Tierra Adentro

Bueno, without further ado, demos por iniciada esta conversación en torno a los puntos de contacto entre el español y el inglés que se crean por medio de la traducción; es decir, a los “movimientos de traslación” entre esas lenguas. Si partimos del hecho de que un traductor es alguien que mantiene una relación especial con el lenguaje (al menos un interés más allá del promedio con las lenguas que trabaja) y que traducir es un ejercicio de la subjetividad (no hay dos traducciones iguales), me parece importante comenzar por conocer de qué modo se dio su encuentro entre el inglés y el español. Quizá de ahí podamos inferir algo sobre cómo alguien se convierte en traductor y qué es, a fin de cuentas, traducir.

Robin Myers:

Tal vez suene demasiado romántico, pero no puedo pensar en la traducción literaria sin pensar primero en el hecho de tener una relación con dos idiomas, el inglés y el español, en otros ámbitos de la vida —y en el hecho de que esa relación es algo que no siempre vivía—. Crecí en Estados Unidos y hablaba solamente inglés. Cuando empecé a estudiar español en la prepa, ya había estado un par de veces en México y sabía que quería volver: para mí, aprender otro idioma tenía que ver directamente con un deseo, uno que recuerdo ahora como inexplicablemente intenso, de vivir aquí. La idea era habitar un idioma para poder plenamente habitar un lugar. Y ahora que lo estoy haciendo, años después, la práctica de la traducción literaria me parece una manifestación incluso más concentrada del mismo fenómeno. Parte, según lo siento yo, de un impulso de estar adentro de algo: dentro de dos idiomas (uno, el materno, siendo invariablemente más íntimo, más cercano) y de sus respectivas texturas y sonoridades y tradiciones; dentro del pensamiento de algún escritor en particular y, por lo tanto, del mundo teórico y léxico y cultural que aquello habita; dentro de un texto que amas para poder acercarte más a él. Para mí, traducir nace de eso. De leer algo en español que me fascina o me conmueve o me asusta, de querer entender cómo funciona para provocarme lo que me haya provocado, y de llevarlo al inglés para estar tan cerca como pueda de ello: para reproducir ese vínculo en mi propio idioma. Cuando pienso en cómo ocurre ese proceso para mí, cuando pienso en la raíz, en el deseo más básico de hacerlo, recuerdo algo que hacía en la adolescencia, ya habiendo cursado algunos semestres de español: en la noche, cuando ya no toleraba hacer tarea, bajaba al sótano de la casa con un libro de Neruda en versión bilingüe y me leía sus sonetos en voz alta, primero en español y luego en inglés. Repito la idea: quería habitarlos ambos. Y quería entender lo que pasaba en la traducción para hacer que se sintiera tan distinto habitar cada uno por separado. Tedi, me pregunto de manera muy general cómo has vivido tú la relación con ambos idiomas, ya sea como traductora o en cualquier otro sentido.

TEDI LÓPEZ MILLS:

Los dos idiomas, en mi caso, han llevado vidas simultáneas y, en un inicio, la relación entre ambos tuvo que ver con poderes desiguales: a veces ganaba el materno, otras, el paterno. En ese sentido, uno —o yo— hablaba y des-hablaba con la culpa o la traición mirando por encima del hombro. Mi mamá nunca logró dominar el español y mi papá apenas farfullaba el inglés; los intercambios, por lo tanto, eran ilícitos y había que corregirlos para que hubiera un mínimo de claridad. Así, mucho antes de traducir, empecé por interpretar.

Durante los primeros catorce años de mi vida, por inercia y educación, el idioma dominante fue el inglés: mis lecturas, mis prejuicios, mis preferencias, mis amistades y mis enemistades. Pero en mi cabeza la cohabitación con el español continuaba: dos sombras al acecho en un mismo cuarto. Debo confesar que en esa época mis lecturas no incluían de ningún modo a la poesía y que ni siquiera había contemplado la noción de traducirla.

Sin embargo, en algún momento de crisis adolescente decidí que mi idioma debía ser obligatoriamente el español y que el inglés ocuparía el asiento trasero. Me impuse una disciplina sumamente tediosa: detener el flujo de la conciencia y trasladarlo de nuevo al español, hasta que ya no fuera necesario intervenir.

