Milan Kundera o los ojos del espíritu
En todo acto, la primera intención de quien lo realiza es revelar su propia imagen.
Dante
Todos los seres humanos existimos bajo una mirada. ¿La del amor, la de Dios, la nuestra? De acuerdo con el tipo de mirada bajo el cual deseamos vivir, navegamos entre cuatro situaciones: aquellos que desean vivir bajo una multitud de ojos anónimos (los posesos de la gloria y la notoriedad); los que se rodean por los ojos de las personas conocidas (pasan sus días organizando comidas, fiestas y reuniones), quienes se definen por la mirada de alguien que los ama (el reconfortante amor narcisista a través del otro) y, finalmente, los seres que viven determinados por la mirada de un ser ausente (la madre fallecida, el jefe cuya sombra los acecha, etc.). Esta fascinante y cartesiana fenomenología de la observación permea los relatos de Milan Kundera y al mismo tiempo descifra uno de los prismas en nuestra concepción existencial.
Como los artistas definitivos, Kundera rebasa las categorías: es más que un retratista del erotismo y la risa (tópicos obligados en sus ficciones), un novelista filosófico (si bien sus novelas se leen como agudas meditaciones ontológicas) o un escritor disidente (aunque fue expatriado y perseguido por el régimen comunista durante la tercera parte de su vida).
I. El erotismo
“Todo se trata de sexo, menos el sexo, que se trata de poder”, atinaba Oscar Wilde en sus luminosos aforismos. La narrativa erótica de Kundera desmonta esos oscuros procesos del deseo, sus narradores se comportan prácticamente como pedagogos que nos explican el entramado de esas “irreductibles relaciones de poder y sus puntos de fuga”, siguiendo la nomenclatura de los pensadores del mayo francés. A menudo sus personajes discurren sobre (o están atrapados por) los complejos dilemas del deseo y la fidelidad. En La Insoportable levedad del ser Tomás no puede renunciar a su deseo por otras mujeres (aunque necesite el alcohol para acostarse con ellas) y le es irremediablemente infiel a Teresa. Ella consiente la situación porque él no le miente (antes bien, culpabiliza delante de ella, cosa que la reconforta), y nunca se irá de su lado, pues su amor trasciende lo carnal, su peso rebasa la levedad del ser. El esquema se repite en El libro de la risa y el olvido, donde Marketa no solo consiente las infidelidades de su esposo, sino que participa en los eventuales menage à trois que concierta con sus amantes. Todo para mantener viva la flameante lumbre del deseo bajo el marco de un mutuo acuerdo de erotismo y culpabilidad donde la mirada del otro es esencial.
En El libro de los amores ridículos la reflexión permea el esquema ético y estético del erotismo. En la buena elección de un amante se juega la dignidad del amado; por eso el Dr. Hezel, un donjuanesco psiquiatra a destiempo, declara que solo deberían escogerse amantes que mantengan intacta nuestra dignidad ética y estética, pues reflejan nuestra verdad más justa: “El erotismo no es solo un deseo del cuerpo sino un deseo del honor. La pareja que hemos logrado es nuestro espejo, la medida de lo que somos y de lo que significamos. En el erotismo buscamos la imagen de nuestro propio significado e importancia”1. Uno de los puntos sensibles de este desdoblamiento sucede cuando se plantean ambiguos límites como la violencia psicológica del deseo, esa que hacía afirmar a Charles Baudelaire que “el amor es como una tortura o una operación quirúrgica (…) uno de los dos amantes siempre será más calmo, o estará menos poseído de deseo que el otro. Él o ella es el operario o el verdugo; el otro es el sujeto, la víctima”2.
