Paul Auster: la soledad y la ausencia de la paternidad
Cuando se trata de la paternidad en la literatura, ya sea de ficción o no ficción, el padre violento suele ser un protagonista recurrente. Uno de los ejemplos más conocidos que puedo evocar es Jack Torrance, quien sirvió al escritor estadounidense Stephen King para explorar sus propios miedos de ser un hombre de familia, fragmentado entre el amor y la frustración de ser incapaz de mantener a sus hijos y esposa. La obra, íntima y titulada El resplandor (1977), es un afamado best seller.
Incluso en México, hay un caso emblemático de la búsqueda de la paternidad ausente en Pedro Páramo (1955). El viaje que su hijo Juan Preciado emprende a un pueblo fantasma termina con su propia vida mientras revela una historia repleta de dolor infligido a Comala por parte de su padre.
En la literatura de no ficción, la paternidad aparece con una naturaleza menos violenta, pero con dimensiones igualmente complejas. En Examen de mi padre (2016), del autor mexicano Jorge Volpi, se utiliza el luto por haber perdido a su padre para explorar el complejo entramado social de estos días mexicanos repletos de cadáveres, desapariciones y crueldad.
Ambos casos, a pesar de sus diferentes nacionalidades, dibujan una paternidad casi inaccesible. Fue un proceso difícil describirlas, que requirió una introspección capaz de examinar a sus padres como individuos influenciados por sus propias historias.
Escribir perfiles desencarnados también exigió enfrentar los pesares de la infancia, originados por un vínculo distante con sus padres. Frente a la frialdad en las dinámicas, solo queda una sensación entre las palabras con las que se trazan los esbozos de estos hombres: la ausencia.
El escritor Paul Auster, nacido el 3 de febrero de 1947 en Newark, Nueva Jersey, se une a las filas de hijos con intentos de aproximarse a sus padres mediante un ejercicio de escritura íntima. A diferencia de los primeros autores mencionados, él se sabe incapaz de lograrlo mediante vivencias compartidas. En su lugar, eligió la ausencia para explorar las razones detrás de la enigmática personalidad de su padre en el ensayo “Retrato de un hombre invisible”.
Los territorios de la paternidad ausente
Paul Auster explora el abanico de posibilidades que surge desde la ausencia para delinear un retrato de su padre. En este sinfín de matices, hay puntos de encuentro entre la personalidad de este hombre, su estilo de crianza y los casos en México, como el que he observado con mi propio padre.
Un sello característico de Auster, quien ha publicado novelas, ensayos, traducciones, guiones y poemas, es el misterio con el que desarrolla los perfiles de sus personajes. Esta herramienta también sirve para allanar el camino hacia la intimidad de distintas personas en sus obras, como lo hace con su padre en el “Retrato de un hombre invisible”.
En este ensayo autobiográfico, parte de La invención de la soledad (1982), reflexiona sobre la muerte de su padre, Samuel Auster, y el acto de escribir. El autor acepta que el proceso del duelo es algo familiar para él, pues a lo largo de su vida tuvo pocas interacciones emotivas con el hombre.
La huella imborrable de la lejanía de Samuel Auster fue uno de los principales motores que pusieron en marcha las exploraciones respecto a cómo entendía el amor y las dinámicas que solía fomentar en su familia para demostrarlo. Uno de estos episodios fue la forma en que este hombre encontró al joven autor al borde de la indigencia cuando comenzaba a vivir solo.
Quizá una persona más cálida habría abrazado a su muchacho en el camino a casa para ayudarlo. La solución de Samuel Auster fue llevar al joven escritor a comer y enseñarle algunas formas de valerse por sí mismo sin intervenir más en su vida. El padre del autor pareció mostrar un tono de desaprobación debido al primer intento fallido de independencia de su hijo.
Samuel Auster parece un hombre del siglo pasado, cuya principal, y única, función es alimentar a su familia. Él planeaba transmitir al escritor la forma correcta de lograrlo cuando se convirtiera en padre, debido a la crianza que recibió desde niño. Un rasgo que los padres alrededor del mundo suelen compartir con una sociedad como la mexicana.
Otro elemento que Samuel Auster comparte con las familias mexicanas del pasado, además del abandono del padre, es la crianza y manutención a cargo de la madre. Contrario a lo que se podría pensar, esta educación tiene una naturaleza patriarcal en la cual los miembros varones aspiran a mantener a su familia y a resolver algunos problemas que amenacen a quienes estén bajo su cuidado.
