el manierismo va un paso más allá en su regodeo en el artificio; es aún más extremo al pronunciarse como un arte de lo extravagante, lo inconsistente y lo vacío. Bolívar Echeverría advierte que la diferencia principal estriba en que el barroco aporta una estructura como un “ethos moderno”, mientras que el manierismo fugazmente lo deconstruye. Por tanto, el manierismo no es la recomposición de las formas tradicionales o clásicas, como lo es el barroco, sino “una apertura (…) a formas raras, caprichosas o arbitrarias”15.
Otra serie cuyo título es Las uñas de Nínive en la sombra de las jacarandas… (2021) evoca al eufemismo homofóbico “romper pistaches con los codos”. De tan gráfica y absurda imagen se desprende un proyecto de esculturas comestibles. Se trata de pistachos pintados con barniz de uñas del color de las jacarandas. El proceso asociativo uña-pistacho-jacaranda surge de una experiencia personal de Nicolle cercana a la asfixia que dejó a sus dedos violáceos: “Mi actividad favorita para el domingo es sentarme en la Alameda y ver el bufe de los chicos que están buscando acción. Caen las flores de jacaranda mientras ellos coquetean entre sí”. Me gusta pensar que las creaciones de Nicolle sirven para ambientar el cotilleo, el ligue, el chisme y escenificar, a su vez, un drama privado o doméstico. Inclusive la cocina se repiensa como un espacio cargado de sensualidad. Otra serie de panes tostados de resina con fotografías homoeróticas evoca los banquetes orgiásticos del Emperador romano Heliogábalo, donde, imagina Nicolle, “tanta flor y tanto perfume hacía que la gente se muriera asfixiada”. En conjunto, estos trabajos abren la invitación para pensar una historia del bodegón queer en México y, a su vez, del hogar queer, una historiografía pendiente por escribir desde nuestro contexto16.
Acecha en el trabajo de Nicolle la sombra añorante de formas de jotería hoy obsoletas. En el 2019, Nicolle exhibió un biombo especial diseñado con la fotografía de un hombre desnudo. Su silueta apenas se vislumbra. Es una mirada erótica que no se entrega del todo. Pura sugerencia. El cuerpo en cuestión proviene de la revista Del otro lado. Hoy desaparecida, aquella publicación LGBT+ mexicana contenía imágenes homoeróticas, poesía, reseñas, reportajes y contenido crítico e informativo sobre el VIH-SIDA. Vale la pena husmear sus páginas disponibles en el archivo digital del Colectivo Sol. La sección “Deseos” nos transporta a un mundo de ligue por correspondencia hoy inexistente. Allí leemos avisos de ocasión como: “DEPORTISTA, MUUUY BUEN CUERPO. Me llamo Eduardo. Ando en los tempranos treintas. Mis intereses no tienen nada que ver con la frivolidad. Alegre y conversador, me gusta el cine y la literatura y traduzco del alemán. Escríbeme”. Retornar a este periodo histórico le permite a Nicolle entablar vínculos entre pasado y presente y, sobre todo, fortalecer la historia de la comunidad LGBT+ y su supervivencia. Le artista agrega con acierto que “es difícil tener una actitud contemporánea sin basarse en cosas pasadas”. Se trata de la potencia del anacronismo en su máxima expresión.
La obra de Samuel Nicolle se con/funde con el mobiliario y se disgrega en módulos decorativos, sin pelearse nunca con la noción de “ornamentalidad”, tan despreciada hoy en las artes visuales. Al contrario, se regocija en su suntuosidad interiorista. El biombo opera también desde un plano simbólico, pues es la metáfora de una vida interior, de una vida oculta, “de un espacio seguro donde nadie me chinga; donde mi novio y mis amigas podemos estar en paz. La vida perfecta para una vida jota”. La figuración velada del bimbo, su erotismo furtivo, nos induce a preguntarnos: ¿cómo se construye la mirada deseante? ¿Es a través de lo que ve o de lo que se cree ver? ¿O es, por el contrario, lo que se desearía ver y apenas se percibe? Haciendo eco la voz de la misteriosa Amanda Lear en su tema “Un cocktail d’amore” (Io voglio / un incontro felice / ed osservare / tutto ciò che dice), yo observo todo lo que dices, las palabras voluptuosas siempre están, para Nicolle, prestas a materializarse y traducirse en objetos táctiles. “Y eso me parece…” agrega antes de despedirnos, “¡delicioso!”