Resulta fascinante leer a Kundera en 2020 y constatar que ha envejecido mejor que la mayoría de escritores y pensadores del erotismo, pese a que su narrativa adopta una posición claramente patriarcal, sus héroes (trágicómicos) son siempre masculinos y están enmarcados en un universo donde prevalece la dinámica machista del cortejo. Sus reflexiones están más vivas que nunca. Su relato La dorada manzana del eterno deseo resume toda la frustración, la ilusión y la ficción que acompaña el acto de seducción. Es la historia de dos mejores amigos, Martin, y el narrador, que pasan sus días cortejando mujeres (sueñan llevarlas a la cama sin lograrlo nunca) de una forma que va más allá del hostigamiento. Martin, sin embargo, lo ve como una especie de deporte —el símil con el fútbol es recurrente, se refiere a sí mismo como “un delantero que le pasa generosamente balones seguros a su compañero de juego para que éste meta luego goles fáciles y recoja una gloria fácil”3. El narrador, mucho menos impetuoso que Martin, no se anima a contrariarlo y trata más bien de complacerlo (un poco por camaradería y un poco porque se divierte), pues comprende que sus aventuras donjuanescas funcionan bajo una irreductible dinámica de autosabotaje (Martin nunca pasará al acto porque tiene una novia que ama, obedece y que no está dispuesto a dejar, pero sí está dispuesto a lidiar con la culpabilidad del deseo, sobre todo si cuenta con la complicidad de su amigo). En suma, ambos hombres están dispuestos a alimentar ese deseo aunque sea de una manera virtual, ficticia. “Nunca iría a un club que acepte miembros como yo” dice Woody Allen en Annie Hall —citando, a su vez, el célebre chiste de Groucho Marx— al hablar de su incapacidad para conquistar a las mujeres que realmente desea. En definitiva, el erotismo se ve desplazado por la culpabilidad o por la relación de camaradería; el narrador del relato de Kundera se resigna, consciente de que el deseo funge como la excusa que determina su ser y su relación con Martin. Quizás precisamente por eso lo mantiene dentro del marco trivial del ocio, de “lo inofensivo”, como se hace precisamente con el juego: “lo que cada vez importaba menos de aquél acoso a las mujeres eran las mujeres, y lo que más importaba era el acoso en sí. Siempre que sea una persecución vana, es posible perseguir a cualquier cantidad de mujeres y convertir este acoso en un acoso absoluto”4. Un caso diametralmente opuesto es el del escritor —alter ego del propio Kundera—, en El Libro de la risa y el olvido, que salta abruptamente de una situación de miedo y culpabilidad hacia una de erotismo oscuro, irracional y violento. Temeroso de que el régimen comunista descubra que, gracias a su amiga editora, ha estado escribiendo el horóscopo durante meses en una revista de la cual estaba vetado, el escritor se da cita con ella para coordinar sus declaraciones:
Aquella chica no me había dejado ni el más pequeño intersticio a través del cual poder apreciar el relámpago de su desnudez. Y de repente el miedo la abrió como el cuchillo de un carnicero. Estábamos sentados en el sofá del piso prestado, desde el retrete se oía el ruido del agua que llenaba la cisterna y a mí me atacó un deseo furioso de hacerle el amor. Más exactamente; el deseo furioso de violarla. (…) Aquel deseo quedó dentro de mí, apresado como un pájaro en un saco, como un pájaro que a veces se despierta y golpea con sus alas. Es posible que aquel deseo demencial de violar a R. haya sido sólo un desesperado intento de aferrarme a algo en medio de la caída.5
Lo irónico de las distintas situaciones mencionadas, es que el aspecto sexual del erotismo se presenta como un intermediario de la ética (el honor, el respeto, la fidelidad y la fraternidad) y casi nunca como fin en sí mismo. Su aparición surge más bien de una fricción que entraña cierto dolor —“la caricia del ojo sobre la piel es de un dolor excesivo”, afirma Georges Bataille en Historia del ojo—, o de un deseo irrefrenable de control en medio del vértigo, dilemas que reviven la discusión sobre las relaciones del poder evocadas por Wilde en su célebre aforismo.
II. La risa
La risa, por su parte, también se identifica con una situación de conflicto. Es un desgarramiento interior, el descubrimiento de una paradoja existencial que despierta la carcajada. Nos reímos del absurdo, de lo ridículo, del estado de ignorancia o grotesco que a veces llamamos estupidez. En la filosofía platónica, el ridículo representa todo lo opuesto al “conócete a ti mismo”. El ignorante es, entonces, el antípoda del filósofo (amante del conocimiento) y su ignorancia suscita la burla, pero también implica una reprobación ética: “qué despreciable ese otro que no es capaz de observar su propia ignorancia”. Además, la risa entraña un elemento primitivo (herencia de los primates), un doloroso mecanismo de ataque y defensa vinculado a las relaciones de poder entre los seres humanos. En Filebo o del placer, Platón hace notar, por boca de Sócrates6, que “cuando nos reímos de las ridículas cualidades de nuestros amigos, mezclamos placer y dolor, porque lo mezclamos con la envidia y, según lo que hemos acordado, la envidia es el dolor del alma”7. En su Poética, Aristóteles ahondó en la dimensión política de la risa y su presencia en el teatro antiguo. Se refirió a la comedia como “el drama de los peores”, es decir, los eventos trágicos acaecidos a los personajes más mezquinos e indignos, que muchas veces eran individuos históricos reales, despreciados por los dramaturgos o la Polis en general. Aristófanes, por ejemplo, usó su sátira política contra Cleón, un poderoso comerciante de Atenas que lo había acusado de “traer la vergüenza de la Polis delante de los extranjeros con sus comedias”. Así pues, Cleón fue el protagonista y hazmerreír de varias de ellas.
