Si mis teorías hubieran resultado falsas
Como acostumbra, Albert Einstein camina por el campus para darle orden a sus ideas. Intenta dar con uno de los experimentos mentales que lo han hecho tan famoso y que poco menos de medio siglo antes le permitieron desarrollar las teorías que cambiaron la física. Pero esa idea que busca no llega; no encuentra ese experimento mental que le permita dar con la clave para la unificación de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. En cambio, su mente lo devuelve a un barco dos décadas antes.
Ya no percibe el ligero viento otoñal que levanta las hojas de los arces y los álamos. Su memoria le arroja la brisa marina. Vuelve a aquel día de octubre de 1933. Todas las sensaciones de aquel momento las percibe como si estuvieran ocurriendo otra vez. La algarabía de los inmigrantes que como él dejaban la vieja Europa; la frialdad metálica del barandal del barco; la visión, por segunda vez, de la imponente mole de la Estatua de la Libertad. Aquel lejano desembarco en la isla de Ellis, ya no es lejano.
Su cabello entonces no era completamente blanco, aunque ya tenía la desenvoltura que todo mundo aprecia en las fotos. Recuerda el flash de varias cámaras que lo captaron en aquel momento. Se lleva una mano a la cabeza para cerciorarse de que se puso el sombrero, pero se encuentra con el cabello suelto. Se sonríe, como tantas otras veces el sombrero se quedó en el perchero.
Ve unos pájaros levantar el vuelo desde un roble que se encuentra a unos pasos de él. “Algo los ha asustado”, piensa, mientras sigue las figuras que las aves hacen en el aire. Un fotógrafo empieza a disparar su cámara a unos cien metros de él. “¿Qué gracia tiene un viejo septuagenario para que le tomen fotos?”. Se pregunta. Podría ignorarlo y seguir su caminata o acercársele y darle la oportunidad de que lo fotografíe más a su gusto. Albert se detiene y dirige la mirada hacia el hombre que vuelve a prepararse para otra foto. El fotógrafo vuelva a disparar su cámara y Albert le saca la lengua.
“¿En qué estaba?”. Se pregunta. La fama es algo que lo ha importunado desde hace tanto tiempo. Al menos desde principios de 1920, cuando obtuvo el Nobel de Física, aunque, desde antes su imagen empezó a figurar en los periódicos. Sigue asombrándolo la fascinación que la gente siente por él, no puede negar que lo halaga y lo satisface.
El fotógrafo dispara algunas veces más su cámara, pero Einstein ya no le dedica ni siquiera una mirada. Se sumerge en sus pensamientos. La prodigiosa mente no puede volver a sus reflexiones en torno a la física, a su aspiración por una teoría unificadora, el santo grial al que ha dedicado los últimos años de su vida —la física, más de seis décadas después de su muerte, sigue sin encontrar una teoría unificadora de las cuatro fuerzas. La Teoría de la Gran Unificación logra condensar tres de las cuatro fuerzas (débil, fuerte y electromagnetismo)—.
En cambio, la mente lo devuelve a aquella mañana de un octubre hace más de veinte años, al viento frío que descendía del Hudson, a los gritos de alegría y perplejidad de quienes lo acompañaron en el barco. Toda aquella gente que ansiaba dejar Europa donde el fantasma del fascismo campeaba a sus anchas, toda esa gente para quien los Estados Unidos eran una esperanza, un nuevo comienzo.
Recuerda la línea de edificios que los recibía, el horizonte erizado por los rascacielos. Aquella no era la primera vez que pisaba Estados Unidos, ya lo habían invitado antes a dar una serie de conferencias.
Atrás quedaba el Atlántico y la vieja Europa. El ascenso al poder de los nazis en su natal Alemania fue uno de los factores que lo llevaron a aceptar el trabajo que le ofrecieron en la Universidad de Princeton. Casi un año antes, en diciembre de 1932, abandonó Alemania; y ese octubre llegó a América.
Einstein piensa en aquel hombre de cincuenta y cuatro años que arribaba a una nueva nación. Piensa en la incertidumbre que deja en las personas de a pie la marcha de la historia. Él era alemán, un judío alemán nacido en 1879 —nada menos que la misma década en la que fue proclamado el Imperio alemán—. Pero ese partido político que había ido creciendo hasta llegar a controlar Alemania negaba que él —o cualquiera en su situación— pudiera ser alemán. “Es más fácil destruir el átomo que un prejuicio”, piensa al evocar los primeros años de la década de los treinta.
