Notas de una degustadora de agua
A lo largo de mi vida he soslayado algunos aprendizajes básicos. La natación entre ellos. Aunque un par de veces tuve los goggles, el gorro y la voluntad de tomar clases, ésta se diluyó entre la abulia. Sin embargo, disfruto estar inmersa en el agua, sentir el suave movimiento que acompaña al cuerpo en su avance o la quietud de la superficie, con sus reflejos platinados y cálidos destellos en los atardeceres. A veces, durante ciertos arrebatos, pienso que soy autodidacta y me zambullo. El chapoteo resultante de mis inmersiones e ineptitud para el braceo me ha obligado a beber de las aguas más diversas. Si no se puede evitar tragar un poco en la lluvia profusa o sorberla con las lágrimas, mucho menos al estar metida en ella.
Bebí los tragos más memorables hace varios años mientras boqueaba totalmente sumergida. Tenían un gusto a cloro parecido a los vasos que ofrecen algunos restaurantes, pero con la sutil nota de miedo. En ese momento hubiera deseado adoptar las formas sinuosas del nadador que se abre paso como serpiente de río o en una criatura como el axolotl que se desplaza en la transparencia y cuya inmovilidad produce un estado hipnótico. He probado las aguas de distintas albercas y supongo que he ingerido un poco de todos los bañistas. Sudor, células muertas, mucosidad, orina, saliva. Alguna vez visité una extremadamente concurrida que apenas permitía moverse, parecía un caldo de cultivo humano que favorecía el brote de más personas. Beber voluntariamente hubiera sido un acto repulsivo, hacerlo con descuido, una adaptación inconsciente al medio. Bastaba un chapuzón para tragar un poco. Semidesnudos, entre las pequeñas olas que engendrábamos, éramos cardumen de balneario. No me sorprendería que ingerir mucho de esa agua produjera alguna metamorfosis y resultáramos al fin, transfigurados en axolotl o tomáramos conciencia de haberlo sido siempre.
El agua más pura la probé en un río nacido entre los deshielos del Popocatépetl. Tenía cerca de nueve años, un traje heredado de mi hermana mayor, un chaleco salvavidas y el cuerpo entumecido. Esa primera experiencia no me pareció placentera, después de un chapuzón fugaz, regresé a las áreas verdes donde el sol pegaba de lleno, convencida de ser un animal terrestre. Pero las siguientes veces, a pesar de los accesos de frío, anduve por su cauce como si su sabor me llamara una y otra vez. Aguas dulces que corrían por mi interior así como yo discurría por ellas. Entendí que los mitos de hombres mitad pez eran, en realidad, un anhelo vital de pertenecer al flujo del mundo. Las albercas perdieron atractivo y sus aguas cloradas se volvieron desabridas, mi paladar exigía mejores degustaciones.
Mi naturaleza se aleja del nado experto y se acerca más a la de los chalecos salvavidas. Solía flotar por el río sin esfuerzo o técnica, en un ir desordenado y comodino en el que intercalaba estados de vigilia y sueño. Los salvavidas no brindan libertad al cuerpo pero lo hacen con la mente. Mantienen la cabeza erguida para mirar el entorno o cerrar los ojos y arrullarse con el sonido líquido. Recuerdan a la fisiología del ave acuática que se hunde y sale a flote sin problemas. La corriente me transportaba mientras mis infantiles reflexiones se dispersaban con somnolencia. Por instantes, me soñaba suspendida en un río. ¿Cómo saber que estaba dormida? Por el toque de absurdo que sólo era comprensible al despertar. Un enorme pez rojo a mitad del río dirigiéndose a mí, un ocaso repentino, nenúfares flotantes abriendo sus pétalos. El río era capaz de producir estados contemplativos, ensueños y presentarse como la entrada a otra realidad, una que traspasaba los momentos rutinarios y las manías citadinas hasta mostrarlos como verdaderos delirios.
Llegué al mar poco tiempo después, en las vacaciones de verano. La resaca, engañosa, parecía un juego infantil que me hizo caer un par de veces hasta batirme sobre la playa. Su sabor resultó escandaloso, un potente aguijón en la lengua al que le agarré gusto. Cada trago traía consigo furor, encendía un deseo por lanzarse al oleaje y luchar con él. No hallaría ahí el adormecimiento del salvavidas sino un estado de alerta, después de todo, se trataba del hábitat de los naufragios y los monstruos mitológicos que acechan en el fondo. Creo que el hombre no inventó la navegación para desplazarse sino en afán de dominio. Controlar un medio inaccesible. Pero como en otras materias, su conocimiento fue insubstancial. Entre los misterios de las masas oceánicas, los que se relacionan con el hombre son fácilmente descifrables; todos los vicios y desperfectos están vertidos en aquello que no pudo someter, rastros hediondos de su mezquindad.
