Tierra Adentro
Portada del álbum "Either/Or" de Elliott Smith, 1997. Discográfica Kill Rock Stars.
Portada del álbum “Either/Or” de Elliott Smith, 1997. Discográfica Kill Rock Stars.

Comienzo a reproducir en Spotify la canción Piano Quintet No. 1 in D Minor, Op. 89: I. Molto moderato. Los nombres de algunas piezas de música me generan la misma sensación que las nomenclaturas de química orgánica. Sin embargo, al igual que en la química, el hecho de no saber cómo traducir su lenguaje, no me niega el hallazgo de su fenómeno. Así que la materia continúa su síntesis o descomposición en mí, a pesar de la ignorancia. Lo mismo con el movimiento muy moderado de Gabriel Fauré. No necesito saber que la D en su tonalidad menor está asociada a piezas con carácter más melancólico o serio, para sentirme, respectivamente, más melancólico o serio, mientras se ejecutan el piano y el cuarteto en la sala de mi casa.

Escucho, o más bien acecho con mis orejas, lo que persiguieron con los dedos Jean Hubeau y el Cuarteto Via Nova al interpretar a Gabriel Fauré. Ahora el sonido le pertenece a la pieza No. 2 in C Minor Op. 115: I. Allegro moderato. La canción me insinúa una felicidad y angustia recíprocas. Casi como lo que se padece al dejar un sitio. Casi como repasar cada una de las cosas que sentiste en ese sitio mientras te alejas de él. Casi como dibujar la cartografía sensible de un espacio, sabiendo que el mapa nunca acaba de explicar lo que ocurre en un territorio.

Desde otra parte del edificio. De la cuadra. De este día de octubre, me invade otro pulso. Sé que es una canción de Maná. Obviamente, me sé el coro. Que tire la primera piedra quién no se sepa un coro de alguna canción de Maná. Detengo a toda la Francia que se reproduce en mi bocinita bluetooth, para distinguir lo que sea que Fher Olvera esté tratando de decirme. Labios compartidos, labios divididos, mi amor. 

El vecino carga un dolor, es evidente porque ha decidido reproducir todo el Amar es combatir. Y sin miedo a reproducir, una, dos, tres veces la misma canción, pues pa´que cale, si no pa qué. Acompaño, sin invitación, pero con la misma fe, su dolor a las tres de la tarde. Miro por la ventana. También me acuerdo de algo. Y me alegra recordar también esa enfermiza insistencia de pensar en la tradición, que tanto repiten en cualquier taller literario. Dijo Octavio Paz amar es combatir, si dos se besan. Yo creo que Maná está muy de acuerdo.

Llegué a Gabriel Fauré gracias a Quignard, quien asevera que los últimos discos del pianista y organista contienen una violencia y una tristeza sublimes. Esto, necesario mencionar, lo afirma en medio de otras cosas como Ahora que llega la primavera, lo que más espero son los espárragos del Yonne, en Sens. Me queda claro que lo simple puede ser otro vehículo para presentar la gravedad del mundo.

No es extraño que Pascal Quignard haga convivir las palabras violencia y sublime en la misma oración para describir en qué consiste la expresión de Fauré. Claro que la violencia a la que se refiere en este caso responde solo a la primera raíz latina de la palabra vis-, potencia, y quizá, sobre todo, a su antecedente indoeuropea, wei- querer, desear, buscar algo.

Al decir que no me sorprende ese binomio utilizado por Quignard, es porque él mismo ha ensayado y pensado en el sonido y la música como algo que no reconcilia ningún límite. El sonido se precipita, nos abarca sin pausa y, en consecuencia, nos muestra el despliegue de eso que no podemos abolir. Las orejas no tienen párpados. Con esta comprensión de la fuerza, su exceso y deseo, llegamos a las relaciones explícitas de lo que implica la violencia (vis, fuerza, –olentus, abundancia) en la música para explicar formas específicas de la barbarie y la guerra.

Escuchar es ser tocado a distancia. Es cierto, así llegó Maná a mi sala. Así fue como escuché las últimas piezas de un hombre que se estaba quedando sordo hace ya más de cien años en París. Un clásico, ¿no? La sordera en los músicos. Sin embargo, me parece que la pérdida de audición en Gabriel Fauré reafirma lo que dice Quignard respecto a la violencia en sus últimas canciones. La gran y quizá única respuesta de un pianista a la sordera fue procurar que cada una de las notas sobreviva, no ya para sus oídos, sino para los otros, los que habitan en distancias imposibles de imaginar, pero aún así verdaderas. Ante la violencia del silencio futuro, Fauré respondió con sonido.

