Tierra Adentro
Jorge Petraglia, Roberto Villanueva, Leal Rey - Esperando a Godot, Buenos Aires, 1956. Fotografía de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons.
Jorge Petraglia, Roberto Villanueva, Leal Rey – Esperando a Godot, Buenos Aires, 1956. Fotografía de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons.

VLADIMIR: Cuando uno piensa, oye.

ESTRAGON: Cierto.

VLADIMIR: Y eso impide reflexionar.

ESTRAGON: Claro.

VLADIMIR: De todos modos se piensa.

ESTRAGON: ¡Qué va, es imposible!

VLADIMIR: Eso es, contradigámonos.

Samuel Beckett

Esperando a Godot (trad. de Ana Moix)

 

I. Babylone

Era un humilde teatro parisino ubicado en la avenida que conecta el bulevar Saint-Germain con la Plaza Denfert-Rochereau. No había pasado más de un año desde que el prolífico actor y director Jean-Marie Serreau lo inauguró, y tampoco pasaría más de un año para que cerrara sus puertas debido a las dificultades financieras que acompañan a la taquilla baja.

Breve y accidentado, el recinto no necesitó dilatarse en el calendario para dar origen a una de las tradiciones dramáticas más importantes de la historia contemporánea.

Durante la noche invernal del 5 de enero de 1953, el Théâtre de Babylone vio llenas sus pocas butacas, mientras atestiguaba uno de los episodios más estimulantes del arte del siglo XX. La intriga y la curiosidad, más que los propios humanos, fueron la presencia mayoritaria.

Se han cumplido ya setenta años desde que En attendant Godot fuera puesta en escena por primera vez bajo la dirección de Roger Blin, el admirado dramaturgo que protagonizó el panorama parisino, después de emerger de la tutela de Antonin Artaud.

Samuel Beckett, autor en pleno ascenso responsable de la obra, ganaría el Premio Nobel de Literatura 16 años más tarde. Y lo cierto es que ni Blin ni Beckett, al menos durante esa expectante noche inaugural, fueron capaces de prever la revolución y la polémica que quedaría imantada a su trabajo para siempre.

 

II. Beckett, la desmesura discreta

Emil Cioran, en uno de los pasajes de los Cuadernos1, dejó bastante clara la primera impresión que le provocó enterarse de que Beckett recibiría el Nobel: “¡Qué humillación para un hombre tan orgulloso! La tristeza de ser comprendido.” Y es que, para Beckett, hay que decirlo, el enigma es la mayor de las dignidades de un artista.

Construido con medios estéticos y ontológicos completamente distintos al de su maestro dublinés, el inescrutable laberinto literario de Beckett terminó por tener aspiraciones similares a las de James Joyce.

A pesar de que las obras de ambos irlandeses se emparentan por una infranqueable naturaleza en común, el más joven tuvo la cautela necesaria para emanciparse de la sombra creadora de su mentor.

Desde sus primeros textos, el autor de Malone Meurt se había distanciado de la hipertrofia —lingüística y narrativa, desde el rincón que se prefiera observar— que caracterizó a la producción joyceana.

A Beckett le interesaba el desolador laconismo que subyace en la decadencia humana y atinó en formularlo con una austeridad perturbadora. La proyección de un humor disparatado en medio del pesimismo que empleó para sus primeras tres novelas, se agudizó en el prodigio absurdista que Esperando a Godot encarnó más tarde.

La escritura desde los solipsismos afectó considerablemente la comodidad de Beckett. Durante su estancia parisina que extendió de 1946 a 1948, apenas recuperado del horror nazi que lo persiguió en los años previos, tuvo la sensación de que su prosa novelística era mediocre. Con recurrencia les decía a sus amigos que la escritura de una pieza teatral le ayudaría a encontrar un descanso, un lugar habitable2.

A pesar de la renovación que significó para su autor, Esperando a Godot tendría grandes dificultades para encontrar escenarios dignos de su radical propuesta.

 

III. Blin, la salvación

Suzanne Déchevaux-Dumesnil acompañó a Beckett durante las tardes de los años treinta, en las que ambos practicaban tenis, al igual que durante las noches de inicios de los cuarenta, en las que ambos tuvieron que escapar de las amenazas del ejército alemán.

La pianista de izquierda apoyó la trayectoria literaria de su esposo con la misma devoción y cariño que merecieron el resto de los aspectos de su vida.

Suzanne evitó que Beckett desistiera en sus esfuerzos profesionales de publicación, al presentar sus libros a todos los editores con los que se topaba. Cuando Esperando a Godot estuvo lista, ella misma se encargó de buscar un productor que la llevara a los teatros. El intento fue igual de fallido: a nadie le interesaba poner en escena una obra que carecía de una trama convencional (y que, de cierto modo, se resistía a tener una en absoluto).

