Tierra Adentro
Annemarie Heinrich (1912-2005), Portrait of Pablo Neruda, Wikimedia commons

Cuando todo estaba ganado

se asociaron los escribientes

y acumularon firmadores…

Pablo Neruda, Fin de mundo.

 

Conozco la obra de Pablo Neruda.

Bart Simpson

Cuenta algún memorioso de la Ciudad de México, de aquellos que todavía caminan sin saberlo entre nosotros, vestido con el último anticuado traje que llevó puesto y con un cigarrillo en los labios —seguramente impelido por los anuncios del Buen Tono, aquella cigarrera que fundara Ernesto Pugibet—, que existió alguna vez un establecimiento que llevaba por gracia “La flor castellana” y que había nacido tres años antes de la muerte del Duque Job. Al principio, en el lugar se vendían víveres y bebestibles boticarios hasta que algunos lustros más tarde su oficio se decantó por el santo aroma del licor: una sagrada cantina. El sitio se enquistaba en la esquina de Ramón Guzmán y Artes, en el centro de la Ciudad, calles que hoy en día se reconocen como Insurgentes Centro y Antonio Caso, pero que llevaban esos otros nombres en los días anteriores a estos en donde podemos ver “cómo […] se ha[n] llenado de bancos donde la aritmética sólo sabe de números de usura, de plazas mercantiles enfrente de cuyos aparadores deslloran los tejados a contramano de Dios”,1 como escribiera Marco Antonio Campos, o como la llamaba el traductor Nacho Quirarte: “In-south-people”.

Cuenta nuestro intruso, también, que el martes 29 de septiembre de 1942, dos poetas, uno chileno y el otro mexicano, se reunieron en ese mismo lugar —ahora llamado solamente “La Castellana”— para preparar una lectura en el Teatro del Sindicato Mexicano de Electricistas —que estaba en Artes 45, ahora Maestro Antonio Caso 50— a manera de homenaje a los defensores de Stalingrado, con un costo de cincuenta centavos por persona para el fondo de ayuda de la URSS. El primero de ellos leyó “Canto de amor a Stalingrado”; el segundo, “Stalingrado en pie”. Algunas horas antes de la cita en el teatro —que era a las ocho de la noche y que contaba entre sus oradores a Roberto Ocampo González, Juan Manuel Elizondo y José Mancisidor—, al amparo de mesas y botellas, corrigieron los poemas.

Cuenta, en fin, el indiscreto, que veinte años después, en esa misma mesa, dos jóvenes poetas, estudiantes de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM, se empeñaron en hablar con el dueño de la cantina para que les permitiera, en un acto de ebria justicia poética, colocar una placa que diera cuenta al “canto ronco de los hombres del vino” del encuentro entre Pablo Neruda y Efraín Huerta. Como escribe la poeta Raquel Huerta-Nava:

 

Ese día, [Efraín] Huerta comentó en su columna de El Popular, el retiro de las librerías de la ciudad de México de los ejemplares de Mi lucha, de Hitler impresos por los nazis en la Argentina, y el fallido intento del general Von Ribbentrop de minimizar la derrota nazi frente a Stalingrado, echando “una cortina de humo” sobre el asunto.2

 

La amistad entre El Gran Cocodrilo y Pablo Neruda data de mediados de 1940, cuando Neruda llega a México con el cargo de Cónsul General de Chile. Huerta cuenta, en 1972, que “el primer ensayo que leí sobre su obra apareció en […] Revista Hispánica Moderna, y lo firmaba Concha Meléndez”.3 En dicho artículo, la poeta y crítica puertorriqueña escribe, a propósito de Residencia en la Tierra:

 

Es indudable que Neruda está en su extremo imperio de terrestre poesía; poesía de dos caras, dominadora del surrealismo y la infrarrealidad. Tiene treinta y dos años; aún le quedan posibles imperios de sus ansias. Nadie en Hispanoamérica se expresó antes con igual pasión, más heridamente […] Nadie mejor que Neruda […] podría hacer suyas con más derecho las palabras de Apollinaire: “Piedad para los que combatimos siempre en las fronteras de los ilimitado y del porvenir”.4