Termino el disco. No me siento particularmente triste. Pero sé que algo me ocurrió, porque el aire en su brusquedad de octubre tirando la ropa de los tendederos del otro edificio, propiciando una danza absurda y veloz en los respectivos dueños de esas prendas, me parece hermoso. Casi como los cosechadores de manzanas esperando que la sacudida brutal en el árbol acabe regalándoles el último dulzor de la temporada. Casi como niños atrapando la lluvia. Sin importar que no se pueda.

Platico mi hallazgo de los tendederos como árboles desprendiendo sus frutos. Mi amigo Will aprovecha para contarme de su propio hallazgo con las manzanas. Al cumplir cuatro años de casado con Whitley, deciden ir a visitar una isla cerca de la Upper Peninsula en Michigan. Will me describe la isla como uno de los pocos lugares en Estados Unidos donde la contaminación sonora es casi nula, o al menos cumple la regla de no alojar fuentes sonoras artificiales que afecten el entorno natural con ruidos mayores a 65 decibeles. Ningún avión cruza el espacio aéreo de la isla. Un solo bote a la semana lleva exploradores o investigadores.

Al llegar, lo primero que les explica el guía, es que hace doscientos años, gente que deseaba estar lo más alejada del mundo, llegó a poblarla. Gente harta de la velocidad industrial since 1823. Ocurrió también que esa gente cumplió su deseo. Muriendo sin que nadie pudiera percibir un solo gesto de su muerte. Una muerte insonora.

El único rastro de esos habitantes es una pequeña estructura de madera ya bastante carcomida por la misma cosa que agrieta las piedras. Al lado de las tablas, milagrosamente aún unidas, hay varios árboles de manzanas. Ya después de dos siglos esas manzanas se han olvidado de la mano que correspondió su semilla. Frutas emancipadas de la espera humana.

Los dos, como un simulacro breve de Adán y Eva, muerden el rojo. La manzana más jugosa que he probado en mi fucking vida. Casi como si todas las manzanas que me hubiera comido hubieran sido solo un pretexto para este fruto primerizo y original. Y la descripción de Will se interrumpe porque desde otro piso se viene anunciando el himno de un taladro contra el hueso del edificio.

Continuamos la videollamada a pesar de las máquinas y sus respiraciones. Antes de colgar Will trata de explicarme el sonido de la lluvia estando en medio de la isla. Es como si pudieras escuchar, no solo gota por gota, sino, aún más, el agua resbalándose hacia adentro de la tierra. Pero ya me percaté que mientras te lo cuento no estoy ni cerca de explicar realmente qué nos sucedió.

Adán y Eva en medio de una isla de la Upper Península escuchan la lluvia por primera vez. Luego van y comen fruta. Escupen las semillas en donde sea. Despojados ya del paraíso no sabrán nunca si esas semillas se convirtieron en algo. Whitley y Will en medio de una isla de la Upper Peninsula escuchan la lluvia como si fuera la primera vez que llueve en el mundo. Luego van y comen fruta de unos árboles salvajes. Escupen las semillas. Y al terminar el día, se apuran para que el bote no los deje en medio de un lugar sin siglo.

Días más tarde me llega un audio de mi amigo. Una grabación de dos minutos de lluvia. En ciertas partes es tanta la prisa con la que el agua estaba cayendo, que más bien el audio parece la grabación de la estática de un televisor viejo que olvidó cómo sintonizar los canales. Viene con una pequeña advertencia. I told u. Y tiene razón, tendría que estar ahí para entender la cadencia, el golpe y su final silencio. La misma pugna ocurre entre escuchar música grabada desde la aburrida paciencia del hogar e ir a un concierto.

El centro de la experiencia se me revela completamente corpóreo. Continúo caminando hacia el zócalo de esta ciudad. En mi trayecto, la violencia sonora de todos yendo (¿a dónde?) trata de filtrarse a través de mis audífonos. Resisto subiéndole el volumen, pero la competencia es injusta. Gana la patrulla. Desafortunadamente, siempre gana la patrulla.

Jordi Savall, el violagambista preocupado por la música antigua, o mejor, usando una descripción más acertada, porque la provocó la amistad y la admiración, es la de un músico que está en confraternidad con los tiempos de los solitarios y olvidados. Savall y Pascal Quignard son amigos y platican de cosas, muchas, como del clavecinista Johann Jacob Froberger.

