Tierra Adentro

Los libreros no son más que anaqueles sujetos a un muro, parecen existir con la pared, y también aceptan derrumbarse si la pared se derrumba. Hay algo de los libreros que los condiciona para caer incluso en la más ligera de las agitaciones. Son estructuras cuyo diseño implica una sencilla accesibilidad y con ello, una facilidad tremenda para que los objetos entren y salgan a voluntad o a destajo. Bastaría con patear alguno para derrumbar algunos libros, hace falta sacudirlo un poco para derrumbarlos todos.

Los lectores más sensatos construirán una fortaleza en cada librero, pero inevitablemente la organización de los libros, la fragilidad de sus componentes, repetirá siempre el mismo esquema: una tabla sobre otra tabla. Repetitiva inconsistencia, frágil paralelismo que permite el ingreso de la mirada y la mano con una facilidad que en cualquier otro mueble sería un escándalo. Quizá sólo en los libreros fragilidad y facilidad alcancen a ser sinónimos.

Alguna vez escuché sobre un caso paradigmático en la Biblioteca Central de CU. Un tipo, o mejor dicho, un lector, llevaba a cabo una especie de bibliomancia en el piso tres del edificio. Su empresa consistía en empujar ligeramente los libros por la parte trasera del estante y esperar a que el movimiento terminará por hacer que uno de ellos se desplomara. A continuación, el derrumbador tomaba el libro que había caído y, como es obvio, emprendía su lectura. Aunque poco ortodoxo, el método de selección le entregaba títulos gordos de Blumenberg o Sloterdijk. Hasta donde sé, no tuvo imitadores.

Conocí a un lector que solía tropezar con las pilas de libros en una librería de viejo para encontrar algún título que llamase su atención. Entre sus descubrimientos más interesantes puedo contar obras de Felisberto Hernández y Abigael Bohórquez. Su teoría era de una simpleza abrumadora y bella: incluso en los desastres, en el pleno derrumbe y su consecuente impacto, hay algo que puede ser salvado, una pequeña fortuna. Aunque es bien sabido que una patada no constituye, ni posee, los efectos de un temblor, resultaría problemático suponer que un libro, durante el momento de su caída, distingue entre la patada o el siniestro tectónico.

Los libros no deben acumularse en pilas. De esa manera resulta imposible averiguar los títulos y detalles de las tapas que están debajo, pero, más importante, en esa disposición los libros suelen caer con mayor facilidad. Quitar uno de ellos sin cuidado —o prisa— implica el riesgo de tirarlos todos. Siempre me ha sorprendido que las librerías de viejo no encuentren una mejor forma de almacenarlos, que aún no consigan llegar al estante. Están ahí, en pilas, pilas inestables, pilas pensadas para el derrumbe.

México aparece en planos geográficos y mapamundis sitiado por una, dos y hasta tres placas tectónicas. Como las pilas de libros, parece diseñado para derrumbarse. Los temblores en el país ya han tirado monumentos, casas, edificios, y probablemente algunos libros. No me cuesta trabajo imaginar un monumento que se actualiza como lo hace un librero que se recompone después de una buena sacudida. Un monumento cuyas formas puedan ser reemplazadas, perdidas o robadas. Nuevas estructuras, nuevos bloques de mármol, hormigón o cerámica llegarían a él todo el tiempo; cada bloque con su propia historia, cada bloque puesto ahí con la posibilidad de desaparecer un día y nunca más ser visto. Quizá todo librero sea pequeño monumento, y como tal, tienda a derrumbarse.

Creo que fue en uno de esos burdos programas de fomento a la lectura donde leí que «un librero es una conmemoración a la lectura», o probablemente lo escuché de boca de algún conocido que insiste en pensar cosas como «leer es viajar sin salir de casa» y otras tantas estupideces. Yo iría un poco más lejos, un librero es obra de su lector.

Las tentativas de la imaginación suelen ser tramposas. Pero mientras recordaba el caso del derrumbador de CU, pensé que su método encausaría su forma de leer de maneras que un lector lineal probablemente no imagina. Ahora mismo me gustaría salir de esta oficina y dirigirme a la biblioteca, derribar algunos libros y construir algo con las páginas que queden abiertas tras la caída. Pero ese espíritu vanguardista no se corresponde con el panorama de los libreros o bibliotecas que tengo cerca. Esos no tienen quien los derrumbe, siguen a la espera del siguiente temblor, y, si una buena casualidad juega de su parte, están esperando a su siguiente lector.