Las figuras que me constituyen como joto
Acordamos encontrarnos afuera del metrobús Tres Culturas. La tarde era calurosa al borde de asfixiante; la fila para ascender a la línea que va por Reforma supera las cincuenta almas. Creí que no llegaría puntual. A esa hora corren por la acera muchachas apresuradas de un extremo a otro, quizá para regresar de la chamba, quizá para ver a le novie. Cruzamos el Multifamiliar. Los vecinos, al vernos pasar, nos hacían el fuchi, o eso sentí. Apenitas y nos dejaban la puerta abierta al entrar y ni siquiera nos daban las buenas tardes. “Ha de ser porque somos jotos”, dijo mi anfitrión. Mientras ascendimos la laberíntica y caprichosa arquitectura del proyecto paternalista de don Mario Pani, yo estaba pensando en todos esos jotos que, liderados por Nancy Cárdenas, se manifestaron en 1978 para denunciar la masacre de Tlatelolco.
Al cerrar la puerta, vi una calcomanía que reza: “ESTE HOGAR ES JOTO. NO ACEPTAMOS PROPAGANDA TERF NI DE OTRAS SECTAS”. Destapamos una chela y nos sentamos a platicar con una rola de fondo de Bronski Beat, aquella banda ochentera que interpretaba “Smalltown Boy”, melancólico lamento gay que fue un éxito fugaz por allá de 1984. Parecía la ambientación adecuada para entrarle a la obra de Laos Salazar (CDMX, 1989). Durante la charla afloraron recuerdos de la Secundaria, la Martín Luis Guzmán #23 en Aragón, los amoríos secretos, clandestinos, los primeros roces. Su trabajo, sin duda, posee una carga de biografismo trágico y abrasivo.
Ya íbamos a empezar a hablar de la obra como tal, cuando de pronto llegó su roomie, Damián, sextwittero y trabajador sexual. Damián llegó de Ciudad Juárez a la Ciudad de México hace ya algunos años. Me enseñó los tatuajes y perforaciones con los que ornamenta la fantasía virtual de sus miles de seguidores. No pude evitar preguntarle por los clientes más memorables de su carrera en la “chichifeada”. Que mucha historia y mucho chisme, ufff, decía: un chavito de veintitrés años con obesidad mórbida, un hombre sordo, una pareja lésbica (“una de ellas muy bonita, danesa”). La charla me intoxicaba y me conmovía, me sentía empopperado sin haber jalado nada.
Desde hace ya varios años, Laos Salazar trabaja como cofundador de la galería Salón Silicón, uno de los contados espacios activos que ha decidido abrazar y enarbolar una sensibilidad abiertamente queer en México. En su práctica se entrecruzan las artes visuales, el performance, la curaduría, la gestión, el porno y la reflexión crítica. En efecto, esta es inseparable de su afinidad por una militancia “gay” articulada desde finales de los sesentas que reverbera a lo largo de su obra desde trabajos tempranos, como sucede en Quetzalcóatl Leija Herrera (2011), serie de postales que denuncian la muerte de un hombre gay asesinado en Chilpancingo, Guerrero. La pieza anticipa estrategias discursivas posteriores afines al arte activista y minimalista en la línea de Félix González Torres y, sobre todo, una devoción por personajes célebres fallecidos.
