Mil millones de terabytes hacia ti misma
She has buttonhooks in her eyes
with which she fastens on
to every foot of existence
and onto every shoestring rumor
of the nature of reality
Lawrence Ferlinghetti
Corren por las avenidas oscuras escuchando canciones viejas en el estéreo del coche, mientras el cielo brilla con el sordo resplandor de una pantalla muerta. Te gustaría decir que esta es tu vida: acelerar por la autopista elevada en medio de rascacielos departamentales, con el viento de la madrugada zumbando en tus oídos. Es tan fácil respirar cuando la corriente pega contra tu rostro; y cuando cierras los ojos el alumbrado eléctrico anima un baile de fantasmas sobre tus párpados, en una sincronía accidental con la distorsión que desprenden las bocinas. Pero este es el botón de pausa en tu vida. Tú tienes diecinueve, despachas pollo frito en el Kentucky de la misma torre de departamentos donde vives en un cuarto sin ventanas. Mucho de lo que cobras se va en tu inhalador y lo que sobra lo gastas en cartuchos pirata de Min. Cada noche, cuando bajas la cortina, sales del trabajo y exploras con Cirice paisajes de pixeles.
Al principio sospechabas que Cirice no era estudiante de informática sino la nueva díler de tu unidad. ¿A poco no habría sitio para un vendedor más en setenta pisos de cristal y acero? Una persona sin rutinas claras, que puedes encontrar a cualquier hora saliendo del elevador; que juega Min por medio de un implante en lugar del parche de segunda mano que con frecuencia te sumerge en glitches; alguien que conduce una reliquia de otro siglo: un Shadow 94; alguien que seguiría amando el pollo frito aunque supiera cómo se hace. Y a diferencia del departamento de tus padres en la sección central del edificio, el de Cirice tiene ventanas: desde su cuarto puede ver colmenas multifamiliares que se extienden como montañas más allá de las montañas.
Pero ella dice no vender droga y a ti te daría lo mismo si lo hiciera. Además, esta noche va a ofrecerte trabajo.
“¿Es cierto que antes usaban animales?”, te pregunta del otro lado del mostrador en el local vacío.
“Papá dice que antes el pollo tenía huesos”, respondes desde la cocina. Sacas del congelador una cubeta de carne blanca que mañana se convertirá en piezas de pollo frito. El esfuerzo te deja sin aire. Jadeas largo rato antes de añadir: “pero no sabía tan bien”.
Entre tantos misterios de la comida impresa, a Cirice y a ti no les preocupa si las cosas en efecto saben a lo que dicen saber (¿cómo reconocer las copias si no ya existen originales?), pero les abruma no tener claro el tamaño de un animal extinto:
“¿Qué tan grandes eran las gallinas?”
“¿Del tamaño de un gato?”, aventuras sin convicción mientras bajas la cortina. Cruzan los pasillos del centro comercial y se encaminan a los elevadores ubicados en la entrada de la estación de trenes sobre la cual se construyó la unidad, coronada con un letrero neón que reza Buenavista.
“¿Te gustaría dejar de hacer pollo?”
Las puertas del elevador se abren acompañadas de un bufido hidráulico enmascarado por un tintineo. Sabes que Cirice te lanza más una oferta que una hipótesis, pero no respondes.
Antes de cada partida de Min en su departamento regresa el conflicto: tú propones un juego de persecuciones policiacas que ocurren en la vieja Ciudad de México; tu amiga quiere un juego de terror que ocurre en la Luna. Cirice tiene un punto: a ti no te gusta conducir; a ti lo que te gusta es hundirte en el asiento del copiloto, prender la radio del coche y dejar que el viento simulado inunde tus pulmones. Pero esta vez no discuten: te extiende un cartucho casero y te explica que será un juego distinto.
“¿Cómo se llama?”
Te colocas el parche en la sien, metes el cartucho de plástico gris en el lector y te acuestas sobre el suelo con los brazos extendidos, te sumerges en un juego que no tiene pantallas de inicio ni opciones de dificultad. Esperabas una trama vaga como todas, con tapices de pixeles gordos y a cambio has entrado directo en un escenario de nitidez inesperada: no solo puedes ver tus manos, puedes distinguir los pliegues en cada doblez donde se unen las falanges, los surcos caprichosos sobre las yemas. Más allá de tus manos una neblina recubre las cosas, esferas flotan sobre ti sin que puedas enfocarlas. Apenas caes en el escenario descubres que no eres agente sino testigo: no es un terreno sino una proyección. Lloras: esta tristeza es eterna, este vacío no habrá de llenarse. Lloras y sabes que tu llanto es infructuoso; algo te dice que has llorado toda la vida y que así seguirá por siempre. Una sombra recorre la bruma por encima de las esferas. Reconoces el brillo próximo de unos ojos, manos conocidas te envuelven en un calor dulce: asciendes por encima de los planetas, por encima del sufrimiento, por encima de todo.