Ahora, por fortuna, el espacio de los dos idiomas se ha despejado y puedo concebirlo como un lugar de batallas conceptuales o espirituales, dependiendo del día. Todavía me angustio ligeramente cuando las palabras se enciman, cuando una en inglés tapa a la misma en español o viceversa, pero me consuelo pensando que, a fin de cuentas, se tratarán con cierta cortesía y que una le cederá el paso a la otra.

Traduces mucho más que yo, Robin, y has logrado incorporarte al español y a esa curiosidad o superchería que llamamos “lo mexicano” de un manera asombrosa. Pero me pregunto y te pregunto si aún hay zonas brumosas, obstáculos específicos que se refieran al idioma o a la cultura de ese idioma que te resulten difíciles de resolver.

RM:

Por supuesto. Se me ocurren varios, tanto en el ámbito cotidiano como en el literario. Una de las principales zonas brumosas es el humor. A pesar de sentirme ya bastante familiarizada con cierto rango de registros en el español mexicano, y con cierto lenguaje que se utiliza dentro de ese rango —que incluye el humor, claro, los juegos de palabras, los dichos, el albur—, todavía me pasa, y seguramente me pasará siempre, que me pierdo en ciertos contextos de “juego”, digamos, contextos en los que un grupo de personas (¡siempre es más difícil en grupo!) van improvisando una dinámica juguetona o burlona. Ahí entran capas y capas de sentido: coloquialismos en general, chilanguismos en particular, el trasfondo político y social, referencias culturales que no necesariamente conozco, distorsiones léxicas que para entenderlas uno tiene que entender primero todas las cosas que se vayan amalgamando o torciendo o injertando sobre otras cosas, y así hasta el infinito. Cada vez más el humor me parece la última frontera, el terreno más desafiante al aprender un idioma —y la cultura de ese idioma, como dices tú, Tedi— y, luego, al pasar toda la vida cotidiana inmersa en él.

Y bueno, hay otros terrenos igual de complejos, aunque sea de otra manera. Cuando me enojo, por ejemplo, me siento absolutamente inepta en español; siento que mis palabras (¡como si fueran mías!) huyen de mí. Cuando estoy muy cansada también: tropiezo total. Esos momentos, y sus sensación de estar pataleando en un charco como una niña que no sabe expresar lo que quiere, me recuerdan siempre que hablar dos idiomas significa la traducción constante de la personalidad propia. Y así como ocurre con la traducción de un poema o cualquier texto, la versión traducida de uno termina siendo distinta. Sé que soy más sarcástica en inglés y más directa; siento un poco más afilados los bordes del habla. Y me gusta la sensación de volver a eso después de mucho tiempo sin sentirlo.

Hay otro juego de obstáculos que me interesa plantear, y éste sí tiene que ver directamente con la traducción literaria. Primero, un ejemplo: en los últimos meses he estado traduciendo dos libros de Alejandro Crotto, un poeta (y traductor) argentino. El segundo libro, Chesterton, incluye varias formas poéticas —el soneto, la lira, etc.— que aparecen en su formato “puro”, por así decirlo, o que han sido técnicamente intervenidas, modificadas, escondidas, incluso fundidas con otras formas… e incluso los poemas que no adhieren a ninguna forma tradicional tienen los versos medidos. Traduciéndolos (o intentando traducirlos), he pensado mucho en qué tanto tuvo que haber absorbido Crotto de su propia tradición poética —de la historia del soneto, en la poesía iberoamericana, por ejemplo— para interiorizar sus reglas y, a su vez, romperlas, o volverlas a inventar. Eso es, invariablemente, un obstáculo enorme para mí como traductora: no sólo porque no vengo de la misma tradición, sino también porque no sé lo que él sabe de ella, no he leído todo lo que él ha leído, etc. Y me pongo a pensar en la “tradición” de la que sí vengo como estadounidense, o como angloparlante, y me doy cuenta de que tampoco ando por la vida pensando en ella todo el tiempo, ni me siento plenamente consciente de las corrientes formales o culturales que llevo en la sangre como persona que habla y lee y escribe en cierto idioma, aunque necesariamente estén allí.

