Moebius o de la voz en el cine
Una mujer intenta amputar el pene de su marido infiel. Falla. Se vuelca sobre su hijo adolescente y lo castra; se come el falo. La mujer huye de la casa.
Van nueve minutos de la película y ni un solo diálogo.
Unos bullies descubren que el hijo adolescente no tiene pene. El hijo adolescente conoce a la amante del padre; se vuelven amantes (o ella se desnuda frente a él: la relación sexual es imposible).
Van quince minutos de la película y ni un solo diálogo.
El hijo adolescente conoce a tres vándalos; violan a la ex amante del padre. El hijo y los vándalos son encarcelados.
Van veinte minutos de la película y ni un solo diálogo.
El padre descubre que es posible tener orgasmos raspando la piel (hasta que quede expuesto el músculo) con una piedra. El hijo, en la cárcel, aprende la técnica y, cuando sale, por fin tiene sexo (¿sexo?) con la ex amante del padre: un cuchillo en su hombro hace las veces de falo (Cronenberg sonríe).
Van treinta minutos de la película y ni un solo diálogo.
Hay una pelea callejera por un falo recién amputado; el falo es aplastado por un camión.
Van cuarenta minutos de la película, ni un solo diálogo y falta el último tercio de la historia.
Moebius (Kim Ki-Duk, 2013) trata sobre la familia, la traición, el complejo de Edipo, la culpa y el amor de un padre por su hijo. No tiene ni un solo diálogo.
Mary Ann Doane, en su ensayo «The Voice in the Cinema», propone que el sonido —sobre todo la voz— completa al intérprete cinematográfico. En el cine silente, el cuerpo del actor tenía que compensar esa falta de una de sus dimensiones fundamentales con gestos y movimientos exagerados, lo cual lo hacía siniestro: una especie de máquina que asemeja el habla pero que es muda.
Con la llegada de la sincronización del audio con el video, para Doane, el cuerpo recuperó su «peso», se llenó de nuevo y ya no fue necesaria una gestualidad cargada. El actor no se «recuperó» (es decir, el cine no es como el teatro, un «arte vivo») sino que la ilusión de vida se fortificó: en la pantalla no hay un cuerpo vivo, sino luz y sonido que asemejan serlo, por lo tanto, se está frente a un cuerpo reconstruido tecnológicamente: un fantasma. La máquina que parecía hablar sigue siendo una máquina que parece hablar.
Sin embargo, este fantasma es el que permite uno de los dispositivos básicos del cine: la identificación. Al haber una voz (un sonido), es posible suponer la vida. No existe lo mudo, de haberlo, sería la muerte.
La voz no sólo permite la identificación, sino que también localiza en un espacio. Antes de la posibilidad de la transmisión del sonido, el sonido fue un indicador de la proximidad: lo que se podía oír compartía un espacio con uno; de ahí, y a partir de la cualidad de tal sonido, uno debía huir del peligro (crearse otro espacio donde existir) o ir por aquello que suena (unir los espacios, identificarse, asimilar: cazar y comer).
Esa ilusión continúa en la época tecnológica: por medio de la voz, uno se acerca (bien lo diría una compañía telefónica mxicana) o se aleja.
En el cine, el diálogo, más que el sonido incidental o la música, crea la relación «tú-yo», la espacializa, le da lugar, y por lo tanto, posibilidad de existencia.
Para Doane, el poder de la voz viene de la preeminencia del oído sobre la vista. Aunque la cultura occidental tiende a construirse a partir del ojo, su base de localización y diferenciación es auditiva: el recién nacido oye a su madre antes que verla, empieza por distinguir diferentes tipos de voz (el padre, la madre) antes de conocer su cara, para llamar la atención no se fía de lo visual (hacer un gesto) sino que llora; el llanto (la antesala de su voz) es la primera comunicación con su madre y con el mundo.
También de ahí el placer de escuchar. Si el cine es pulsión escópica, también es una audiofilia: el placer morboso de oír lo que se supone no se debería escuchar es entrar en la intimidad del otro; por eso se susurra o se cierra la puerta: no para no ser vistos, sino para no ser oídos.
La voz, entonces, sirve para ocultar lo fantasmático del cuerpo del actor y, a la vez, lo fantasmático de la posición en la cual es puesta el espectador: lo vuelven observador imposible, asistente a la soledad de los personajes o a partes de su «vida» inaccesibles para el exterior (sus sueños, por ejemplo).
Moebius está a caballo entre el cine silente y el cine sonoro: le falta la voz de los personajes. Siempre que va a haber un momento de habla, se evita que se oiga (una puerta se cierra, se corta la escena, entra otro personaje). Sistemáticamente se elide.
Entonces, el espacio de la relación, de la identificación y del fantasma del cuerpo del actor no se completa, sino que, extrañamente, se vuelve doble fantasma: el gruñido, el suspiro o el llanto son los elementos auditivos (todos ellos prevocales) con los que los personajes intentan establecer una espacialidad de la identificación con el espectador.
El resultado es una especie de salto de fe, como con un recién nacido: uno le da interioridad (alma, espíritu, inteligencia, etcétera) a eso que no fija la mirada, que no responde con palabras, que parece que está en otro lado. El recien nacido, como Moebius, es sólo murmullos.