O de por qué escuchar música grabada solo es un simulacro de lo que el cuerpo demanda sentir cuando está en el presente insustituible de una interpretación en vivo. La música es acción, dice Savall. Y yo sigo caminando en medio de calles donde algo se está vendiendo con mucha insistencia, mientras reproduzco una canción del último álbum de Sufjan Stevens.

          It’s a terrible thought to have and hold,escucho.

          Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta, escucho también.

          No traigo monedas.

          Sigo yendo.

          ¿A dónde?

Froberger tiene una pieza titulada Meditación sobre mi muerte futura la cual se toca lentamente con discreción.

Ese título podría definir la discografía completa de algunos músicos.

El disco de Sufjan termina y spotify, habiendo ya sintetizado en un algoritmo mi inclinación hacia el bajo, la guitarra acústica y la melancolía, empieza a reproducir Angeles de Elliott Smith.

          And be forever with my poison arms, around you, escucho.

          Chocolate tipo jerchi a diez. Sí mire y también le vengo ofreciendo…

          No traigo monedas.

La trayectoria musical de Elliott Smith fácilmente puede resumirse usando el título de Froberger.

Meditación sobre mi muerte futura la cual se toca lentamente con discreción.

De nuevo en la sala de mi casa. Nunca he visto el video de Elliott cantando en los Óscar en 1998. Me dispongo a mirarlo. Pero algo se anuncia en mis orejas. Los vecinos pelean. No estoy seguro de qué tratan sus averiguaciones, hasta que escucho un crees que soy pendeja, justo después de la palabra celular.

La conversación sigue, encontrando su punto final en el sonido de una puerta azotándose. Por fin reproduzco el video. Un Elliott en traje blanco. Incómodo. Casi con la misma postura de hombros que tiene uno al desnudarse en un consultorio médico. Canta Miss Misery. Le aplauden y la cámara que transmite la premiación da una vista completa del recinto enfocando, por último, la parte superior del Dolby Theatre. La siguiente toma muestra a dos mujeres en vestidos nítidamente lujosos acompañando a Smith afuera del escenario. La orquesta de la Academia comienza a tocar la cortina que da pie a la apertura del sobre a mejor canción original. Elliott compite contra Céline Dion. Good Will Hunting, pierde. Titanic gana.

Busco entrevistas de Elliott. Le preguntan por el origen de su songwriting. Contesta I just wanted to be able to do it. I’d listen to the radio. I dunno, it was like… magic, and I wanted to be able to do it. So, I started trying to do it.

Reitera Quignard No hay impermeabilidad de uno mismo ante lo sonoro. Infiero que los músicos no solo aceptaron la incapacidad de los cuerpos de resistirse al sonido, sino que deliberadamente propician las potencias de su anatomía, para no ser meras víctimas de la sonoridad del mundo, y más bien, volverse una de ellas.

En la última escena de Good Will Hunting, Matt Damon deja una nota en el buzón de Robin Williams. Luego, una toma abierta que muestra un Chevy Nova 71 andando en una carretera con dirección a California. De fondo se escucha Miss Misery de Elliott Smith. Y encima de toda esa imagen y sonido, aparecen los créditos.

Do you miss me, Miss Misery,

like you say you do?

El gran sonido que me faltaba agregar aparece. Acecha cada rincón de mí. Bajo acompañado de otros vecinos. Ya no solo son mis pulsos lo que escucho, y cada peldaño recorrido por las docenas de pies de mi edificio, generan su propia música ansiosa e indeseable. Afuera continúa el chillido, reproduciéndose en cada esquina. Hasta que calla. La ciudad por un lapso minúsculo algo no dice. Y comienzan a sonar las ambulancias y una especie de murmullo de quién sabe qué lado, pero llega.

Ya en el departamento, el sonido de las sirenas comienza a ceder a la música de las fiestas que pausaron su lujuria y por lo tanto su danza. Decido buscar en YouTube la última escena de Good Will Hunting.

Prefiero pensar que Elliott no murió con un cuchillo clavado en el pecho. Prefiero pensar que en vez de Matt Damon yendo a California en el Chevy, el que va manejando es Elliott.

El radio suena. Pero también el aire que choca contra la ventana algo le dice a Elliott:

Do what you want to whenever you want to.

Though it doesn’t mean a thing.Big nothing.