Se sabía alemán y así se pensó mucho tiempo, pero las leyes que se fueron aprobando en Alemania a partir de 1933 le negaban esa condición. “A pesar de lo que proclamaban”, piensa, “Alemania era más que la ideología nazi”.
Una ráfaga de viento le da en la espalda y lo hace perder el equilibrio, aunque no cae. Se ríe por el viento que delante de él va levantando las hojas secas y haciendo crujir las ramas de los árboles. “Qué bueno que olvidé mi sombrero”, se congratula y trata de recuperar el hilo de pensamiento en el que estaba, pero su mente sigue sin atisbar un experimento mental que le sea útil para unificar las cuatro fuerzas de la naturaleza.
El conocimiento que se tiene del mundo es muy amplio, máxime si se le compara con el que se tenía cuando él nació. Tiene la seguridad de que por medio de las matemáticas podrá explicarse el Universo. Sabe que ese entendimiento ha crecido mucho, a lo largo de sus más de setenta años ha visto el avance de la ciencia y ha contribuido notablemente a ese avance. Por ejemplo, gracias a James Clerk Maxwell (1831-1879) se consideró a la electricidad y al magnetismo como una sola fuerza. En ese momento se creía que era poco lo que quedaba por descubrir. El fin de siècle trajo muchas sorpresas; por una parte, el descubrimiento de los electrones y de la radiación, y con ella de nuevos elementos, y por otra, Max Planck (1858-1947) resolvió el problema de la caja negra con la ley que lleva su nombre —Einstein, siguiendo su planteamiento años más tarde, planteará que la energía se presenta en paquetes, cuanta o quanta, lo que producirá la revolución cuántica en las siguientes décadas—.
Desde Newton, la teoría de la gravedad era suficiente para explicar el movimiento de las estrellas, cometas, satélites y planetas. A esas dos fuerzas de la naturaleza, establecidas en la física de finales del siglo XIX, se sumaron en el siglo XX la fuerza nuclear débil y la fuerza nuclear fuerte. La primera, responsable del decaimiento de isotopos de algún elemento en elementos más ligeros y, la segunda, responsable de mantener unidos los protones y neutrones dentro del núcleo del átomo.
La unificación de las cuatro fuerzas se volvió el sueño de su vida cuando llegó a los Estados Unidos; una teoría matemática que explicara las fuerzas que mantienen el orden del universo. Sin embargo, ese sueño cada vez lo ve más lejano, aunque ansía vivir otro año como el que tuvo casi medio siglo atrás. Con la publicación de cuatro trabajos en 1905, se dio a conocer su ingenio para la ciencia y con ello demostró que era capaz de explicar el mundo de la física y resolver algunos de sus problemas.
Primero publicó en Annalen der Physik el artículo “Un punto de vista heurístico sobre la producción y transformación de luz” en el que, siguiendo a Planck, plantea que la luz se presenta en cuantas —fue ese trabajo el que el comité del Premio Nobel eligió en 1921 para galardonarlo—. Este trabajo sirvió también de base para el desarrollo, en los siguientes años, de la mecánica cuántica que explicaría el funcionamiento de la física en espacios subatómicos.
Al igual que Erwin Schrödinger (1887-1961), quien se opuso a algunos de los postulados a los que llegaron los estudiosos de la mecánica cuántica, no pocas veces Einstein cuestionó el desarrollo y conclusiones de esta teoría. En este contexto fue que Einstein pronunció la famosa frase “Dios no juega a los dados”, para oponerse a la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, impulsada por Niels Bohr (1885-1962).
El segundo trabajo que publicó fue “Sobre el movimiento requerido por la teoría cinética molecular del calor de pequeñas partículas suspendidas en un líquido estacionario”, durante julio de 1905. En ese trabajo quedaba demostrado de manera empírica que la materia estaba compuesta de átomos y moléculas.
Además, el 26 de septiembre de ese lejano 1905 publicó el estudio titulado “Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento”, con el que sentó las bases de la teoría de la relatividad especial. En dicho trabajo estableció que no hay un único marco de referencia fuera de la velocidad de la luz en el vacío (c), lo que significa que todo es relativo, con excepción de ese límite.