En su exposición individual If you’re feeling sinister (2021), presentó un conjunto de más de doce retratos en tinta china a manera de memorial. Vemos a David Wojnarowicz, a Nico, a Guy Hocqguenghem; a Peter Christopherson y John Balance, integrantes de la banda Coil, pareja de ocultistas underground y autores de la rola “The Anal Staircase”. El factor en común que agrupa a estas figuras es su muerte trágica y temprana. Salazar complementa los retratos con letras de canciones de rock alternativo en inglés. La inscripción de las lyrics y el personaje retratado entabla una conexión que se descifra a través de la alegoría y la literatura biográfica de cada personaje. La relación imagen-texto plantea y amplifica la dimensión mítica de sus parias homenajeades. Destaca el retrato de David Wojnarowicz con una letra de Bad Religion (how could hell be any worse?), verso que perfectamente pudo haberse pronunciado en boca del legendario artista que falleció por complicaciones del VIH-SIDA en 1991.
Memorial-tributo, pero también muro de martirologio: el semblante confrontativo de Michel Foucault y Jean Genet (con “Myth” de Beach House como epitafio ocultando sus labios) inevitablemente nos recuerda la posterior canonización de personajes en la literatura crítica17. Por lo mismo, la muestra sirve, a su vez, de hagiografía musicalizada. Para Laos es importante generar una memoria a partir del VIH-SIDA más allá de lo histórico, entendido como un fenómeno de psicología de masas. La insistencia es siempre apelar a la memoria: recordar. Y recordar a un autor como Genet, quien formuló una poética delincuente, nos obliga a preguntarnos: ¿Se ha perdido acaso la beligerancia y el radicalismo en la cultura gay contemporánea? ¿Qué ocurre con el activismo LGBT+ cuando promueve la adaptación a las normas y no su transgresión? ¿Qué pasa cuando al joto se le domestica?18
Entre la mitografía trágica (que es una constante, por cierto, en la cultura gay, específicamente desde el funeral de Judy Garland previo a Stonewall), emergen personajes que, mediante la fotografía en blanco y negro, poseen un tono mucho más vitalista. “Para mí era importante presentar a las figuras que me constituyen como joto”, me contaba Laos, que para entonces ya había puesto el LP de Tom Tom Club: “Las fotografías representan momentos muy importantes en mi vida, como cuando estaba teniendo mis primeras relaciones homosexuales”. En una foto, Laos recrea la portada de Big Science (1985) de Laurie Anderson. En otra, mimetiza la faz solemne y fatalista del director alemán R. W. Fassbinder, famoso por sus excesos y su monstruosa carga de trabajo. “Fassbinder llegó a mi vida cuando un día en la Prepa un cuate me dijo: vi una película de un wey que se parecía a ti”. La película en cuestión era Love is Colder than Death (1969). “No me puedo explicar a mí mismo sin estos personajes que no sé quiénes son en realidad pero me generan tanta fascinación”, añadió Salazar.
Como señala Heather Love en su libro Feeling Backward: Loss and the Politics of Queer History (2007), la historia queer está marcada por una doble imposibilidad: no podemos aprehender a quienes han muerto; nuestra necesidad y fijación por estas figuras fallecidas está marcada por la imposibilidad histórica del deseo hacia el mismo sexo”19. La aportación de Laos Salazar a la historia del autorretrato queer mexicano radica en que sus imágenes son atravesadas por la cultura del fan, la idealización del yo y la admiración del otro, así como una tendencia marcada por el disfraz, la ficción, la apropiación y la cultura pop.
Pero no todo es tragedia, también abunda el hedonismo. En una pieza exhibida en el marco de siembra (2020) en kurimanzutto (CDMX), Laos asume todas las estrategias ya mencionadas al auto/representarse como policía. Con un gesto sexualizado y desafiante agarrándose los huevos, Laos deviene porn star federal de cartón tamaño real. La pregunta que guió a su proceso creativo fue: ¿por qué nos gusta lo que nos gusta y por qué obtenemos placer de ello? Al explorar la cultura fetichista de los policías en las apps de ligue gay, Laos conoció a un policía gay anónimo que accedió a participar en su pieza. “Me hice amigo de este policía joto que conocí en Grindr. Primero le entregué una playera que decía SEÑOR AUTORIDAD porque le mamaba ese coto de dominar. Era medio scort a veces. Le pedí hacer unas fotos y luego le pedí su uniforme para usarlo yo”, afirma Laos mientras se echa su chela y fuma un porro.
