Tierra Adentro

El origen de la humanidad y de la vida está íntimamente ligada al agua, como demuestra Tania Tagle, quien, para dar bienvenida a este dossier, ensaya sobre la gestación y la muerte de los hombres en este líquido a través de un recorrido en la tradición literaria, religiosa y científica. Aquí, Tagle se adentra a ese fascinante mundo acuático que nos atrae por su heredada familiaridad: la humedad es, en comparación con la sequedad, la que conserva y llama nuestro lado más humano.

¿Quién ha pensado en la zozobra
imaginaria? ¿Ha habido algún
pensador que haya profundizado
en esta impotencia pánica
a sobrevivir solo, gritando,
naciendo, desembarcando de
pronto en la primera orilla?
PASCAL QUIGNARD

Los cabellos de Ofelia ondulan como amas bajo el agua. Antes de que el vestido, a cada instante más pesado, termine de empujarla hasta el fondo del río, sus manos, que habían permanecido sujetas sobre su pecho, se desenlazan y todo su cuerpo se anemona en un vaivén apacible. El agua no tiene prisa, su tiempo no pertenece a este mundo. Dicen que si no te resistes es casi como un abrazo, el cuerpo recupera lentamente su memoria anfibia, los pulmones ya no duelen, recuerdan que el verdadero medio hostil es el aire. Ofelia se deja mecer hasta quedarse dormida, como una niña sobre el regazo de su madre.

A-hogar-se, volverse al hogar.

Hace varias semanas que no puedo verme los pies, al bajar la vista mi vientre dibuja un horizonte curvo. Adentro me ha crecido un hijo en una pecera de sangre. No va a lograrse, me dijeron al principio, y yo le hablaba para pedirle que se resistiera al llamado acuático. Préndete a mí, le decía, no te (me) abandones. Antes de nacer, bajo el agua primigenia, ya hemos aprendido a morir.

A-hogar-se, volverse hoguera

A orillas del mar Egeo, las mujeres aqueas lloran la partida de sus padres y de sus esposos. Las velas de las embarcaciones se izan como enormes lagunas verticales. La mayoría no volverá. Muchos de ellos ni siquiera verán las playas de Troya. Serán reclamados por el mar y caerán por la borda sin comprender si perdieron el equilibrio o saltaron voluntariamente. Los pocos que regresen lo harán sólo en apariencia porque pasarán el resto de sus vidas anhelando volver a navegar. No existe una despedida más definitiva que la que se hace a la orilla del agua.

Pero tampoco una bienvenida.

He roto fuente. Me vacío y el líquido cálido me acaricia los muslos. Por un momento cesan las contracciones. Mi hijo avanza a la velocidad de las sombras. Colocan mantas encima y debajo de mi cuerpo para contener los derrames. Y una esponja sobre mi frente que me embarra el sudor pero deja intactas las lágrimas. Agua por todas partes. No se puede llegar al mundo de otro modo. Por eso el primer acto «civilizatorio», la primera imposición absurda, es la sequedad.

El verdadero medio hostil es el aire.

Hace cincuenta millones de años, el pakicetus, un cuadrúpedo terrestre muy similar al perro, se dio la vuelta y decidió volver al mar. Su cuerpo sufrió transformaciones increíbles: perdió las patas y el pelaje pero a cambio ganó peso y un gran tamaño. Hoy lo conocemos como ballena. Los pakicetus no se imaginan cuánto tiempo ha pasado desde su metamorfosis, por eso los vemos actuar como si acabaran de sumergirse por primera vez en el agua. Un día, los dioses que viven en el fondo del océano, confesarán que toda la creación no fue más que un pretexto para perfeccionar a los cetáceos.

El tiempo es una invención de las superficies.

Fuera del agua existen los minutos y los años para medir la vida. Llamamos «vida» al pequeño periodo de tiempo que tardamos en reincorporarnos al agua. El instante árido entre dos eternidades acuáticas. Solamente antes de nacer y después de morir somos viajeros. En el agua somos nautas; en la tierra, náufragos. Sobrevivientes arrojados a la orilla del tiempo. La vida es una isla, inmóvil, rodeada de agua como una cárcel, el verdadero naufragio.

 

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De la muerte hemos aprendido a navegar.

Los vikingos fueron los primeros en explorar el Ártico, donde, según ellos, era posible cazar unicornios. En realidad, lo que cazaban eran narvales, una especie de cetáceo muy parecido a la beluga pero con la peculiaridad de tener un colmillo largo y helicoidal que los vikingos hacían pasar por cuerno de unicornio y que vendían hasta por su peso en oro. Estos mansos animales aún habitan en lo más recóndito del Polo Norte formando pequeñas manadas alrededor de los islotes de hielo. Enormes maravillas ignoradas, se comunican silbando en una frecuencia apenas audible para los humanos transformada en eco coral al rebotar entre los témpanos. Mitad unicornios y mitad sirenas, cargan sobre sus oscuros lomos el secreto de una parte primordial de nuestro imaginario mitológico.

