Monedas
Llegó como llegan las cosas que no tienen permiso: en la noche cuando los perros duermen a mitad de la calle y las luciérnagas hacen un espectáculo que solo ellas entienden. Cuando nos despertamos, Martina fue la primera en dar aviso: Hay un cagadero en la puerta de la casa —no solo lo dijo en sentido metafórico, sino que también se refería a un rectángulo anaranjado en vertical que decía Toilex en cada lado. Ella sabía de lo que hablaba, porque desde algunos años trabajaba en una empresa de desinfección de baños portátiles en la que era la responsable de usar la hidrolavadora. Era toda una experta y todos en la familia estábamos orgullosos de ella porque no había tenido que cruzar la frontera para salir de la hacienda como todos los del pueblo. Era una inspiración para nuestros hijos y para todos los niños de la comunidad que desde muy pequeños ya sabían cómo recoger penca.
Del baño portátil salió un hombre robusto con un periódico bajo el brazo y un casco amarillo sobre su cabeza. Miró a Martina de reojo y le dijo: Ahí te lo encargo — y siguió su camino hacia el centro del pueblo donde estaban apilados todos los árboles que conformaban el parque principal.
Martina agarró mi machete y quiso irse detrás de él, pero le dije: Vamos a averiguar de qué se trata esto primero, luego, vemos cómo solucionarlo con el machete. No sé mucho sobre los cagaderos, pero lo que sí sé es que, en uno, cagan muchos.
Subí a Martina a mi bicicleta y nos fuimos a hablar con el comisario. En el lugar ya se encontraban varias vecinas tratando de forzar la cerradura con un martillo.
—¿Dónde está ese comisario? —dijo Martina mientras se bajaba de la bicicleta que aún estaba en movimiento.
—No está —contestó doña Evelia —pero dejó eso en la puerta.
—¿Qué es? —preguntó Martina mientras alargaba el brazo para arrancar el papel que estaba clavado en la puerta.
—Que disque un insulto —dijo doña Evelia.
—¿Un insulto?
—No sé qué chingados es, pero tú que sabes leer, Martina, cuéntanos qué dice.
—Aquí dice indulto, no insulto.
—Es lo mismo y para lo mismo sirve. Ya sabes que el comisario era muy religioso y bien que jalaba con el párroco. Por eso lo amarramos a ese poste de allá. Ya confesó que él le dio el insulto al comisario. Que para que lo perdone Diosito. Cómo no lo va a perdonar si bien que lo agarramos cuando ya se estaba yendo con una maleta llena de dinero. Pero dinero de a de veras, de ese que vale afuera de este pueblo. No esas chingadas monedas con las que nos pagan en la hacienda.
—Vendieron el pueblo, Evelia.
—Y con el perdón de Dios, Martina.
—Ahora nos estamos organizado para agarrarnos a todos esos culeros que nomás sirven para tirar árboles. ¿Todavía tienes el fusil de tu papá?
—Todavía lo tengo.
—Espérense señoras, no se me alteren ahorita —intercedí.
—Tú te me callas cabrón, que ni para hablar sirves —dijo Martina—. Nomás eres un borracho. Capaz y hasta sabías de este cagadero porque sé que él era tu amigo de cantina. A mí nunca me agradó el muy cobarde porque cuando éramos niños me robaba mi desayuno y si no le gustaba, me lo tiraba al piso.
—Yo no sé nada —dije.
—Claro que no sabes nada, ni para eso sirves —dijo Martina.
—Ya abrieron la puerta —dije.
—Ya lo vi —me respondió Martina—. Vamos a entrar, Evelia. Tú quédate aquí haciendo guardia o no haciendo nada como acostumbras.
Adentro de la comisaría no había más que polvo y papeles sueltos.
—Se peló —dijo Martina.
—Tengo una idea —dije—. ¿Por qué no hablamos con los señores que talan los árboles y tratamos de llegar a un acuerdo?
—¿Qué tienes para ofrecerles? —dijo Martina.
—Tenemos las monedas de la hacienda. Ahí pueden cambiárnoslas por productos. Si todos juntamos nuestras monedas, podremos recuperar el pueblo —dije.
—¿Te estás escuchando? Esas monedas no sirven para nada. Afuera, en el mundo real, la gente usa dinero, como el que yo gano —dijo Martina.
—Ya hablamos con ellos. Dicen que están construyendo una carretera de cuota y que acá van a poner una caseta. Todos los permisos los entregó el comisario y fue insultado por el párroco. Nos dan treinta días para decidir si desalojamos o trabajamos para ellos. Eso dijeron —dijo doña Evelia.
—Pues ya está resulto. Trabajamos para ellos. Así dejaremos la hacienda y ganaremos dinero de verdad —dije.
—No seas pendejo. Trabajar para ellos significa desalojar también y peor aún, pagarles renta por trabajar. Lo mismo que en la hacienda porque este pueblo nunca ha sido nuestro —dijo Martina.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Súbete a la bicicleta y vete por mi fusil. En el camino dile a la gente que veas que se vengan para acá con todas sus monedas de la tienda de raya. Todavía es temprano y apenas deben estarse levantando para ir a la hacienda.
—¿Y para qué?
—¿Cómo que para qué? Esas monedas serán nuestras balas. Ni un árbol más.
—Ni un árbol más —dijo doña Evelia.
—Ni un árbol más —repitieron las vecinas que estaban escuchando la conversación y habían terminado de destruir la comisaría.
Tomé mi bicicleta y me fui rumbo a la casa mirando hacia el Toilex anaranjado que tapaba la puerta, pero en algún momento, aún no me lo explico, al llegar a la casa, me seguí de largo hasta la hacienda. Es día de pago y ya se me hacía tarde para cambiar mis monedas por un buen licor, el mejor que haya probado, aunque se me fuera todo el pago de una semana difícil en él.