Paul Auster revive estas dinámicas al narrar la historia de su abuela, que permaneció prófuga de la justicia al ser la presunta asesina de su pareja. Samuel Auster era un niño pequeño cuando su madre tuvo que comparecer ante el juez. Sin embargo, habría de permanecer en su memoria cómo cada miembro de su familia protegió de forma incondicional a la mujer, sin cuestionar las acusaciones que enfrentaba.
Este hecho hizo que Paul Auster observara con especial atención la forma en la cual su padre encubría y aceptaba los errores malintencionados de sus familiares. El autor citó unas palabras para explicarlo con la voz de su padre: “Son mis hermanos”.
La distancia emocional también es una de las características entre las relaciones fraternales. La primera vez que el autor presentó a su primer hijo con su padre, protagonizó una de las escenas más anticlimáticas del libro: Samuel Auster se limitó a decir que tenía ante sus ojos a un niño lindo. Después, ignoró el asunto.
Las interacciones, cargadas por un matiz de indiferencia, resultan familiares con otros casos en los que las paternidades intervienen de forma breve en los momentos clave de la vida de una persona, como fue en mi caso.
Para muchos estudiantes, terminar la universidad, más que un logro académico, es una hazaña personal. El día de mi graduación creció en mí una expectativa cuando mi padre dijo que me daría un consejo. Una vez en el auto, me miró con sus ojos fríos a través del retrovisor. En mi pecho aumentaba el entusiasmo, que estalló en una sonrisa hasta que escuché las palabras en esa voz grave y pastosa: “Hijo, vas a tener un un chingo de pedos”. Dicho esto, solo comenzó a conducir.
El aspecto más impresionante en este tipo de paternidades es el constante estado de ausencia con el que habitan vínculos familiares y un hogar. Paul Auster vuelve sobre este asunto en más de una ocasión a lo largo de su ensayo. Ya sea por descuido, trabajo, desinterés o abandono, los padres suelen tener una barrera que los limita a involucrarse de facto con sus familias.
Ensimismados en sus asuntos, soportan cierto rango de desapego. En este contrato de crianza y funciones patriarcales, aceptan repetir los mismos pasos que sus predecesores en un mundo donde todos los padres son ausentes.
La única forma en la que esto podría cambiar, la presenta Paul Auster. Su padre se involucraba para cambiar, con dinero o su autoridad moral, algunas dinámicas que consideraba disfuncionales. Para abordar lo anterior, Auster evoca las innumerables escenas en que su hermana enfrentaba un episodio depresivo mientras su padre intentaba intervenir.
Cuando el hombre intervenía en la vida de la joven, nunca buscó fomentar un autocuidado en ella o un vínculo emocional profundo con su hija; en vez de eso, asumió que la chica nunca podría valerse por sí misma y se convertiría en otro de sus deberes.
El resultado de esta mentalidad construyó una muralla alrededor de Samuel Auster, difícil de penetrar para sus hijos. Incluso antes de que el hombre se divorciara y viviera alejado de su familia, había silencios prolongados en las conversaciones que iniciaba con su hijo.
La razón detrás del mutismo tiene un origen claro: se trata de dos personas diferentes entre sí en un intento fallido por conocerse. Las palabras huyen de la boca cuando se intenta abrir paso hacia las emociones que habitan en alguien.
Lo dramático del asunto es que uno de esos desconocidos crió a quien ahora mira como a un extraño. ¿Cómo retomar el hilo de una vida después de tantas digresiones? Una de las posibles respuestas es el silencio, opción por la cual opté hace años cuando paso tiempo junto a mi padre.
El autor descubrió que la forma más eficaz de retratar las facetas de su padre era a través de otras personas. Cuando Samuel Auster falleció, fue su hijo quien organizó el funeral. Durante el proceso, descubrió varios objetos que desvelaron historias. Algunas eran bondadosas, como la vez que ayudó a una madre soltera a pagar su alquiler. Otras eran poco gentiles, con personas que tuvieron algún altercado con aquel anciano con actitud hostil debido al lamentable estado de salud que terminó con sus días en la Tierra.
Es en la enfermedad y la muerte donde Paul Auster encontró una cartografía para escribir su ensayo. Son territorios que también ofrecieron un camino a través del cual accedí a mi padre más allá de un par de ojos expectantes, sin memoria, pues suelen mirar como se observa a un extraño.
Una paternidad fragmentada entre la enfermedad y el olvido
Mi padre vive desde hace 15 años con hipotiroidismo. Las primeras huellas de la enfermedad en él fueron físicas. Hubo hinchazón en todo el cuerpo, en especial en la pantorrilla izquierda, incapacidad para hablar, permanecer despierto y razonar con lucidez.