Con sus —apenas— treinta y dos años a cuestas, Neruda era ya un poeta necesario en el imaginario artístico de Hispanoamérica, en parte, por el periplo diplomático en el que se embarcó desde muy joven y que influenciaría decididamente su poesía, en aquel viaje que inició en un día de junio de 1927 en el que se embarcó hacia Buenos Aires, para partir desde ahí hacia Rangún, en Birmania, y que lo llevaría a Ceilán, Batavia, Singapur, Barcelona, Madrid, París y México en tan sólo dos décadas.

Algunos años antes, sin embargo, un joven Pablo Neruda hizo el viaje ­—uno de los primeros de “el viajero inmóvil”, como lo llamara Emir Rodríguez Monegal— de su ciudad natal hacia Santiago para seguir con sus estudios “provisto de un baúl de hojalata, con el indispensable traje negro del poeta, delgadísimo y afilado como un cuchillo”.5 Llegó a la calle Maruri, número 513, del que decía el poeta: “no olvido este número por ninguna razón. Olvido todas las fechas y hasta los años, pero ese número […] se me quedó galvanizado en la cabeza […] por temor de no llegar nunca a esa pensión y extraviarme en la capital grandiosa y desconocida […] Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí mucho menos”.6

Neruda, de apenas dieciséis años, llegaba a Santiago, la capital, desde Temuco, donde había sido corresponsal de la revista Claridad, órgano de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, y que contaba entre sus redactores a Alberto Rojas Jiménez, poeta a quien Neruda dedica “Alberto Rojas viene volando” —publicado en Revista de Occidente en la d, y a Juan Gandulfo, quien, en palabras de Neruda, “grabó en madera la portada  y todas las ilustraciones de Crepusculario, mi primer libro, grabados impresionantes hechos por un hombre que nadie relaciona nunca con la creación artística”.7 La postura política que había comenzado en Temuco se había visto robustecida con el asalto, el 21 de julio de 1920, al local de la Federación de Estudiantes, por parte de la “juventud dorada” durante “La guerra de don Ladislao”. A propósito, Neruda escribió que “la justicia, que desde la colonia hasta el presente ha estado al servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los asaltados. Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió torturado en un calabozo”.8

A partir de ese instante, la vida de Pablo Neruda correría por dos ríos paralelos que se entrecruzarían definitivamente en 1936 ­—año en que la guerra civil española hizo su funesta intromisión en el concierto mundial—: la poesía y la política, entendida ésta última en su prístino sentido aristotélico. Antes, a los diecinueve años había publicado, con una edición pagada por él, su primer libro, el citado Crepusculario, y al que Neruda consideraba un “libro infantil”.

Ya iba dejando atrás Crepusculario. Tremendas inquietudes movían mi poesía. En 1923 […] había vuelto a Temuco. Era más de medianoche […] El cielo me deslumbró. Todo el cielo vivía poblado por una multitud pululante de estrellas. La noche estaba recién lavada […] Me embargó una embriaguez de estrellas, celeste, cósmica. Corrí a mi mesa y escribí de manera delirante, como si recibiera un dictado, el primer poema de un libro que tendría muchos nombres y que finalmente se llamaría El hondero entusiasta.9

 

Dicho libro terminaría con la mayor parte de sus poemas rasgados entre las manos del poeta que había visto en ellos una influencia demasiado perceptible del poeta uruguayo Carlos Sabat Ercasty. “Debía desconfiar de la inspiración […] Tenía que aprender a ser modesto”.10 Abandonó ese poemario —los poemas que sobrevivieron de esa época se publicarían, con el mismo título, diez años después—y comenzó la escritura de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que se editó un año después de Crepusculario, en 1924, en la editorial Nascimento, de Carlos George-Nascimento —la misma que también había publicado en 1922 la edición chilena de Desolación, de la egregia Gabriela Mistral—. La naturaleza de Temuco, el amor febril de la primera juventud, la vida en la ciudad ajena, la universidad y la cofradía cómplice y noctívaga, la contemplación del yo y la melancolía del Werther están en estos dos primeros libros, cuyos versos —alguno— han sobrevivido cien años y todavía se repiten en escuelas y conversaciones. Baste recordar “Farewell” de Crepusculario:

 

Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,

ya no se endulzará junto a ti mi dolor.

Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada

y hacia donde camines llevarás mi dolor.

Fui tuyo, fuiste mía. Qué más? Juntos hicimos

un recodo en la ruta donde el amor pasó.

Fui tuyo, fuiste mía. Tu serás del que te ame,

del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.

Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste.

Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.

…Desde tu corazón me dice adiós un niño.

Y yo le digo adiós.11

 

O este fragmento del poema XVIII de los Veinte poemas…

 

Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte.

Te estoy amando aún entre estas frías cosas.

A veces van mis besos en esos barcos graves,

que corren por el mar hacia donde no llegan.

Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.

Son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.

Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.

Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.

Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos.

Pero la noche llega y comienza a cantarme.

La luna hace girar su rodaje de sueño.

Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.

Y como yo te amo, los pinos en el viento, quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.12

 

Estos versos de melífera andadura podrán ser leídos, en nuestro triste y fustigante siglo, bajo la piedad del contexto. No obstante, es ineludible que en su apuesta estética conviven estas líneas, todavía demasiado cercanas a un modernismo desfalleciente, con poemas que preludian la adjetivación insólita y la profunda inquietud por el destino del ser:

 

Maestranzas de noche

 

Fierro negro que duerme, fierro negro que gime

por cada poro un grito de desconsolación.

Las cenizas ardidas sobre la tierra triste,

los caldos en que el bronce derritió su dolor.

Aves de qué lejano país desventurado

graznaron en la noche dolorosa y sin fin?

Y el grito se me crispa como un nervio enroscado

o como la cuerda rota de un violín.

Cada máquina tiene una pupila abierta

para mirarme a mí.

En las paredes cuelgan las interrogaciones,

florece en las bigornias el alma de los bronces

y hay un temblor de pasos en los cuartos desiertos.

Y entre la noche negra —desesperadas— corren

y sollozan las almas de los obreros muertos.13

 

La búsqueda y la consciencia, la ardorosa construcción juvenil y la voz que madura —quemadura, a la manera de Villaurrutia—, la vida íntima del poeta como creador pero también como sujeto histórico, el siglo que se despierta decimonónico pero que en su infancia se torna moderno con los conflictos bélicos y la escisión del mundo: todo lo construye el poeta, y sus dos primeros libros —escritos entre los catorce y los diecinueve años— son los primeros escarceos con universo que no dejará de conformarse.

En la época en que estos libros se publicaron, el mundo, y la vida en Chile, cambiaban. Arturo Alessandri llegó a la presidencia con el apoyo del movimiento popular chileno, con una “oratoria flamígera y amenazante”. Neruda, fiel a sí mismo, escribiría a propósito de Alessandri:

 

A pesar de su extraordinaria personalidad, pronto, en el poder, se convirtió en el clásico gobernante de nuestra América; el sector dominante de la oligarquía, que él combatió, abrió las fauces y se tragó sus discursos revolucionarios.14

 

