Morir en línea
En tiempos de la globalización, gracias a que internet borró la mayoría de las fronteras para conocer otras culturas, los cibernautas han decidido poner toda su vida en eso que Juan José Arreola predijo que podría convertirse en «el basurero de la humanidad». Así, José Jiménez Ortiz debate sobre lo que será de la humanidad una vez que sólo queden esos cementerios que ahora conocemos como Facebook y Twitter.
Lo relevante en la mentira no es nunca su contenido, sino la intencionalidad del que miente. La mentira no es algo que se oponga a la verdad, sino que se sitúa en su finalidad: en el vector que separa lo que alguien dice de lo que piensa en su acción discursiva referida a los otros. Lo decisivo es, por tanto, el perjuicio que ocasiona en el otro, sin el cual no existe la mentira.
Jacques Derrida
En el pasado, los símbolos y los rituales nos ayudaban a recordar; en la actualidad son los documentos digitales los que nos ayudan a hacerlo. Al introducir la estética de la información (info-aesthetics), Lev Manovich aborda el flujo de información que los internautas procesan y almacenan, ya sea en su vida laboral o bien en la personal.[1] En un sistema de redes, los nodos se mantienen activo en la medida en que permitan el ir y venir de datos a través de ellos, sin importar quién los opera. Pensemos en qué pasa con los bots: a pesar de estar programados para decir lo mismo que miles de cuentas similares, cumplen las funciones básicas de cualquier otro internauta.
¿Qué pasa con esos «trazos digitales de nuestra existencia» de los que habla Manovich cuando uno muere? Si el internet es un protocolo para la transferencia de datos entre nodos, sale a flote una serie de interrogantes en torno a cómo ocurre la muerte en un sistema de redes. ¿Pasa cuando un nodo deja de procesar datos o cuando el usuario que opera ese nodo pierde la vida?
Un usuario ¿es?, ¿está?, ¿existe?, ¿habita?, ¿transita? Ubicando nuestro objeto de reflexión en lo que podemos llamar genéricamente «realidad», chocamos con una cuestión presente a lo largo de la historia de la filosofía. Durante siglos, grandes pensadores han tratado de darle sentido a la cuestión, más que formular respuestas. Siempre ha sido un tema bastante trabado que peor se puso cuando Jürgen Habermas publicó en 1962 su obra The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry into a Category of Bourgeois Society,[2] generando con su noción del espacio público un apéndice gigante a la pregunta en cuestión: ¿de qué manera se sitúa el ser humano en la realidad, tanto en el espacio público como en el privado? Más complejo se ha puesto el asunto cuando nos ponemos a pensar que el concepto desarrollado por Habermas ha caducado en tiempos post social network.
Se trata de una ecuación sumamente compleja con variables en distintos postulados teóricos enfocados a cómo interpretar los conceptos de realidad, realidad virtual, espacio público, para con ello despejar las incógnitas relativas en torno a la función humana dentro de dichos lugares; llegamos a una pregunta que perturba al sujeto que forma parte del tejido social contemporáneo: ¿la realidad virtual, esa que las personas integran dentro de redes sociales, forma parte de la realidad misma? Si aún no decidimos si el ser humano es, está, existe, habita o transita la realidad propiamente dicha, ¿cómo saber cuál es su rol dentro del complejo sistema de redes en el cual interactúa con otros miles de usuarios? Si aún no definimos aquello que nos empeñamos en llamar realidad, ¿cómo explicar lo que estamos presenciando en un mundo tomado por empresas que ofrecen una vida detrás de un user name y una picture profile?
Pensemos en un escenario real, bello y siniestro: en el futuro, cuando todos sus billones de usuarios estén muertos, Facebook, WhatsApp, Instagram y Twitter serán cementerios. Es aquí donde no puedo dejar de pensar en Jaques Derrida y su obra Aporías,[3] donde el francés afirma que «vivir significa dejar huellas». A él le interesaba la idea de que vives al dejar una huella y luego la dejas atrás, por lo tanto vivir significa morir. Para él, cada trabajo de escritura es una pequeña muerte. Si trasladamos esa idea a cada tweet, cada post en Facebook, cada foto en Instagram o cada conversación en WhatsApp, se vuelven instantáneamente en huellas de nuestra muerte. Derrida escribió: «La huella que dejo significa simultáneamente mi muerte, mi muerte por venir y la esperanza de que me sobrevivirá. No es una ambición de inmortalidad; es fundamental. Dejo aquí un pedazo de papel, lo dejo, muero; es imposible salir de esta estructura; es la forma inmutable de mi vida. Cada vez que dejo ir algo, vivo mi muerte en la escritura».[4]
Ahora, ¿qué pasa con todo esto en un lugar como México, nación culturalmente diferente, desigual económicamente y desconectada tecnológicamente? La globalización en México es disímbola, diacrónica y segregada, entre los polarizados habitantes multimillonarios, pobres y miserables. Las huellas, entonces, son cosa exclusiva de aquellos que tienen acceso a la tecnología que nos permite vivir y trascender la existencia terrenal en el plano de las redes sociales. A pesar de la hiperpoblación de redes wifi, de la aparición de smartphones de bajo costo y de los programas académicos de la Secretaría de Educación Pública que incluyen inglés e internet, en nuestro país sólo 44.4% de la población tiene acceso a esta realidad.[5] Son cuatro de cada diez mexicanos los que pueden crear un perfil y ser alguien después de su muerte. En un ambiente multidocumentado en el que los medios de comunicación son parte de nuestra vida cotidiana, volvemos al tema de lo real. ¿Acaso las fotografías que tomé y que miro después pueden reemplazar mi memoria actual sobre un lugar, una persona o un hecho? De ser así, ¿quién controla mi pasado?, ¿quién lo que existe en mi memoria o mis registros sobre ella? ¿El 66.6% de la población no forma parte de la realidad? ¿A dónde van a dar sus huellas? ¿A quién le importa su acta de nacimiento o certificado de defunción?
Dentro del contexto hiperviolento en el cual vivimos los mexicanos, podríamos pensar un poco más en esas huellas de las que habla Derrida. La muerte está a la vuelta de cada esquina y sería bueno considerar cuál es nuestra última huella: ¿una marcada en la realidad concreta, o un estado de WhatsApp convertido en epitafio? Mientras los cibernautas se exponen al tema del secuestro de cuentas, la población desconectada se expone a un secuestro real. Mientras el habitante de las redes sociales traslada el problema filosófico de la existencia al terreno de la realidad virtual, el ser humano sin acceso a la tecnología sigue enfrentando la muerte en las mismas condiciones de miseria que lo hicieron sus antepasados: como un personaje anónimo sin derecho a escribir un epitafio, por no tener recursos para grabar una lápida. Ni siquiera en Facebook.
[1] Lev Manovich, The Language of New Media, Cambridge, MIT Press, 2001.
[2] Jürgen Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry into a Category of Bourgeois Society, Cambridge, 1962 trans 1989.
[3]Jacques Derrida, Aporías: Morir-esperarse (en) Los límites de la verdad, Ed. Paidós, 1998.
[4] Idem.
[5] Encuesta sobre acceso a tecnología del año 2015 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.