Hasta antes de ese momento, el hombre era corpulento y de espalda ancha. Con porte de luchador, caminaba erguido con el pecho y la barriga proyectados hacia afuera; similar a una brújula que anticipaba la dirección de sus pasos. Tras meses de notar cierto deterioro, comenzó a encorvarse y pasó de arrastrar los pies para desplazarse a tumbarse la mayor parte del día en el sofá o en la cama más cercana.
Pese a permanecer recostado, mantenía un semblante tenso y parecía confundido, como quien despierta de súbito de una siesta larga. Su expresión dubitativa era evidente cuando observaba el cuerpo abultado en el que debía existir. Un cúmulo de carne ajeno a él.
Casi cualquier rasgo físico había cambiado, salvo esa nariz. Las fosas nasales anchas, como las de un gorila, y una punta redonda. En contraste, sus ojos grandes y ovalados adquirieron una coloración amarillenta y apagada. Habían dejado su naturaleza atenta para dar paso a la nada, la misma que se encuentra en las pupilas de una víctima de sobredosis. La desolación tenía una mirada a través de mi padre.
Vivía en un sinfín de dudas. Interactuar con los demás solo acrecentaba la confusión porque casi nunca entendía las oraciones de los demás; incluso a la fecha, tiene que preguntar si se habla del tema que él cree para iniciar una conversación con fluidez.
La maraña de ideas inconexas se tradujo a un montón de frases inconexas o palabras mal pronunciadas. El lenguaje fue la principal vía de expresión para enunciar lo perdido que estaba. La forma en la cual era tratado en los consultorios acrecentaba esa percepción, donde dejó de ser llamado por su nombre para adoptar uno nuevo: “paciente”.
Esta impersonalidad en el lenguaje deshumaniza. Mi padre se quejaba con frecuencia porque debía repetir su nombre al menos en tres ocasiones diferentes cuando los doctores, ya sea por carga de trabajo o por desinterés, olvidaban su nombre. Entonces, él optó por un remedio cínico: aprovechar su padecimiento para desesperar a las personas indolentes.
En varias ocasiones, con familia y médicos, solía hacer comentarios paradójicos e hilarantes. Cuando un doctor se desesperaba porque él no entendía un proceso burocrático para pedir incapacidad, comentaba: “Ah, disculpe, ¿ni que estuviera yo enfermo, verdad?”. Si uno de sus hermanos o sobrinos decía que estaba loco debido a que era complicado para él razonar igual de rápido que ellos, respondía: “Ya quisiera verte a mi edad así, pero por como vas, lo dudo”.
La efectividad de su estrategia pudo haber funcionado con los demás, pero los síntomas de su enfermedad eran imparables. Aquellos que viven con hipotiroidismo producen cantidades insuficientes de hormonas tiroideas para satisfacer las necesidades del cuerpo. En cuanto al estado de ánimo, se observa una condición que los convierte en seres ausentes con raíces profundas: cansancio, intolerancia al frío, apatía e indiferencia, depresión, disminución de la memoria y de la capacidad de concentración.
Mi madre, sin resignarse, intentaba hacerle preguntas sobre momentos específicos del inicio de su matrimonio con él y el día en que nacieron los hijos que engendraron en su juventud junto a ella. Por supuesto, él había confundido las fechas. En ese punto, había olvidado mi edad, la de mi hermana y algunos pasajes de su vida como padre.
Se convirtió en una persona mitad aquí, en el presente de la vida cotidiana, y mitad allá: sumergido en sí mismo para encontrar alguna forma de oponerse ante la enfermedad. Conformó un territorio en el que podía permanecer de forma genuina, aunque eso conllevó ausentarse en los años posteriores de la crianza de sus hijos. En su “no lugar”, había olvido.
Continuó con una vida fantasmagórica de lo que fue algún día, pero con un atisbo de calidez hacia los demás. Se esforzaba en hacer comentarios gentiles de su parte hacia quienes lo acompañaban. “¿Cómo estás?”, “¿cómo te fue?”, eran preguntas que poco importaban en comparación con las motivaciones detrás de ellas. Eran una herramienta para retomar los vínculos inconclusos.
Cada vez que recurría a aquellos intentos, en su mirada aparecía un ápice de su personalidad extraviada. Observarlo implica encontrarse con alguien que ha perdido partes de sí mismo, a través de los lapsos de su vida como padre en los que estuvo distanciado. Una realidad que puede consumir a cualquiera, incluso a quien la atestigua. Soy los ojos de mi padre porque me muestran una versión fragmentada de mí, en un lugar donde su ausencia me mira de vuelta.