Pablo Neruda escribía semanalmente en la revista Claridad, y los periódicos obreros, las organizaciones sindicales y los líderes populares se manifestaban y eran reprimidos constantemente. Así comenzaba el poeta a transitar entre dos aguas. “No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta”.15 Un premio literario estudiantil, una cierta popularidad de sus libros y su capa lo llevaron a Rangún, como diplomático; en el viaje a aquella ignota tierra, comenzaría a pergeñar los versos de Residencia en la tierra; sin embargo, antes de su publicación, cabe señalar tres libros que se editaron entre 1926 y 1933, año de publicación del citado poemario: Tentativa del hombre infinito, El habitante y su esperanza y El hondero entusiasta. De su labor diplomática habría mucho que escribir y está documentado profusamente en Confieso que he vivido y Para nacer he nacido, por ejemplo. En ambos libros, Neruda reniega de la supuesta influencia que su estadía en Extremo Oriente tuvo en Residencia en la tierra. “No creo, pues, que mi poesía de entonces haya reflejado otra cosa que la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño”.16 En el barrio de Wellawatta, en Colombo, ciudad de la antes llamada Ceilán, ahora Sri Lanka, Neruda termina de escribir el poemario que señalaría una nueva posibilidad léxica de construcción, sin dejar la febril vena de sus versos. En “Tango del viudo”, escrito en Calcuta, en noviembre de 1928, escribe a propósito de su rompimiento con Josie Bliss, quien “me perdió porque en su sangre crepitaba sin descanso el volcán de la cólera”:17

 

Tango del viudo (fragmento)

 

Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!

He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,

a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez

tiro al suelo los pantalones y las camisas,

no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.

Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,

y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,

y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.18

 

La voz poética decantada canta de nuevo a la soledad, pero vestida con un tamiz obtenido por el viaje y la incomunicación que mantuvo durante esos años por las limitaciones obvias, por las carencias y el mundo colonizado que se le presentó ante sus ojos. Después de la larga andadura por el ajeno Oriente regresa a Chile en 1932, para volver a partir, esta vez, hacia Buenos Aires. En la capital argentina, conoció a Federico García Lorca, en quien encontró un talante afín al suyo y a quien admiró sinceramente. El 20 de noviembre de 1933, en un banquete que se les ofrecía en el PEN Club, ambos poetas esgrimieron un discurso al alimón, en palabras de Lorca:

 

Dos toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Ésta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces. No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que sean hermanos o que, por lo menos, tengan sangre común. Esto es lo que se llama torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso.19

 

En la conocida alocución, Neruda y Lorca preconizan a Rubén Darío, que en esa época había sido un tanto olvidado por los vanguardistas, nombrándolo el “gran poeta de nicaragüense, chileno, argentino y español”.20 Esa sería una de tantas complicidades entre los dos poetas. En otra ocasión, Lorca escribe junto a Pablo Neruda Paloma por dentro o sea la mano de vidrio, “ejemplar único hecho en honor de Doña Sara Tornú de Rojas Paz”,21 que se compone de siete poemas de Neruda ilustrados por Lorca. El último dibujo lleva un lúgubre pie: “Cabezas cortadas de Federico García Lorca y Pablo Neruda autores de este libro de poemas”22 De esta aventura bonaerense, además de la complicidad de García Lorca y de Neruda, resalta la publicación, en la revista Poesía, de poemas que son parte de libros fundacionales de la literatura hispanoamericana: Residencia en la tierra y Poeta en Nueva York. Poco después, en 1934, Neruda fue trasladado a Barcelona, bajo el mando de Tulio Maqueira, el cónsul general, quien lo envió a Madrid, para cumplir con su encomienda diplomática.

En la capital española, Neruda viviría intensamente tanto en la poesía como en la Política. Sus relaciones con Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda y Vicente Aleixandre, entre muchos otros, quedaron registradas en, por ejemplo, Caballo verde. El cariño o ternura que le provocaba el autor de El rayo que no cesa hizo que Neruda escribiera a propósito de él: “Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura”.23

Rafael Alberti, por su parte, recordaría cómo, después de la publicación de Residencia en la tierra, de Cantos materiales y de “tanto lirismo delirante de hombre solo y atormentado […] me trajiste tu primer poema desgarrado, y ya ‘comprometido hasta la médula’, para aquella terrible guerra que tú ya estabas viviendo. Era el ‘Canto a las madres de los milicianos muertos’, que Louis Aragon saludaría en Francia ‘como la introducción más gigantesca a la literatura moderna de nuestro tiempo”:24