¿Cómo es eso para ti, Tedi? Al leer en inglés y en español, al traducir del inglés y escribir en español, ¿reflexionas conscientemente sobre la tradición lingüística y literaria de la que formas o no formas parte? ¿Ahí también existen obstáculos —o guías—para ti como traductora? (Partiendo del hecho, diría yo, de que ser traductor consiste principalmente en ser lector).

TLM:

Vamos por partes, como dicen los que saben decir esas cosas. Tu experiencia personal en la zona brumosa, los tropiezos con el sentido del humor, los recursos limitados con esas expresiones tan elementales como la ira o el miedo o el dolor, me hacen pensar en mi mamá. Ella tenía un gran sentido del humor que no pasaba la frontera estricta del español y, cuando se enojaba, sobre todo con mi papá, recurría al inglés porque el español funcionaba como un títere ajeno y torpe. Uno de los momentos más conmovedores de esta doble vida con los lenguajes fue cuando ella se enfermó ya gravemente: nunca pudo explicar con precisión los detalles de lo que iba sintiendo, y las generalizaciones en las que caía provocaron cierta condescendencia y hasta cierta indiferencia en los doctores. Murió en otro idioma, no en el suyo; eso ha de ser raro.

Pero hay otra parte en la zona brumosa, desconcertante, perpleja, que me parece fundamental cuando uno traduce y que, según yo, hay que conservar: una especie de cuerda floja o filo de navaja. El riesgo de caerse aniquila el peligro de la confianza excesiva, de acomodarse en el otro idioma como si uno estuviera en su propia casa.

Se trata más de hechos concretos que de teorías acerca de la traducción. Aunque uno quiera complicarla, sí existe la literalidad: table es mesa y chair es silla y heart es corazón, por más que las raíces contextuales puedan moverse de lugar; existen también los “falsos amigos” (menos en inglés que en francés, el otro idioma que conozco); recuerdo ahora dos ejemplos: wisdom tooth, muela del juicio, se tradujo como diente sabio, y sillon, que en francés significa surco, se tradujo como sillón. De ahí que la paranoia me parezca un instrumento muy útil a la hora de ponerse a mudar palabras de un lado al otro.

En cuanto a tu pregunta, la tradición y la conciencia de la tradición son una ventaja y un lastre. Yo no leo con el peso de esa conciencia, como tampoco camino con el cúmulo de todas mis anteriores caminatas encima. Sería imposible la sensación de novedad, de descubrimiento o, incluso, la melancolía de la ignorancia.

Con la traducción, mi premisa es muy simple: el texto que estás traduciendo ya viene con un manual de instrucciones, explícito o implícito. Si es un soneto, el problema obviamente se intensifica y la decisión se reduce a si le vas a dar esa forma en tu idioma o a crear una versión “libre”.

Establecer la igualdad entre tradiciones diferentes, incluso un justo medio, por más ficticio que sea, acaba siendo un argumento ideológico. El inglés de Inglaterra sigue peleándose con el de Estados Unidos (al que considera inferior y espurio), y lo mismo hace el español de España con los de América Latina (a los que tampoco respeta, pero sí tolera porque somos tercer mundo y la corrección política, etc.). El inglés, al menos, no se rige por una Academia de la Lengua que año tras año aprueba o reprueba usos y costumbres del idioma.

Pero ya me fui por las ramas. ¿De qué nos agarramos para seguir? Traduje las Iluminaciones de Rimbaud el año pasado y con eso le añadí una capa más al palimpsesto de Rimbaud. Lo hice para leerlo-escucharlo como no lo consigo en francés; de todas maneras, en mis versiones actuales aún distingo una nota falsa. Y no sé en qué etapa del camino del francés al español se me descompuso el aparato. ¿Te pasan cosas semejantes o ya debo comenzar a preocuparme?