Mythos: relato que irrumpe en representación de lo sagrado.

En su Mitología del Rhin, Saintine cuenta que los habitantes de los pueblos celtas que vivieron a la orilla del mar eran consagrados a un árbol al nacer. El espíritu de este árbol los protegía durante toda su vida y, cuando morían, para asegurarse de permanecer bajo su protección, el árbol era cortado y se les fabricaba con él un ataúd. Una vez colocado el cadáver en el corazón del árbol, se realizaba una ceremonia para «devolverlo» al mar. Durante siglos, antes de que la humanidad se atreviera a explorar las aguas, los únicos navegantes fueron los muertos liberados en estas ceremonias y las únicas embarcaciones los ataúdes hechos con sus árboles-tótem.

«El muerto es devuelto a la madre para que lo vuelva a parir», C.G. Jung.

Venimos del agua y de las sombras, necesitamos permanecer ocultos para germinar, no somos dados a luz, somos traídos a la luz. Descubiertos. Un parto es una revelación, en el sentido místico: abrir mediante una ceremonia iniciática lo que estaba cerrado; pero también es una revelación en el sentido fotográfico: hacer aparecer por medio de la luz. Por eso todo nacimiento es también una exposición. Sólo el agua puede guardar el secreto.

Al terminar de leer el Fedón de Platón, Teombroto se lanzó de un peñasco.

Algunas noches al año, por encima de los murmullos eléctricos de las ciudades, es posible escuchar el rumor del agua. Nos llama de vuelta como una madre que reclama a sus hijos arrebatados. La voz del agua es siniestra porque tiene algo familiar, como ver el propio rostro reflejado sobre su superficie. Una vez que la hemos escuchado, nuestro destino es ineluctable: saltar. Dicen que para evitar que los marineros sucumbieran a la tentación de tirarse por la borda fue que se inventaron los monstruos marinosCaptura de pantalla 2016-04-18 a las 5.57.49 p.m.

En los cuentos de mujeres perversas que ahogan a sus hijos, nunca se dice que ellas creen que los están salvando.

La ballena es, según se vea, o toda cuerpo o toda cabeza. Su figura en nuestro imaginario está ligada al castigo moral: la desobediencia de Jonás. Tópico que Melville supo explotar como nadie. Sin embargo, la ballena también canta. Algunos pueblos inuit creían que para encontrar el camino al lugar sagrado después de la muerte había que dejarse guiar por la canción de las ballenas. ¿Y si aquella balsa de Caronte que imaginaron los griegos fuera en realidad una ballena?

Como el feto dormido a la sombra del vientre, así el cuerpo de quienes saltan al mar.

Permanecer en silencio ante el estruendo de las olas, su repetición continua marcando pavorosamente la Historia, condenada a ser una y otra vez sobre la superficie. Dejarse mecer la mirada por la marea como dentro de una cuna. O de un sarcófago. A lo lejos, una barca desaparece sobre la línea curva, preñada de horizonte.

Si prestamos atención, la voz del agua es un eco de la nuestra.

A finales de los años noventa, dos biólogos marinos descubrieron a 52 Hertz, nombrada así por ser la única ballena conocida que cantaba en esa frecuencia. Viajaba sola por rutas nunca antes mapeadas, pues ningún otro cetáceo era capaz de escucharla. Es probable que se tratara de la sobreviviente de una especie ahora extinta que recorría el océano cantando en una lengua muerta. Su llamado no es perceptible para ningún oído, excepto para el de los seres humanos. 52 Hertz canta para ser escuchada en la superficie.

¿De qué naturaleza es el canto de las sirenas? ¿Es una canción de muerte o es una canción de amor?

Lady of Shalott vive recluida en una torre medieval, una extraña maldición le impide ver el mundo directamente y debe hacerlo siempre a través de un espejo. Una tarde, Sir Lancelot pasa bajo su ventana y ella, prendada, suelta el espejo y voltea a mirarlo. Al instante sabe que la maldición desconocida caerá sobre ella y baja a toda prisa de la torre. Desconsolada, toma una pequeña barca en la que graba su nombre y comienza a remar mar adentro. Antes de perderse por completo, algunos marineros la observan pasar a lo lejos. Juran haber escuchado que cantaba en una lengua desconocida.


Autores
(Ciudad de México, 1986) es licenciada en Literatura Hispánica por la Universidad de Guanajuato. Ha sido capturista, correctora, editora y formadora de páginas web, diarios, boletines, tesis e inventarios.