 

Canto a las madres de los milicianos muertos (fragmento)

 

Pero

más que la maldición a las hienas sedientas, al estertor

         bestial

que aúlla desde el África sus patentes inmundas,

más que la cólera, más que el desprecio, más que el llanto,

madres atravesadas por la angustia y la muerte,

mirad el corazón del noble día que nace,

y sabed que vuestros muertos sonríen desde la tierra

levantando los puños sobre el trigo.25

 

La guerra civil española dejaría a Neruda sin García Lorca y sin Miguel Hernández, y con “un millón de muertos [e] incontables y oscuras prisiones”. Por su participación en la defensa de la República, el gobierno chileno destituyó a Neruda del cargo consular, por lo que se trasladó a París, en donde organizó congresos en contra del fascismo, trabajó en una asociación de defensa de la cultura y organizó, después de acabada la guerra y de un furtivo regreso a su tierra, un viaje en el barco Winnipeg, que trasladaría a tres mil españoles exiliados en París hacia Chile, puesto que la segunda guerra mundial era inminente, comisionado, nuevamente, por el gobierno chileno, que había cambiado y ahora, 1939, era dirigido por el Frente Popular de Chile.

La vida accidentada lo llevó durante la guerra de Europa hacia América, cumplió con su encargo de ofrecer su patria como exilio y en 1940 lo enviaron a México, “con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación”. 26 Efraín Huerta escribe:

 

Una noche de verano de 1940, Octavio Paz me llamó por teléfono: “Estamos con Pablo Neruda en el bar Alfonso, en Motolinía y Cinco de Mayo. Te esperamos”. Después, otros bares y más poetas. Nos regíamos, naturalmente, por el Estatuto del vino. Y hacíamos la revista Taller. Después no hicimos nada, como no fuera entregarnos en cuerpo y alma a la causa de las naciones libres. 27

 

En esa reunión estuvieron, además de Huerta y Neruda, Carlos Pellicer, Paz, Andrés Henestrosa y Silvestre Revueltas, quien moriría pocos días después de su encuentro. La devoción que los artistas mexicanos le profesaban a Neruda era por su poesía, sí, pero también por su activismo. Y era recíproca, la amistad que lo unió a la familia Revueltas, la admiración por Ramón López Velarde y la calidez de la despedida del país en 1943 son testigos de ello. En el panteón francés, Neruda leyó su “Oratorio menor a la muerte de Silvestre Revueltas”:

 

Tu corazón de catedral nos cubre en este instante, como el firmamento

y tu canto grande y grandioso, tu ternura volcánica,

llena toda la altura como una estatua ardiendo.

¿Por qué has derramado la vida? ¿Por qué has vertido

en cada copa tu sangre?

¿Por qué has buscado como un ángel ciego,

golpeándose contra las puertas oscuras?

Ah, pero de tu nombre sale música

y de tu música, como de un mercado,

salen coronas de laurel fragante

y manzanas de olor y simetría.

En este día solemne de despedida eres tú el despedido,

pero tú ya no oyes,

tu noble frente falta y es como si faltara

un gran árbol en medio de la casa del hombre.

Pero la luz que vemos es otra luz desde hoy,

la calle que doblamos es una nueva calle,

la mano que tocamos desde hoy tiene tu fuerza,

todas las cosas toman vigor en tu descanso

y tu pureza subirá desde las piedras

a mostrarnos la claridad de la esperanza.28

 