RM:

Antes de contestar esa pregunta, quiero decir que me encantó lo que decías de la paranoia como una herramienta útil, algo que nos impide —y así nos protege de— existir en el segundo idioma como si estuviéramos en casa. Así como vivir en otro país es ser siempre un invitado en otra cultura, traducir se parece a ir seguido a la casa un amigo muy querido y aun así pedir permiso siempre antes de quitarse los zapatos y tener miedo de tirar el café sobre su sillón blanco y cosas así. (A lo mejor es otro tema, pero respecto a esta misma idea de que la traducción sirve como arma contra la confianza excesiva, pienso en un comentario que me hizo un traductor escocés: dijo que le gusta la traducción porque tiene algo intrínsecamente “zen”; si lo haces bien, te esfumas. Es decir, la gente se olvida de que estás ahí atrás, se olvida de estar leyendo algo traducido. La tarea le exige a uno que ajuste su relación con su propio ego; no sé qué piensas tú, Tedi, pero creo que es una postura muy distinta de la que se puede generar en torno a los textos propios).

Me interesa mucho lo que dices de tu traducción de Rimbaud y de la capa que añadiste a su palimpsesto. Traducir las Iluminaciones —¡me quito el sombrero!— debe ser una manifestación particularmente rica y compleja del hecho de que toda traducción tiene algo de palimpsesto: es inevitable que uno vaya agregando, quitando, rayando, modificando lo anterior —existan o no traducciones previas— para generar algo nuevo que le haga justicia (o eso es lo que uno espera). Algo nuevo que al mismo tiempo signifique una interpretación, un énfasis en lo que uno mismo encuentre ahí al leer el texto y sumergirse en él.

Sinceramente dudo que se te haya descompuesto el aparato, Tedi. Pero sí reconozco muy bien esa sensación de ansiedad, el miedo de la “nota falsa”. Por supuesto que a mí me pasan cosas semejantes y siempre dan mucha angustia. Hace un par de años estuve traduciendo el libro El paisaje interior de la poeta argentina Mirta Rosenberg, y me tocó otra serie de decisiones formales como las que siguen surgiendo con la poesía de Alejandro Crotto: el libro contiene una sextina, para dar un ejemplo —una forma densa y difícil, pero compuesta en el poema de Rosenberg de un lenguaje impresionantemente sencillo, directo, poco ornamentado—. Yo tomé la decisión de reproducir la sextina en inglés, pero por varias razones —entre ellas mis propias tendencias y manías y también los retos al cumplir con las reglas silábicas y estructurales de la forma— mi versión sale mucho más barroca, más formal. La traducción tiene otro tono; todo pasa en un registro completamente distinto, y eso me preocupa. No creo que esas diferencias, esas capas agregadas, ya sea de textura sonora o de sentido o de otra cosa, sean necesariamente malas. Pero sí te obligan a cuestionar cada decisión que tomas.

Me pregunto si el miedo de que se te haya descompuesto el aparato, como decías, al traducir algo para leerlo-escucharlo como no lo conseguimos en el idioma original, no tendrá algo que ver con la frecuentemente citada idea —y es una idea enormemente ansiosa— de lo que “se pierde” en la traducción, o de la traducción como un acto de violencia. Pero no sé, pienso en una entrevista con la traductora Karen Emmerich en la que dice (y lo traduzco del inglés al español, ¡perdónenme!): “En lo personal no considero que la traducción sea de ninguna manera un acto violento o destructivo, y creo que hablar en esos términos muchas veces termina siendo ingenuo e insincero… Según lo veo yo, la noción de la traducción como daño o pérdida puede hacer daño en sí misma. Veo cada traducción como una ganancia: puedes ganar un poco o mucho, pero siempre que se traduce una obra literaria, sales con más, no con menos”. No sé exactamente hacia dónde voy con esto, Tedi, pero me da curiosidad saber cómo te relacionas tú con estas ideas de “pérdida” y “ganancia” en la traducción —en tu propio quehacer como traductora, pero además, tal vez, en cómo ves la recepción en México de literatura traducida, ya sea literatura estadounidense o de otras partes.

TLM:

Asumamos el diseño de ramas que ya adquirió nuestro intercambio.