Retomar a la figura policiaca no parte de una afición personal. El policía sexualizado evoca todo un imaginario de la cultura gay en México configurado por los espacios de encuentro, el deseo y la crónica urbana. El mejor ejemplo de ello es La estatua de sal de Salvador Novo, donde el célebre escritor relata su “fogosa predilección” por los conductores de camiones o carros de alquiler que conocía en las callejuelas del Centro Histórico del México posrevolucionario20. Como Novo en sus memorias, Salazar traza la ubicuidad del deseo joto en el espacio urbano, aquí atravesado por la tecnología y una política de vigilancia. Como diciéndonos que el joto, al asumirse como sujeto deseante, deviene policía y vigilante de las miradas.
La pieza de Laos propone una construcción autorreferencial marcada por la fantasía del sometimiento y la parodia de la figura de autoridad: “Tuve unos días muy extraños aquella vez porque tardé dos días en hacerla. Al güey se le había olvidado una bota el día del shooting en mi casa”, cuenta con relajo. El intercambio con el protagonista anónimo plantea una negociación donde el cuerpo y la economía sexual no cierra el significado de la pieza, sino, más bien, abre la posibilidad de reflexionar en torno a la construcción de la masculinidad en el espacio público y la fascinación cultural por el uniforme, en algún punto intermedio entre el castigo y el placer. Tampoco podemos olvidar la historia de persecución y vejaciones de la policía urbana sobre el colectivo LGBT+ en México. Se pregunta José Porras Alcocer en su revisión de la vida nocturna gay en el México de los sesentas, “¿por qué nuestra historia homosexual está unida a los policías, a los golpes y la degradación?”21.
Del relato picaresco nos fuimos de vuelta al duelo. Actualmente, Laos prepara un libro a través de crowdfunding titulado No todos podemos morir durmiendo, con traducciones ex-profeso para la publicación de textos de grandes creadores que fallecieron por complicaciones del VIH-SIDA: Derek Jarman, Hocquenghem, Foucault y Wojnarowicz, desplazando el recuento luctuoso de las imágenes a las letras. Sus personajes no le abandonan. Nos despedimos al anochecer, cuando los galanes de Tlatelolco se movilizan para ir a comprar cartones y caguamas. La verdad, hasta se antojaba otra chela. “Tlatelolco es lo único que me mantiene cuerdo”, remató cuando nos despedimos y yo llevaba en mis manos su imagen miniatura como policía-chichifo.
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Coda. Al escribir los muros imaginarios de este museo de la jotería, me pregunto: ¿cuáles son las memorias e imágenes que, desde las disidencias sexuales, nos corresponde inventar, consignar y archivar?
Avándaro, 5 de junio 2022 – Ciudad de México, 20 de junio 2022
- Norman Monroy, “La J-Otredad”, Revista Alerta Sociológica, no. 2, año 1, 2018, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, disponible en línea, última consulta, 20 de junio del 2022, https://www.academia.edu/39340814/La_J_Otredad
- Es decir, una identificación a la inversa, o una forma de extraer algún valor cultural de estereotipos negativos.
- Heather Love advierte que lo camp es un arte del retroceso (backwardness art), en tanto que exalta expresiones culturales pasadas de moda y se resiste a dejar atrás placeres y traumas de la infancia. Ver Feeling Backward: Loss and the Politics of Queer History, Cambridge, Harvard University, 2007, p. 21. Asimismo, Kathryn Bond Stockton explica estos retornos a la infancia al acuñar el concepto de “economía del caramelo”, aludiendo a los placeres libidinales del consumo y la destrucción durante la infancia. Para Stockton, la infancia queer crece hacia los lados (growing sideways), porque no se adapta al modelo vertical de procreación y progreso de un relato edípico. Ver The Queer Child or Growing Sideways in the Twentieth Century, Durham, Duke University Press, 2009, p. 5. Quizá uno de los mejores ejemplos que puedo pensar para articular al menos en términos cinematográficos cómo se gesta una consciencia queer infantil sea la excelente película An Angel At My Table (1990, dir. Jane Campion).