La vida le depararía todavía dos décadas de funambulismo al poeta Neruda, cientos de páginas que se publicaron copiosamente y que hacen casi inabarcable su conocimiento y varias luchas que terminarían en Isla Negra en 1973, algunos días después del asesinato del presidente Salvador Allende por la oligarquía y que instauraría un régimen militar de angustiantes años. Es, quizás por esos días, que los dos jóvenes poetas, embargados por la tristeza del golpe militar y la muerte de Neruda y arrastrados por el “potro del alcohol”, quisieron convencer al propietario de aquel brevísimo homenaje a ambos escritores. Evidentemente, fueron rechazados, y dirigieron sus ansias etílicas hacia Nonoalco, en donde declararon su odio a la ciudad hasta que el sueño los venció y quedaron al amparo del puente que se erguía sobre ellos. En sus sueños, quizás, dos poetas oficiaban nuevamente el amoroso rito de escribir juntos —frente a un par de botellas, en la cantina La Castellana, en la esquina de Ramón Guzmán y Artes, a propósito de Stalingrado—: San Efraín Aseteado y Pablo Neruda, residente en la tierra.

Tlalpan, agosto 2021.

  1. Marco Antonio Campos, “Insurgentes sur. (Carta a Efraín Huerta)”, en https://circulodepoesia.com/2013/07/insurgentes-sur-carta-a-efrain-huerta-poema-de-marco-antonio-campos/ [Consultado el 3 de agosto de 2021].
  2. Raquel Huerta-Nava, “Pablo Neruda en la pluma de Efraín Huerta”, en Periódico de poesía, número 18, verano 1997, p. 14.
  3. Íbid, p. 11.
  4. Íd.
  5. Pablo Neruda, “Las casas de pensión”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  6. Id.
  7. Pablo Neruda, “La Federación de Estudiantes”, en Confieso que he vivido. Edición digital. 
  8. Id.
  9. Pablo Neruda, “Mis primeros libros”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  10. Id.
  11. Pablo Neruda, “Farewell”, en Pablo Neruda. Antología poética (ed. Rafael Alberti), Madrid: Espasa Calpe, 1985, p. 34.
  12. Ibidem., p. 44.
  13. Pablo Neruda, “Maestranzas de noche”, en Antología general, España: 2010, p. 8.
  14. Pablo Neruda, “Mis primeros libros”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  15. Pablo Neruda, “Desventurada familia humana”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  16. Id.
  17. Pablo Neruda, “Tango del viudo”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  18. Pablo Neruda, “Maestranzas de noche”, en Antología general, España: 2010, p. 104.
  19. Pablo Neruda, “Cómo era Federico”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  20. Pablo Neruda, “Lorca y Neruda: discurso al alimón sobre Rubén Darío”, en Antología general, España: 2010, p. 134.
  21. Pablo Neruda, Paloma por dentro o sea la mano de vidrio (con ilustraciones de Federico García Lorca), 1934.
  22. Id.
  23. Pablo Neruda, “Miguel Hernández”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  24. Rafael Alberti, “Algunas imágenes de Pablo Neruda”, en Pablo Neruda. Antología General, Madrid: Espasa Calpe, 1985.
  25. Pablo Neruda, “Canto a las madres de los milicianos muertos”, en Antología general, España: 2010, p. 153.
  26. Pablo Neruda, “México florido y espinudo”, en Confieso que he vivido. Edición digital.
  27. Efraín Huerta en Raquel Huerta-Nava, “Pablo Neruda en la pluma de Efraín Huerta”, Periódico de poesía, número 18, verano 1997, p. 12.
  28. Ibid., p. 13.

Autores
Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en las generaciones 2009 - 2010 y 2010 - 2011, y dos veces becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2014 - 2015 y 2017 - 2018, ambos en la especialidad de cuento. Ha publicado cuento, ensayo, reseña y crítica literaria en Laberinto, Confabulario, Este país, Molino de letras, Siembra y Tinta Seca, entre otros. Aparece en las antologías Cofradía de coyotes (La Coyotera Ediciones, 2007); Fantasiofrenia II. Antología del cuento dañado (Ediciones Libera, 2007); Ardiente coyotera (La Coyotera Ediciones, 2008) y Bragas de la noche (Colectivo Entrópico, 2008). Es autor del libro de cuentos Campanario de luz, (UAM, 2013), y de La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo (UAM, 2019). Es editor de la revista Casa del Tiempo de la UAM.