Voy a hablar primero en términos de tiempo: cuando traduzco, transcurre sin que yo me dé cuenta. De repente la hora ya cambió y es tan tarde como yo quiero que sea. El tiempo no me estuvo esperando con impaciencia. Sucede lo contrario al escribir: al otro extremo están las horas y tengo que alcanzarlas. No hay texto original que me proteja. Traducir es como escribir, pero el consuelo radica precisamente en el “como”.

Decidí traducir las Iluminaciones porque leí la traducción que hizo John Ashbery de estos textos, poemas, retazos, visiones, puras hojas sueltas que Rimbaud le dio a Verlaine antes de empezar su vagabundeo. Me gustó que en las versiones de Ashbery hubiera neutralidad cronológica: ni un solo matiz decimonónico, nada de vocabulario rebuscado. Tal cosa le sugirió Nabokov a Edmund Wilson (sin la menor pizca de amabilidad): que no tradujera a Pushkin buscando crear un equivalente de Pushkin en inglés, que no le pusiera una camisa de fuerza, que no manipulara el texto hasta alterar incluso sus rasgos originales. Lo regañó y le pidió modestia: una traducción que no revelara la vanidad del traductor.

Las intenciones del traductor pueden ser invasivas, posesivas, pasionales. Si ya la poesía misma pone al lenguaje en un brete al meterlo en una forma —soneto, lira, décima o el mero lirismo incomprensible—, tratar de reproducir esa forma en el otro idioma puede desembocar en un sitio equivocado: lejos del original y lejos de lo que uno imaginó cuando resolvió traducirlo.

Por comodidad o flojera, tiendo a evitar esos espinosos problemas. Me parece increíble y admirable que te hayas lanzado a construir una sextina; lo hizo Pound con Arnault Daniel y, gracias a eso, la sextina se convirtió en una forma del siglo xx. No fue necesario batallar con el tono: ¿cuál le correspondía al provenzal? Menciono a Pound a propósito. Se atrevió a todo en la traducción, sin la menor reticencia. Y creo que salió muy bien librado. Me pregunto (y te pregunto) ¿qué significa para tu generación el itinerario entero de Pound? ¿Aún pesa, positiva o negativamente?

El palimpsesto que ya mencioné es otra palabra (más elegante y pomposa) para decir tradición. Hace unas semanas leí que acaba de publicarse, en España, una nueva traducción de La tierra baldía de Eliot. Junto al anuncio de esta edición se puso una lista de las versiones que se han hecho de los dos versos iniciales. Fue interesante (morboso, perverso) compararlas. La nueva traducción va así: “Abril es el más cruel de los meses / pues…”. Caramba. Dudo que sea superable el hallazgo de “meses / pues”. El vínculo entre un texto y su traducción es nítido, pero cuando proliferan las versiones de este texto y lo que importa es que la última difiera de la anterior, el asunto puede desviarse hacia otro tipo de enfrentamiento. Y hasta valer la pena por eso mismo.

Sospecho que la “nota falsa” que sigo oyendo en mis traducciones se refiere ni más ni menos que al original, lo insalvable que se queda del otro lado cuando un idioma se traslada al otro. Hay ganancia, sin duda, pero también hay pérdida; pensar de otro modo sería ingenuo, y darle demasiada importancia a la “pérdida” obligaría a una suerte de encierro lingüístico. Al momento de leer lo que he traducido la presencia del original es ineludible, está detrás o delante de mi propia versión y no la suelta. Mi premisa es que el aparato nació descompuesto y que, una vez aceptada esa falla, las vías se abren para que uno siga traduciendo.

RM:

