Tierra Adentro

Titulo: Rebanadas

Autor: Naief Yehya

Editorial: DGP-Conaculta

Lugar y Año: México, 2012

“Numerosos templos de la India nos recuerdan solemnemente la obscenidad que tenemos en el fondo del corazón”.[1] En Rebanadas, esta obscenidad miocardia servida a la receta de Yeyha, viene en un sólo plato y sin guarniciones, sin postre y sin agua, pero generosamente provista de aderezo.

Estimado lector: usted no puede perderse esta colección de 13 cuentos. Este es un libro que abunda en “sudor, gardenias, sangre y mierda”, para usar las palabras del escritor e ingeniero industrial. Rebanadas lo llevará de frente, como si de una cámara ornitológica de cine porno se tratase, a toparse con formas variopintas de la miseria que el plagio de existir [2] implica.

Querido lector: usted tiene muchas razones para leer este libro. Porque aquí usted se reconocerá: rebajamiento, degradación, tedio, horror. Y muy probablemente cuando cierto pudor o cierta moral le recomienden escandalizarse, usted tenderá a la risa, nerviosa, por supuesto.

Pongamos un ejemplo pop: en Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, una escena dividió al público. En medio de una discusión, al pasar un tope en un auto, John Travolta jala involuntariamente el gatillo de su pistola y mata a un joven negro que viajaba en el asiento trasero. Parte de la audiencia estalló en risa, el resto adoptó una posición tensa. Si usted tendió a la tensión aquí, es probable que deba proceder con cautela. Si en cambio soltó una carcajada, Rebanadas le ofrecerá un reto más complicado que el incorrecto chiste de Tarantino. En Rebanadas, el momento de risa nerviosa no es el descanso de una tensión violenta o de un colmo degradante, es parte de lo que sucede, parte de la violencia misma, del rebajamiento.

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“Puerca sea tu estrella y seco tu maldito encino”, le dice el personaje central de “Morir en una ciudad extraña” a Orlov, quien lo lleva a ver putas. Un padre divorciado, que ve el tedio en el que se ha convertido su hija, trata de guardar discreción en su relato y llama Rapunzel a “la muy perra de Laura”. “No me gusta meterme en la vida privada de nadie, pero tampoco quiero compartir el techo con gente enferma que se anda cortando el miembro”, aclara uno de los personajes más decentes de todo el libro, la casera de un hombre obsesionado con desaparecer —literalmente— su deseo sexual.

Recurro a una reflexión de Georg Christoph Lichtenberg: “Querido amigo”, dice el pensador alemán, “vistes tus ideas tan peculiarmente que ya no parecen ideas. […] Es una vergüenza que la mayoría de nuestras palabras sean herramientas malempleadas y todavía huelan a la suciedad con las que las degradaron sus antiguos propietarios”. [3] Yeyha parece responder, en forma y fondo, y con la desfachatez de sus personajes, al comentario de Lichtenberg. Las palabras y las ideas están desnudas en Yeyha. Están abiertas, de nuevo, casi ornitológicamente. Y ciertamente no huelen a la suciedad de sus viejos dueños. Quizá a la de Yeyha mismo. O en todo caso, a la del mundo exterior donde abundan los “alaridos de delirio, las carcajadas histéricas, los ladridos y [los] gimoteos agónicos”. Lo que hace Yeyha, pues, con las rebanadas que nos sirve (por alguna razón uno se las imagina de carne) es darnos unas cuantas bofetadas.

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Cito a Bataille, que cita a Baudelaire: “La mujer honesta que dice a aquel que tiene entre sus brazos: ‘Me gusta tu…’, podría decir con Baudelaire: ‘La voluptuosidad única y suprema del amor reside en la certeza de hacer el Mal’”.[4] Mucho mal se hace en Rebanadas, cuya lectura en algunos casos ocasiona una voluptuosidad, no suprema y única como la que Baudelaire nos dice que tiene el amor, sino llana, simple, morbosa. E irónica. Y la certeza voluptuosa en cuestión tiene un punto cumbre en el libro, una especie de chiste a la afirmación categórica de Baudelaire, en “Atardeceres en Garamakán”, donde la luna de miel de dos enamorados culmina en un mal hecho (el sufrimiento en sí) y en una certeza refinadísima de cierta forma de amor (el miembro y las entrañas del amado devoradas).

A Yeyha no le ocupa, por supuesto, el amor directamente (aunque está presente en cuentos como “Zulu”, en forma de filiación animal, y en otros recovecos del libro), pero la lectura de Rebanadas provoca cierta voluptuosidad. Una complicidad, presente en el ejercicio de leer en sí, pero enfatizada aquí por lo que desfila ante el lector —incómoda a momentos, pero similar a la que se disfruta en la seducción, y con un ancla firme en el morbo—, nos hace seguir leyendo. Leer se vuelve una compulsión semejante a algunas de las patologías de los personajes del libro. Queremos saber más acerca de “nuestras miserias” (nos reconocemos en ellas), a través de capítulos oscuros de la vida de los otros. Yeyha nos hace voyeurs de nuestra propia parálisis a través de la ilusión de relatárnosla.

