Neologismos: las lenguas en el presente
Mi lengua nació entre árboles
y tiene sabor de tierra;
la lengua de mis abuelos es mi casa.
Humberto Ak’abal, El canto viejo de la sangre.
I 1
Toda lengua en el mundo es como el viento: cambiante, inaprensible. Nunca se perpetua en el tiempo. Cada idioma tiene la posibilidad de reinventarse y adecuarse a las nuevas formas, fenómenos y acontecimientos del presente. Así como existen palabras y enunciaciones que se extinguen, también germinan otras. La creación de nuevas designaciones, para dar nombre a algo, es conocida como neologismo. Los neologismos implican la incorporación de expresiones que originalmente no existían en una lengua, y se ajustan a la realidad de sus hablantes.
La antropología ha explicado que toda civilización y cultura es posible en tanto lenguaje. Esto devela que ha sido una de las invenciones más trascendentales que la humanidad ha hecho para sí. Es posible que nuestras primeras estirpes no dimensionaran la magnitud que eso implicaría. Crearon el lenguaje sin adjudicarse la autoría ni la premisa, como con la creación de una primera lengua y, posteriormente, la escritura de la misma. Lo que empezó con sonidos aislados y balbuceos, con el tiempo se convirtió en un complejo y diverso sistema de lenguaje. Cada palabra, en algún momento, fue un neologismo de alguna cosa hasta adquirir su aceptación y reproducción social.
Los vocablos nube, territorio, abrazo, fuego, alborada, aire, manantial, resistencia, y los cientos de palabras que existen en cada lengua, en un principio fueron denominaciones extrañas e inéditas, expresiones sónicas y bucales ajenas a las personas. Nada tenía nombre ni siquiera el origen del universo ni la humanidad ni el silencio infinito.
Todo aquello que es parte de la vida-mundo es susceptible a ser nombrado, ya sea por imaginación, apropiación, préstamo o nativización lingüística. Es como si nada pudiera escapar del lenguaje ni siquiera las partículas microscópicas que la comunidad científica ha encontrado, o las entidades anímicas que forman parte de la cosmovisión de ciertas culturas y que son intraducibles a otras lenguas. Los referentes no siempre son visibles y, sin embargo, se nombran. Y al designarlos, existen. Cada cosa adquiere significado, a partir de su integración en los idiomas que lo encarnan.
En el Popol Vuh, libro sagrado de los mayas, se narra que los ajawetik2 crearon a las personas para que fueran venerados por ellas. Les dio un alma, un corazón, una voz y pensamientos para poder comunicarse. Aun cuando no se diga, dichos seres ya contaban con un idioma propio que fue transferido a la humanidad. Uno de los partícipes en la creación fue Itzamná, el ajaw del cielo, quien se le ha considerado el fundador de la cultura, la astrología y la escritura. A él se le adjudica la invención de los jeroglíficos y, posiblemente, creador de muchos neologismos en la lengua maya. Esto revela que para existir en el mundo era imprescindible la formación del lenguaje.
El filósofo Carlos Lenkersdorf escribió que “un pueblo que ha desarrollado un idioma tiene, a la vez, su manera de filosofar”,3 es decir, de crear pensamientos y sentimientos socializados mediante las palabras. Una premisa es que no hay idiomas ni hablantes desprovistos de esta condición. Pero no todos se encuentran en el mismo escenario, pues algunos mantienen su hegemonía y otros están al borde de la muerte. Los que se encuentran en alto riesgo de desaparecer son los que menos probabilidades tienen de recrearse. Esto no quiere decir que en el lapso que dura su existencia estén exentos de la invención de neologismos.
En las lenguas originarias de México, muchas veces designadas como “indígenas”, se manifiesta una poética del sentipensamiento, pues devela la profundidad de las ideas y sentimientos con la que se traduce en palabras la presencia de entidades, fenómenos y objetos que existen y se integran en los marcos de cada cultura. Lo mismo sucede con aquellas cosas pensadas y creadas en otros contextos que, al volverse cotidianas, tienden a recibir un nombre en las lenguas. Los neologismos son suscitados por la modernidad, la globalización, la sociedad de consumo, al auge del capitalismo, las ciencias, a la transculturalidad. Es decir, por distintos factores económicos y sociopolíticos que trastocan inevitablemente la vida-mundo de los pueblos.
Todo neologismo es como el viento: extenso, fugaz, contingente.
II
Una breve anécdota.
Tenía diez años cuando por primera vez vi una computadora y escuché su nombre. Era el año 2000. Me pareció un artefacto raro, tosco, ruidoso, pero interesante. Mi padre acababa de comprarse una para hacer sus trabajos. Me decía que ya no gastaría tinta ni papel como usualmente sucedía con su vieja máquina de escritorio, una tecla mal oprimida era suficiente razón para recomenzar con la escritura. La computadora ocupó el lugar de la vieja máquina que guardó y que nunca más volvimos a ver. Hay cosas que reemplazan otras y nombres que desaparecen. La palabra y el objeto se hicieron comunes en mis días. Mucho tiempo después, cuando entré a la universidad, mi padre me regaló una computadora portátil, mejor conocida como laptop (una palabra compuesta y derivada del inglés). Me apropié de la designación sin cuestionamiento alguno, pues en el ámbito social ya era conocida con dicho nombre.