Me iré por un par de ramas que siguen creciendo en este diseño. No me siento plenamente capaz de contestar tu pregunta sobre Pound, pero es un tema que me interesa mucho. Sobre todo porque —y me parece cada vez más extraño que así sea— casi no lo leía antes de venir a México: ni por mi cuenta ni en la universidad. Leíamos mucho a Eliot, por ejemplo, pero no a Pound, ni como poeta ni como traductor; en todo caso, recuerdo que lo invocaban más como referencia histórica que como presencia vigente. (Hablo solamente a raíz de mi propia experiencia, claro; por otra parte, he estado fuera de Estados Unidos desde que terminé la carrera, entonces el panorama que tengo sobre mi generación allá, sobre su formación y su trabajo, está bastante borroso). Mi teoría, burda, tal vez, es que la vaguedad de su reputación literaria, y siento que ésa sí pesa mucho, tiene que ver con la incomodidad de su legado político en Estados Unidos, el rechazo hacia su ideología fascista, un repudio de su figura que deviene en una falta de contacto con su obra. Aquí en México he conocido a muchos más poetas y traductores jóvenes que describen a Pound como una influencia directa, o al menos como una revelación en cierto punto de su formación. Escuchar esa fascinación menos inhibida me ha permitido sentirla también. Se atrevió a todo, como tú dices; como traductor era absolutamente intrépido, exuberante, feroz.

Me llama la atención tu comentario sobre las múltiples versiones existentes de una traducción, sobre los vínculos que se establecen entre sí, más allá del vínculo que mantiene cada una con el texto original. Usaste la palabra enfrentamiento, y sí: traducir algo ya traducido implica un íntimo enredo de inspiraciones, provocaciones y rechazos, un forcejeo con lo anterior que a veces resulta difícil distinguir de un abrazo. El escritor, filósofo y traductor William Gass escribió un libro bellísimo que se titula Reading Rilke: Reflections on the Problems of Translation; tiene una parte en la que va comparando varias versiones de las Elegías de Duino, verso por verso, analizando las decisiones, resoluciones y errores de cada una. Si bien puede llegar a sentirse algo mezquino este tipo de ejercicio —“Mira, yo logré lo que los demás no pudieron”, etc.—, ciertamente es rico recordar que el acto de traducir, tan solitario en el momento y tan peculiar como compulsión, hace que automáticamente formes parte de ese palimpsesto que llamamos tradición, y dentro de ella es imposible estar solo: estamos siempre dialogando no sólo con el texto mismo sino también con sus otros traductores —es decir, con nuestros compañeros lectores, porque también eso son.

Quisiera terminar pensando en voz alta sobre el aparato que nació descompuesto, y también sobre otro comentario tuyo, de que la poesía misma “pone al lenguaje en un brete al meterlo en una forma”. Sin querer ponerme demasiado metafísica, creo que es sano recordar que eso —poner al lenguaje en un brete— es lo que hacemos cuando escribimos, punto: poesía o prosa, con forma o sin forma, lidiando con un solo idioma o con varios. La necesidad de agarrar un revoltijo de lenguaje y volverlo otra cosa realmente es un impulso muy extraño —y no quiero que deje de sentirse extraño nunca—, y lo que hagamos jamás parecerá suficiente, y nunca lo será. Pero recuerdo algo escrito por el poeta estadounidense Christian Wiman: “[N]o puedes pasar toda la vida cuestionando si el lenguaje puede representar la realidad. En algún punto u otro tienes que creer que las deficiencias de las palabras que usas serán trascendidas por la fe con la que las usas”. La traducción también es eso, ¿no? Una mezcla extraña de utilitarismo y fe.

TLM:

Hay que ir de las ramas hacia el círculo y cerrarlo. Podríamos continuar, meternos ya por los atajos de la traducción: los traductores que simplifican, resumen, clarifican el texto original. Pero eso nos alejaría del final y nos desviaría precisamente de la metafísica y de la fe. El diseño de nuestras ramas perdería una parte de su credibilidad al ahondar en los detalles. Vaya que sería una conclusión anti-catártica. ¿Y quién quiere eso?


Autores
(Distrito Federal, 1959) es poeta y ensayista. Con Muerte en la rúa Augusta (Almadía, 2009) ganó el Premio Xavier Villaurrutia. Su libro más reciente es Amigo del perro cojo (Almadía, 2014).
(Nueva York, 1987) poeta y traductora, vino a México por primera vez a los nueve años, luego volvió para vivir en Oaxaca en 2005 y 2008. Licenciada en Letras Inglesas por parte del Swarthmore College (Pennsylvania), Robin dedica gran parte de su tiempo a la traducción de poesía hispanoamericana. Publicó por vez primera un poema suyo en The Kenyon Review. Ahora vive y trabaja en la Ciudad de México.