- Alejandro Varderi, “Masculinidad y cultura gay. Apuntes para una mirada kitsch”, en México se escribe con J. Una historia de la cultura gay, ed. Michael K. Schuessler y Miguel Capistrán, México, De Bolsillo, 2013, p. 333.
- El “anti-look” sería algo así como un “desfase” de lo fashion, un glamour precario propio del tercer mundo.
- Agradezco a Alex Pimentel por la referencia.
- Pilar Pedraza, Brujas, sapos y aquelarres, Madrid, Valdemar, 2014, p. 179. Agradezco a Muñoz por la referencia.
- José Esteban Muñoz, Disidentifications. Queers of Color and the Performance of Politics, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1999, p. 100. La traducción es mía.
- Camille Paglia, “Glennda y Camille van al centro” en Vamps & Tramps. Más allá del feminismo, Madrid, Valdemar, 2001, p. 403.
- Ibíd.
- Camille Paglia, “Un poco zorra: Por qué me gusta Hillary Clinton” en Vamps & Tramps. Más allá del feminismo, Madrid, Valdemar, 2001, p. 269.
- Cristina Peri Rossi, Estrategias del deseo, Barcelona, Lumen, 2004, p. 44.
- Néstor Perlongher, Poemas completos (1980-1992), ed. Roberto Echavarren, Buenos Aires, Seix Barral, 1997, p. 57.
- Severo Sarduy, Obra completa, ed. Gustavo Guerrero y François Wahl (coords.), Madrid, ALLCA, XX/Scipione Cultural, 1999, p. 1388.
- Bolívar Echeverría, “Queer, manierista, bizarre, barroco”, Debate Feminista, vol. 16, 1997, pp. 3–10. Disponible en línea: http://www.jstor.org/stable/42624434. Última consulta el 20 de junio de 2022. Agradezco a Nicolle por la referencia.
- Destaco dos ejemplos valiosos que estudian el interiorismo queer en Inglaterra. Abundan ejemplos en los estudios de Stephen Calloway sobre el neo/barroco inglés. Ver Baroque: The Culture of Excess, Londres, Phaidon, 1994. Es importante subrayar, como bien señala Matt Cook, que no hay una sola manera de definir un tipo de domesticidad queer, sino una serie de historias y subjetividades cruzadas por la posición cultural, económica, racial, legal e histórica que hacen del hogar una forma para articular la propia identidad. Ver “Derek Jarman’s Domestic Politics” en Queer Domesticities: Homosexuality and Home Life in Twentieth-Century London, New York, Palgrave MacMillan, 2014, pp. 227-228.
- Ver Jean-Paul Sartre, San Genet. Comediante y mártir, trad. Luis Echavarri, Buenos Aires, Losada, 2003; David Halperlin, San Foucault. Para una hagiografía gay, Córdoba, Cuadernos de Litoral, 2000.
- Anota José Ovejero en su capítulo sobre Jean Genet que el autor francés “no defiende una homosexualidad adaptada a las convenciones sociales, sino una homosexualidad trágica, conflictiva, desaforada (…) que se mee sobre el buen gusto burgués”. Ver Escritores delincuentes, México, Alfaguara, 2011, pp. 220-221.
- Ibíd., 21.
- Salvador Novo, La estatua de sal, México, Fondo de Cultura Económica, 2008, p.175.
- José Santa Ana Porras Alcocer, “Memoralia de las aceras olvidadas. Una semblanza gay de la Ciudad de México”, en Antes del orgullo. Recuperando la memoria gay, ed. Jorge Luis Peralta, Barcelona, Editorial Egales, 2019, p. 87.