Para los modernos la risa obedece, en esencia, a los mismos conflictos enunciados por la filosofía griega. Ya Kierkegaard, en su Postcriptum, usa un ejemplo tan machista como ilustrativo, para entender que “lo cómico se basa sobre la contradicción. Si una mujer intentara establecerse como dueña de una taberna y falla, eso no sería cómico. Pero si una muchacha intenta obtener un permiso para establecerse como prostituta y falla, que ocurre a veces, esto es cómico, debido a sus contradicciones”8. A pesar de las concordancias con la tradición clásica, la risa moderna tiene un rasgo esencial: la auto-consciencia o el distanciamiento. En la modernidad el individuo no solo se ríe del ridículo ajeno, sino también y sobre todo del propio. Es lo suficientemente capaz de distanciarse de sí mismo como para burlarse de su triste condición. Esa es la actitud esencial de Kundera en El libro de la risa y el olvido donde, bajo el nombre de Banaka, se cuenta a sí mismo entre los personajes y es objeto de sus nocivas bromas. Bibi, una mujer con aspiraciones de escritora (a quien, en el fondo, le aburre leer), desea tener urgentemente una cita con Banaka para conversar acerca del oficio de escribir. Una amiga le recomienda leer “aunque sea una de sus obras” antes de hablar con él, pero otro amigo interviene:
Tenga en cuenta que hasta el momento no hay nadie que haya leído una sola obra de Banaka. Leer un libro de Banaka significa el descrédito total. Nadie duda de que se trata de un escritor de segunda categoría, por no decir de tercera o de décima. Le aseguro que el mismo Banaka (…) cuando se entera de que alguien ha leído un libro suyo, lo desprecia. 9
Los libros de Milan Kundera, como los de Banaka, fueron objeto de rechazo en Europa del este y proscritos en su propio país hasta la independencia de la República Checa en los años noventa. La persecución del régimen comunista fue bastante más dura de lo que aparece en la novela (¡Kundera fue despojado de su nacionalidad desde 1979 hasta el año 2019!), pero de cualquier forma, el distanciamiento del escritor traza una ironía tan profunda como liberadora. Ahora bien, ¿de dónde proviene esa particular obsesión por el entramado de ficciones superpuestas donde el autor es objeto de risas? De Miguel de Cervantes Saavedra.
En El arte de la novela, un conjunto de ensayos redactados a manera de entrevista, el checo afirma que desconfía de la vieja creencia según la cual el “el porvenir es el único juez de nuestras obras y nuestros actos”, y a la vez confiesa su mayor credo artístico:
Pero si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿a Dios? ¿a la patria? ¿al pueblo? ¿al individuo?
Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.10
En la literatura, la desprestigiada11 herencia del Quijote de la Mancha encarna la risa desde su noción de origen : se trata de una novela de caballería que se burla de las novelas de caballería de su época. En la segunda parte, Don Quijote y Sancho Panza (que han leído la primera) se manifiestan a favor de los críticos mordaces que hacen todo tipo de reproches a la obra, e incluso se refieren a las condiciones de vida del mismo (Cervantes vivió mucho tiempo en la absoluta pobreza). “No ha sido sabio el autor de mi historia (…) sino algún ignorante hablador de miserable vida que se ha puesto a escribirla a tiento y sin ningún discurso, salga como saliere”12. Los personajes del libro se burlan así del autor, que manifiesta su consciencia sobre la fragilidad de lo humano y decide no tomarse tan en serio a sí mismo. La ironía es doble porque Cervantes no solo describe la mofa de la cual es objeto su obra, sino que además toma distancia para burlarse de su desgraciada situación. Ahora bien, Kundera trasciende la mera risa burlona de la trama novelesca. Dos de sus obras, La burla y El libro de la risa y el olvido teorizan profundamente sobre ella –no olvidemos que el título del segundo, “el libro de la risa”, será recuperado por Umberto Eco en El nombre de la rosa para aludir al supuesto tomo perdido en La Poética de Aristóteles, obra prohibida en los monasterios por la “frivolidad de su objeto”, la comedia.