Fue entonces cuando Suzanne pensó en un posible salvador del teatro de Beckett: Roger Blin. Más de diez años atrás, el hombre había ganado notoriedad con su aparición en la adaptación de The Cenci que estuvo a cargo de Antonin Artaud; también era conocido por haberse aventurado en la innovación mímica de Jean-Louis Barrault y por valerse de ciertos asomos experimentales en su trabajo como director. Un tipo de su perfil sería la mejor de las apuestas.

En efecto, Blin le volcó su fe a la obra. Después de pedirle dinero prestado a sus amigos y de ganarse una subvención gubernamental —sin la posibilidad presupuestaria de recibir honorarios por las presentaciones, ni él ni Becket—, el director tuvo lista la puesta en escena la noche del 5 de enero de 1953.

El reparto consistió en Pierre Latour como Estragon, Lucian Raimbourg como Vladimir, Jean Martin como Lucky y Serge Lecointe como el Muchacho. El mismo Blin se encargó de interpretar a Pozzo.

Muy pronto, Esperando a Godot se ganó el peculiar prestigio de las obras con recepción contradictoria. No sin risas de por medio, sólo se me ocurre un caso tan radical como el ocurrido en 2013, cuando el medio de crítica musical Pitchfork lanzó una encuesta a sus lectores de todo el mundo preguntándoles sus preferencias del año. Yeezus, de Kanye West, ganó el primer lugar en las categorías de álbum más sobrevalorado, álbum más infravalorado y mejor álbum. A Beckett le pasó algo así, más de medio siglo antes.

Genio y charlatán son dos palabras a las que les gusta caminar de la mano. El irlandés lo aprendió temprano en la vida. Por un lado, muchos de los asistentes consideraron al Godot como una burla a la inteligencia y al buen gusto, un producto a modo para que el esnobismo de la época se regodeara en los sinsentidos y la opacidad.

Por el otro, no tardaron en aparecer las voces que reconocieron a la obra con un entusiasmo bastante nutrido de alegorías e interpretaciones diversas. Jean Anouilh, el autor de Antígona, tuvo el tino de entregarle sus primeras flores al trabajo que Beckett y Blin lograron forjar en medio de las precariedades y los contratiempos:

No pasa nada. Nadie viene, nadie va, es horrible. Esta línea, dicha por uno de los personajes de la obra, proporciona su mejor resumen. Godot es una obra maestra que provocará la desesperación de los hombres en general y de los dramaturgos en particular. Pienso que la noche de estreno en el Théâtre de Babylone es tan importante como el estreno de Pirandello en París en 1923, presentado por Pitoeff3.

Pasaron años para que, durante las presentaciones de Esperando a Godot, dejaran de ocurrir ciertos episodios que se practicaban con regularidad protocolaria. Cuando el teatro no se vaciaba antes del segundo acto, a los presentes les gustaba quedarse para gritar entre diálogos y arrojar cosas al escenario. Las risas abundaron siempre.

Era el tiempo en el que Beckett aún no conocía del todo la humillación de ser comprendido.

 

IV. Tras el telón

Setenta años, sí, con un Nobel y la inmortalidad de por medio. Poseedor de un destino común a los hombres y las mujeres de su estirpe intelectual, Beckett —su estudio, sus interpretaciones, su referencialidad— emigró de la literatura y llegó a asentarse en el cine, las artes visuales, el psicoanálisis y todos los rincones imaginables de la cultura popular4.

La espera es una presencia inamovible en toda su obra. Símbolo y a la vez ecosistema, en ella se explica la enorme plasticidad con la que el universo literario del autor pudo adaptarse a diferentes medios. Sin la intervención de mayores cosmogonías, se trataba, siempre, de una espera humana.

A la luz de esto, Lois Gordon consideró que el mayor ingenio de Beckett se veía reflejado a la hora de trazar las relaciones de sus personajes entre sí, ya que comparten la difícil situación de pasar el tiempo, es decir, de vivir en el acto de esperar5. La lógica de la acción suspendida.

A pesar de su errático discurso y de su conducta caprichosa, Vladimir y Estragon no dejan de manifestar, en su interacción, la dinámica interna de los componentes racionales y emocionales del comportamiento humano. En ocasiones siendo dos partes de un mismo Yo y, en otras, dos niveles diferentes de una misma realidad, los protagonistas de la obra extienden sus horas en medio de un mundo desgajado y trunco.

Toda la inmovilidad y el absurdo se condensan y afloran en cada una de las facetas de Esperando a Godot. No en balde, el primer diálogo funciona como una advertencia que, al mismo tiempo, pareciera ser una resignación universal: No hay nada que hacer.

  1. Cioran, M. 1997. Cahiers 1957-1972. Gallimard.
  2. Lawrenece, G. 2004. Beckett: Waiting for Godot. Cambridge University Press.
  3. Lawrence, G. & Federman, R. 1979. Samuel Beckett: the Critical Heritage. Routledge and Kegan Paul, Londres.
  4. Stewart, P. & Pattie, D. (Eds.). (2019). Pop Beckett: Intersections with popular culture. Ibidem Verlag.
  5. Gordon, L. 2002. Reading Godot. New Haven: Yale University Press.