Un día se me ocurrió llevar la laptop a la casa de mi abuelo Domingo. Él jamás había visto una en su vida, sus ojos llenos de extrañeza me recordaron la impresión sentida en mi infancia. “tatil, ¿Binti sbiil meto? Hijo, ¿cómo se llama eso?” preguntó. “computadora sbiil, tatik. Se llama computadora, abuelito”, respondí. Mi abuelo no logró pronunciarlo: completora, comrora. Intentó varias veces hasta que se dio por vencido. Parecía una persona aprendiendo un nuevo idioma. Para él fue una palabra indescifrable, que nunca pronunció “correctamente”. En todo caso, él resignificó el nombre a partir de sus posibilidades expresivas. A este fenómeno, más que un neologismo, podríamos denominarlo como “imposición lingüística”, porque no formaba parte de sus esquemas culturales ni de los marcos de su lengua materna, el tseltal. Esta imposición, en otros sentidos, también es entendida como apropiación lingüística, que sucede con las lenguas no hegemónicas, al reproducir las designaciones hechas en los idiomas de la gente que crea, innova y reinventa las cosas.
La computadora pronto se volvió común en los pueblos. La juventud se compraba una para fines escolares o para divertirse. Las laptops se hicieron parte de las familias, como en décadas pasadas sucedió con la grabadora, conocida como son, sonido; o k’in, música/fiesta. La televisión, por su parte, fue designada por algunas personas como stijobil kuxul, “aparato vivo de proyección”. De palabras existentes se adjudicaron nuevos sentidos. A esto las ciencias del lenguaje le llaman neologismos semánticos. Aquellos aparatos tecnológicos, al mantenerse presentes, adquirieron una designación en tseltal.
Pero el nombre de origen de la computadora no fue el que las personas adultas reprodujeron. Entonces surgió el chinam tak’in. El neologismo fue el resultado de dos palabras: chinam, cerebro, y tak’in, acero/metal. La laptop se bautizó como “el cerebro de metal”, al considerarse que hacía operaciones y trabajos de razonamiento. La composición del nombre se constituyó entre el material (forma) y las funciones (fondo) que el objeto realiza. Dos palabras disímiles fueron unidas para crear un nuevo significado. El sentido de los vocablos no está contenido en ellos, sino en lo que designan.
Era el año 2019 cuando escuché el neologismo. Me encontraba afuera de la oficina del Registro civil en Tenejapa, el pueblo donde nací. Había una enorme fila de personas que, al igual que yo, esperábamos realizar un trámite. La fila no avanzaba y la lentitud nos irritaba. Entonces, el secretario salió y nos dio un anuncio: “me’tiketik, tatiketik, maliyaik ajk’uk, yu’un sokem te chinam tak’ine. Señoras, señores, esperen otro poco, es que se descompuso el cerebro de metal”. Al principio no entendí lo que nos dijo, me costó interpretarlo. No supe a qué se refería. “¿Binti la sokem? ¿Qué fue lo que se descompuso?”, pregunté al señor que estaba delante de mí. “Ja’i chinam tak’ine. Ja’i computadora. Es el cerebro de metal, la computadora”, respondió. Su respuesta me dejó pasmado, para él era un enunciado frecuente y comprendía el significado, al igual que el resto de la gente. No sé en qué momento sucedió, pero entendí que era un apelativo socializado en el pueblo.
Mi encuentro con el término chinam tak’in me resultó sorprendente, y más todavía descubrir la creatividad de los hablantes. Así comprendí que crear significados es también una arquitectura del lenguaje y una poética del sentido, porque implica imaginarse la composición y las formas que adopta lo que se designa. El neologismo chinam tak’in lo he escuchado con reiteración en otros pueblos tseltales. No sé cuánto tiempo necesite para convertirse en una expresión común y normalizada en la lengua, pero no dudo que sea pronto.
Hace poco volví a la casa de mi abuelo Domingo y llevé mi computadora nueva. “¿Bi ora la man te chinam tak’ine? ¿Cuándo compraste tu computadora?”, preguntó. Me fascinó descubrir que ya había apropiado el neologismo. Ya no tuvo que titubear al intentar decir el nombre en español. Así comprendí que mi abuelo, como el resto de la gente, se resistía a reproducir un concepto ajeno a su idioma. Este acontecimiento lo traduzco como una ofensiva lingüística, que acontece como una posibilidad de fortalecimiento, reinvención, reafirmación y vitalidad de la lengua.