En El libro de la risa y el olvido se lee que lo gracioso nace cuando aflora el sinsentido de un hecho cualquiera. El ejemplo de “un marxista formado en Moscú cree en los horóscopos”, es obvio, pero olvida la otra cara de la risa. De hecho, según el narrador, existen dos tipos de risa en el mundo: la diabólica y la celestial (su distinción recuerda, con razón, las reflexiones nietzscheanas sobre lo dionisíaco y lo apolíneo). La diferencia esencial entre ambas risas es su postura respecto de la creación divina. Mientras la primera se burla de la incoherencia y el absurdo de la existencia humana, la segunda celebra la armónica perfección de lo creado, su intrínseco significado. Sin embargo, el narrador es sincero con sus simpatías y toma partido:
Así, el ángel y el diablo, frente a frente, con la boca abierta, producían más o menos los mismos sonidos, expresando cada uno, en su clamor, cosas absolutamente opuestas. Y el diablo, mirando reír al ángel, reía aún, mejor y más francamente, porque el ángel que reía resultaba infinitamente ridículo13
.
No es casualidad que esta genealogía de la risa está vinculada estrechamente con dos fascinantes derivas metafísicas. La primera evoca el sistema hegeliano. Para el filósofo alemán, el arte y el judeo-cristianismo están intrínsecamente conectados porque en el arte se hace una abstracción del sujeto (los personajes de la obra artística son la representación del humano universal) mientras que en la narrativa de la religión católica, Jesucristo encarna al más universal de los hombres: el hijo de un humilde carpintero. Esa doble naturaleza, sumada a su dualidad de ser humano-divino, hace de Jesús el ser más contradictorio posible. Por eso no extraña la innumerable cantidad de chistes que carga su figura tras de sí.
III. El novelista filósofo
La segunda deriva metafísica se refiere a la obra de Kundera y nos introduce de lleno en la filosofía de Nietzsche, instigador de las célebres nociones de pesadez y levedad en la narrativa del checo. Si en el Eterno Retorno todos los actos humanos están condenados a repetirse a través de la historia, entonces “una insoportable responsabilidad descansa sobre cada gesto”. Si, en cambio, el énfasis se pone en el hecho de su repetición y no en cada gesto individual o en cada vida, entonces la repetición, el Eterno Retorno, es lo que se convierte en “la carga más pesada (das schwerste Gewitch)” mientras las existencias se vuelven efímeras, leves. “¿Qué hemos de elegir? ¿Peso o levedad?”14 nos pregunta el autor en La insoportable levedad del ser. Esa dicotomía nos lleva a escoger entre dos extremos cuya ambigüedad dejarían perplejo a cualquiera: tener una existencia apasionada e intensa pero llena de dolor, o llevar una vida libre y apacible pero carente de sentido e importancia.
Ese profundo dilema tiene un origen y una perspectiva filosófica, es verdad, pero más que un debate de filosofía, son un pretexto que abre la dimensión existencial, fenomenológica, en la problemática de los personajes. “Encuentro impropio el término filosófico. La filosofía desarrolla su pensamiento en un espacio abstracto, sin personajes, sin situaciones”15, afirma Kundera en El arte de la novela. En otras palabras, estos narradores y personajes viven desgarrados por el inevitable vértigo de un meollo filosófico. Pero el abismo no solo es tópico sino también una marca definitiva de estilo. Los momentos definitivos de los relatos de Kundera, que se narran con la debida condensación, las transiciones de una prosa rítmica y la propiedad de las buenas historias, tienen una estructura similar a la de los chistes: una situación de inicio conduce rápidamente a una situación de tensión donde se provoca una revelación (hija del anagnórisis o reconocimiento de la tragedia griega) que implica una irreductible paradoja (una conciliación de opuestos, risas), y de inmediato se precipita al desenlace. Los héroes kunderianos razonan menos con disquisiciones filosóficas que con ironías desgarradoras y aun así llegan a reflexiones que también han sido abordadas en las digresiones existenciales de Schopenhauer o Nietzsche: la inexistencia de Dios, la imposibilidad de un amor completo y la soledad del hombre en el mundo (llámese familia, sociedad, partido político o pareja). “¡Ay, señoras y señores, triste vive el hombre cuando no puede tomar en serio a nada y a nadie!”16, se queja el protagonista de Éduard y Dios.
Todo esto hace de Milan Kundera un observador privilegiado de lo humano. Su prosa navega con sinceridad y asombrosa lucidez entre los límites más oscuros del espíritu, entre las recónditas dimensiones del deseo, la felicidad y la trascendencia. En su universo los temas se exploran y se retuercen hasta llegar a un paroxismo valiente y rara vez alcanzado en la literatura del siglo XX. Quizás el hecho de su disidencia (un artista apátrida que retrató la vida de un país que ya no existe) constituye la ironía última, ese no-lugar, esa periferia desde la cual un escritor puede abrir por completo los ojos del espíritu.
Bibliografía
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