Por último, el 21 de noviembre publicó “¿Depende la inercia de un cuerpo de la energía que contiene?”, en donde presentó la famosa formula E = mc2, a través de la cual planteó la equivalencia entre la materia y la energía.
Con esos cuatro trabajos —escritos en los ratos libres que le permitía su labor en la oficina de patentes de Berna en Suiza— Einstein dio a conocer su genio. Todavía faltaba el trabajo sobre la relatividad general publicado en 1915, en el cual planteó que el espacio y el tiempo son una misma cosa —el espaciotiempo—, el cual se distorsiona ante la presencia de los objetos. Con esto, dio una explicación física al origen de la gravedad, contraria a la teoría newtoniana que no lo explicaba.
Su planteamiento fue comprobado el 29 de mayo de 1919 por los ingleses Frank Watson Dyson (1868-1939) y Arthur Stanley Eddington (1882-1944). Astrónomos ingleses comprobaban la teoría de un físico alemán, aunque durante esos años Alemania se enfrentaba a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial —la búsqueda científica estaba más allá de los conflictos entre naciones—. Dyson y Eddington viajaron para observar el eclipse total de sol (solo visible en el hemisferio sur) y comprobar que la gravedad del sol curvaba la luz, como planeaba Einstein en su teoría. De esta manera, descubrieron que eran visibles estrellas que deberían estar detrás del sol: la gravedad curvaba la luz, Einstein tenía razón. La fama le aguardaba.
Todo aquello había pasado hacía tanto tiempo. El maravilloso año de las publicaciones quedaba casi cincuenta años atrás, antes incluso de la confrontación que se llamó Gran Guerra, aquella conflagración que se creía la más mortífera que hubiese visto el ser humano. La revolución bolchevique, la República de Weimar, la depresión, el fascismo, el nazismo, la Segunda Guerra Mundial —se detiene en este punto, ese frenesí demencial que se apoderó de Alemania ha pasado, pero no antes de cometer sus atrocidades, “¿cómo lo permitimos?”, vuelve a preguntarse—. Y la imagen de la guerra lo atemoriza; esa guerra cuyos tambores bélicos apenas escuchaba pues vivía ya de este lado del Atlántico, pero sabía que existía una posibilidad, la terrible posibilidad de que la Alemania nazi alcanzara a controlar el poder del átomo, por eso fue que firmó una carta dirigida al presidente Franklin D. Roosevelt (1882-1945), en la que le advertía de ese peligro y lo conminaba a desarrollar la bomba atómica antes de que los alemanes lo hicieran —de donde surgió el Proyecto Manhattan—. Pero todo aquello era ya pasado.
El mundo está dividido en dos bloques, el soviético y el estadounidense, cada uno con su arsenal de bombas atómicas que podría acabar no solo uno con el otro, sino con el mundo entero. “Y en parte fui responsable”, piensa. El poder del átomo, la materia convertida en energía.
A pesar de sus mejores deseos, la Organización de las Naciones Unidas no ha sido suficiente para mantener la paz; ha servido más la amenaza de destrucción. Los conflictos bélicos siguen siendo una posibilidad que puede terminar con el mundo como lo conoce. Recuerda las palabras que pronunció años antes, cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin: “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”.
Sigue caminando. Unos gansos vuelan sobre él y los ve perderse en la distancia. Se acuerda de la casa que tuvo en Berlín, la que tuvo que abandonar cuando dejó Alemania. Y se acuerda de sí mismo mucho más joven, cuando caminaba hacia su oficina en Berna, aquellas caminatas en las que empezaron los experimentos mentales.
“¿Y si ninguna de mis teorías hubiera sido cierta?”, se cuestiona; una pregunta que antes ya se ha planeado y contestado.
“Los estadounidenses dicen que soy suizo” —piensa en los sucesivos pasaportes que ha tenido—, “los suizos, que soy alemán” —y en este punto recuerda la razón por la que dejó su país natal— “y los alemanes, que soy judío”.
Atardece, el viento corre helado. “Es hora de volver a casa”, se dice, “ya mañana habrá tiempo de encontrar un experimento mental”.
Referencias
Einstein, Albert, The World As I See it, [s. l], [s. e.], 1934.
Isaacson, Walter, Einstein: His Life and Universe, Waterville, Thorndike Press, 2007.