En el agua podemos vislumbrar nuestros orígenes. La mano sobre la superficie, un insecto caminando encima o una hoja flotante dan la sensación efímera de un medio gelatinoso. Como si al lanzarse en ella, ésta pudiera sostenernos con suavidad mientras nos sumergimos lentamente. Un regreso al umbral, la sensación de estar en líquido amniótico. También es posible ver nuestra imagen a cierta hora clara, aunque el resto del tiempo parece que alguien más nos observa desde el fondo. Un doble que espera salir a flote cuando nosotros nos hundamos. Narciso encontró al amor en una fuente —preludio de los espejos— y ésta le devolvió una imagen que jamás pudo asir. Un ser cuyo tacto se adhería al suyo en el reflejo, incapaz de abandonar el agua y al que no encontraría buscándolo en el fondo. Narciso murió de tristeza de tanto amarse, sin saberlo siquiera. De hacerlo, se hubiera echado al agua con la satisfacción de la autosuficiencia, inmerso en su reflejo sin volcar la vista a él, pero sintiendo la dulzura del agua.
En la mitología griega, el inframundo es un territorio fluvial que arrastra, en cada cauce, congoja. El barquero Caronte conduce a las almas de los muertos por el Aqueronte, transición entre vida y muerte. En sus afluentes se encuentra el Leteo que permite a las sombras borrar las memorias de sus vidas pasadas. A él han recurrido algunos poetas como Baudelaire, Quevedo y la mexicana Gloria Gervitz para invocar el olvido del amor o transgredirlo tras la muerte, perder los orígenes para reencontrarse en el desamparo. Su sabor concentra el gusto picante del mar y la dulzura del manantial, el deseo de resistencia y entrega. Tras beber de ellas, sin punto de comparación, queda una cómoda neutralidad: agua destilada.
El cuerpo, en buena medida, contiene agua que pocas veces probamos. Un desbalance produce alteraciones. Agranda la cabeza cuando se acumula en ella, como si invadiera sueños y pensamientos adaptándolos a su naturaleza. El escritor inglés Thomas de Quincey encontró en su hermana, que padecía hidrocefalia, un aumento de sus capacidades mentales, una brillantez en las ideas y sensibilidad que, tras su muerte, creyó causante de la enfermedad y no al revés. En el inframundo, las almas que reencarnarán se sumergen en el Leteo, una inmersión como el ahogo que invade nariz, pulmones, mente. Pero el olvido no llegó a la hermana del autor. Su camino tal vez se desvió a Mnemósine, fuente que despierta la omnisciencia en quienes beben de ella. De Quincey bien pudo tener razón y la hidrocefalia era en realidad, exceso de sabiduría. Largos tragos del denso líquido de la memoria.
El agua simboliza estados mentales o anímicos. En Río subterráneo de Inés Arredondo, un mal afecta a una familia y condena a todos sus miembros al contagio. Su forma de lidiar con la fatalidad es la aparente calma. En el arduo afán por disimular la ansiedad, edifican una escalinata que inicia en su casa y desemboca en las márgenes del río. La construcción es un intento por mitigar el camino al delirio, pero sólo consigue crear bases firmes hacia él. Éste podría añadirse a la angustiante hidrografía del inframundo, como otra de sus entradas. Un cauce del que los personajes no pueden escapar. Las aguas más oscuras se derraman en la mente. Insondables para el que las posee, se lanza hacia ellas hasta ahogarse.
Algunos saberes en materia onírica dictan que el agua sucia o revuelta significa la inminente llegada de problemas, una ola que nos arrastra mar adentro. Si es cristalina y tranquila, augura felicidad. La vinculamos a nuestra vida en su forma nociva o salubre. Sin embargo, a pesar de su potencia destructiva, su carencia pesa más que el exceso. Al ser el último bastión de sobrevivencia, en ella subsiste un imaginario de vida y muerte. Jamás he tenido este tipo de imágenes proféticas, una vez que soñé con agua estando inmersa, me fue imposible hacerlo fuera de ella. En mis fantasías más lúcidas evoco la dulzura en el paladar, la sensación fría en el cuerpo y los pensamientos vagando a la deriva con infantil despreocupación. El agua de mis sueños siempre fue apacible.