El punto de Yehya es más claro quizá si se recorre a consciencia el libro. Comenzamos sin aspavientos con un escritor que descubre, en su desprecio hacia otro que considera menor, la evidencia de su baja calaña artística. Continuamos con una actriz porno en el ocaso de su carrera (de alguna manera todo el libro es un ocaso) obligada no a ejercer el acto sexual ante la cámara, sino a hablar, ante un completo “hijo de puta”, sobre su trabajo en tono denigrante. Después, un padre pierde a su hija en una feria en medio de la constatación de su mediocridad y flaqueza. Seguimos avanzando y rondamos la violencia y el miedo con “Neutral”, donde un periodista que pretende realizar una importante entrevista entre los muyahidin termina con la vida en un hilo tras horrores y explosiones. Hacia el final del libro, en “Morir en una ciudad extraña” y “Zulu”, la crueldad y la violencia son el entorno; la salvación, la “normalidad” (que por supuesto no existe), correr con suerte. Pero no asistimos solamente a un desfile del horror: Yeyha no ofrece una liberación moral en sus personajes, una “venganza” en este sentido (como sí hace Tarantino en Django Unchained, por ejemplo y por cierto). Aunque a Zulu, el Rottweiler en Medio Oriente —cuya vida corre riesgo por ser un animal sucio— no le va tan mal; y aunque la actriz porno jubilada sabe en efecto que tiene “demasiadas cosas en la garganta” como para felar a un “hijo de puta”, en Rebanadas los personajes recuerdan (así, con esa lejanía) la dignidad humana (o sus indicios) en el punto álgido de su práctica ausencia. O en el momento en que abdican de ella: “Necesitaba el dinero, pero también necesitaba mi dignidad para poder seguir viviendo”, piensa la ex estrella porno antes de ceder finalmente a las demandas humillantes de quien termina por ser felado. En “La rueda de la fortuna”, el padre que descuida a su hija, “perdido en [su] miseria”, siente primero un “tibio confort al reconocer [su] mediocridad”, luego “el alivio más perverso” cuando, arrestado por las autoridades, se salva de toparse con su ex pareja. Y éste es precisamente uno de los puntos del libro: no buscar nada para adornarnos el plato, servirnos la carne cruda en la orilla. Muchos de los cuentos terminan en resignación: la epifanía de saberse miserable.

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Molestemos de nuevo a Bataille: “La miseria extrema desliga a los hombres de las prohibiciones que fundamentan en ellos la humanidad; no los desliga, como lo hace la transgresión: una suerte de rebajamiento, imperfecto sin duda, da libre curso al impulso animal. Pero ese rebajamiento tampoco es un retorno a la animalidad”[5]. Así, toda transgresión en Rebanadas (devorar un miembro, mutilarse el escroto, vejar un cadáver) es ya una pérdida. No una rebeldía, ciertamente, ni una oposición, sino una especie de limbo. Y entre este terrible percatarse de una animalidad que sin embargo no se logra, se mueven los personajes de Rebanadas. Cada uno conoce la miseria en distintos grados. O el placer de contemplarla en su semejante. Cada unos se hace animal así, y cada uno vuelve desgraciado a ser humano. Cada fragmento del libro puede considerarse “una epifanía de miseria”: la realización de cada personaje de su condición miserable.

Y el aderezo con el que Yeyha nos acompaña las rebanadas de la obscenidad que llevamos dentro, es la constatación del nothing left to tell de Beckett en Ohio Improptu, en donde repetidamente, siempre entrecortando cualquier posibilidad diálogo, un actor le dice a otro —que es él mismo—  “no queda nada que decir”. Es el choque de lleno con el cual, en efecto, nos escondemos, huimos, somos cobardes, viles. No queda nada que decir. Como en la pieza de Beckett, en Rebanadas los libros —las opciones— se cierran y las cosas permanecen miserables. Sin embargo continuamos leyendo. Y, pese a que cierto morbo —el morbo de leer y el morbo simplemente— lleva parte del interés aquí, de la pulsión de lectura, también continuamos en pos de algo más. Esperamos. Continuamos leyendo como una comezón. En busca de algo que, como Godot en Beckett, no vendrá. Continuamos leyendo Rebanadas porque otra perspectiva más de la miseria nos devuelve —terrible e irónicamente— un sentido profundo de humanidad. Tan profundo como la obscenidad que yace en el corazón de cada uno.

 


 

[1] George Bataille, El erotismo, edición libre en Internet: http://bit.ly/WshEIo Bataille discurre aquí sobre la prostitución. Consultado 9/VII/2013.

[2] Para, apropiadamente, robar un aforismo de E. M. Cioran: “Existir es un plagio”.

[3] Georg Cristoph Lichtenberg, Aforismos, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. p. 156

[4] George Bataille, El erotismo [obra citada]. Consultado 8/VII/2013.

[5] George Bataille, El erotismo [obra citada], consultado 9/VII/2013.