III
Cada cierto tiempo un neologismo aparece para dar nombre a algo. Esto sugiere una premisa: que nada puede quedar en el orden de lo indecible. No es fortuita la reflexión escrita hace más de cien años por el filósofo Ludwig Wittgenstein, al afirmar que “los límites del lenguaje significan los límites de mi mundo”.4 Si la imaginación no tiene una finitud, tampoco la capacidad creativa. Esa es la potencialidad de las personas, al no hacer esencial el uso de préstamos ni nativizar designaciones de otros idiomas al suyo.
Es verdad que existen nativizaciones lingüísticas en la mayoría de las lenguas del mundo. Un ejemplo de ello son las palabras de origen náhuatl que pronunciamos en español como el aguacate, tomate, jícara, molcajete, comal, petate, tianguis. Designaciones modificadas, pero que conservan su raíz etimológica. No obstante, estos objetos, al mismo tiempo, tienen un nombre propio en cada una de las sesenta y ocho lenguas que se hablan en México. Aguacate es on, en ch’ol. Metate, guiiche, en binnizá. Petate, pojp, en tseltal. Comal, semet, en tsotsil. Tianguis, snajtsil b’olmalanel, en tojol-ab’al. Jícara, pojk tsima, en zoque. Esta última es un significado compartido con el tseltal, al nombrarse tsima. Es decir, los préstamos también se dieron entre lenguas y culturas mesoamericanas.
En el bats’il k’op tseltal existen varios neologismos que permiten significar ciertas realidades. Uno de ellos es el avión que, al ser constante en los cielos, ha adquirido el nombre de xulem tak’in, es decir, “el zopilote de metal”. La invención del sentido reúne la forma del transporte aéreo, en tanto pájaro, y la materia de su estructura. Esta singularidad también es la del helicóptero, que se dice tultux tak’in, “libélula de metal”. De manera similar sucede con el celular, que se nombra como ch’ajan tak’in, es decir, “la cuerda/lazo de metal”. Si bien no hay una relación directa entre el dispositivo de comunicación con el lazo, se asocia que a través de él se filtran las voces. Asimismo, la batería de dicho dispositivo se dice kajk’, que es “el fuego”, lo que le da energía. Hay palabras que amplían sus significados.
El metal es un elemento que también aparece en los neologismos de otros idiomas. Es un término empleado para designar lo que resulta ajeno al territorio-pueblo, tal como sucede con las cosas construidas con dicha materia. En binnizá, por ejemplo, la radio es nombrada como guiiba ruche’che diidxa, que es la conformación de los vocablos guiiba, fierro/metal o arma de fuego; ruche’che, acción de esparcir o regar algo; y diidxa, palabra/voz o texto, que se interpretaría como “esparcir la palabra a través del metal”. En esta misma lengua también se encuentra una correspondencia entre la forma y la función de las cosas que denomina. El celular se diche bichugalé, que está conformado por las palabras bichuga, caparazón; y lé, acción de hablar, que es “el caparazón que habla”. Algo parecido sucede con la guitarra, que es nombrado como yagalé. Yaga, madera/árbol; y lé, acción de hablar, que se traduce como “árbol o madera que habla”. Estos neologismos tienen la característica de ser figuras retóricas, de ser metáforas.
Hay neologismos socializados en la comunidad, y otros que son propuestas de ciertos grupos. Una de ellas es la de un colectivo de jóvenes ch’oles que trabaja con la revitalización de su lengua a través de redes digitales, a las que han llamado kolem chim, “gran red”. Es posible que este término sea una denominación que se fortalezca mediante su difusión y apropiación en el pueblo, pues los neologismos persisten en la medida en que se delineen en la voz de cada hablante.
Así como existen préstamos, nativización lingüística y neologismos, también hay terminologías que no encuentran lugar en las lenguas originarias. Y no por falta de capacidad imaginativa, sino ante la falta de relevancia en la vida cotidiana de las personas. Pienso en conceptos como colonialismo, posmodernidad, atomización o indexación, que no repercuten en el despliegue de la vida-mundo de los pueblos y las culturas. En este sentido, hay palabras que nunca serán traducidas ni apropiadas ni dichas por sus hablantes.
Esta breve reflexión es un acercamiento al dinamismo de las lenguas originarias en el presente, a partir de la creación de nuevos significados o, como se dice en tseltal, de yach’il k’opetik. En cada una de ellas germinan sentidos que dan existencia a las cosas.
Toda lengua es como el viento: fluida, etérea e impetuosa.
- Agradezco a Fernando Valdivieso, binnizá; Angélica Gómez, tojol-ab’al; Miriam Hernández, ch’ol; Hilario Gómez, tsotsil; y Arnulfo Morales, zoque, por compartirme los neologismos y términos en su lengua originaria.
- Nombre que refiere a seres sagrados y espirituales con poderes sobrenaturales.
- Lenkersdorf, Carlos. Filosofar en clave tojolabal. México: Miguel Ángel Porrúa. 2005, p. 9
- Wittgenstein, Ludwig. Tractus logico-philosophicus. Madrid: Alianza editorial, 2015, p. 123.