“¿Qué mierda es esto!”.
“¿Te gustó?”, escuchas a lo lejos, como si te hablaran desde otra habitación. Te zumba la cabeza en un éxtasis aletargado. Sientes que acabas de despertar de un sueño profundo, uno de esos sueños con tramas completas que se desvanecen lentamente al abrir los ojos, donde hay pasados y futuros que se han extendido por lustros como una existencia paralela, uno de esos sueños tan veraces que obligan a tomar una postura ante la vigilia: despertar es un alivio o una desgracia.
“¿Qué fue eso?”, preguntas más quedito. “¿Qué pinche juego fue ese?”.
Cirice está sentada al lado tuyo. La risa en sus ojos es la satisfacción encarnada.
“Digamos que es una rebanada de vida”.
Sientes un mareo bienhechor. Estás aturdida, pero aún puedes acariciar la paz de los últimos momentos grabados en ese cartucho.
“Es como…”
…si hubieras sido extraída de otro mundo, de una vida que estabas convencida que era la tuya. Pero te parecen ridículos tus pensamientos y prefieres quedarte callada. Te tumbas de nuevo en el piso, Cirice continúa:
“Es la grabación real de la vida de alguien. En este caso, la de un bebé”.
Por supuesto es un uso ilegal de la Inmersión.
“Pero la tecnología igual sirve para eso: si puedes sumergir la mente de una persona en el mundo de un cartucho, también puedes colocar un poco de la mente de otra persona en un cartucho para mostrárselo a alguien más”.
Antes de que te rehúses, Cirice coloca otro cartucho en el reproductor y tus ojos se ponen en blanco. Te sumerges en escenario nuevo:
Por la noche, el jefe de tu manada junta la comida más valiosa de la familia: frutas de un dulzor venenoso, grasa de res, las cáscaras de papa, huevo y plátano, las puntas de los espárragos; comida tan preciada que deben esconderla en un lugar seguro: el bote metálico en el extremo del patio. Pero siempre llega la mañana y con ella el hurto: la máquina rueda de casa en casa tomando la comida del prójimo con un brazo metálico que no teme tus ladridos. Se alimenta, baja el bote vacío y sigue el camino de gula cuesta abajo por la cuadra. Una vez más te derrotaron.
Abres los ojos, miras hacia el techo sin levantarte. El mundo regresa lentamente hacia ti. Tus sentidos se reinician, vuelves a sentir que eres parte de este cuarto en lo alto de un rascacielos, que los coches corren por las autopistas, que detrás de las nubes de humo acaso brilla la luna como un plato roto y las estrellas son esquirlas de cerámica sobre un piso negro. Lo único que no vuelve es el aire: necesitas respirar, pero una tonelada invisible de metal oprime tu pecho. Esculcas en el bolsillo de tu pantalón, sacas tu inhalador y lo llevas con urgencia hacia tu boca. Aprietas el botón y el aire ingresa nuevamente por tus bronquios, acompañado por el dulce ardor de los corticosteroides.
“Entonces… ¿de esto se trata?”, susurras.
Rebanadas. Cirice casi siempre llamará así a estas grabaciones proscritas que anuncia en foros clandestinos, videos que graba con sus propias manos y más tarde distribuye en persona con sigilo extremo, aun si un policía de banqueta es incapaz de distinguir las rebanadas de un simple cartucho pirata de Min. Para el primer video usó a un bebé del edificio, para el segundo empleó al perro de una casa rica donde solía cortar el pasto.
“Puedo ofrecerles ser una gata en celo o una rata comiendo galletas envenenadas, si tuviera a la mano un caballo podría ofrecerles ser un caballo, pero no les puedo ofrecer seres humanos adultos porque no puedo grabarme a mí. Una vez que inicia la grabación el usuario no puede detenerla, por eso los presos no se quitan los parches de vigilancia. Necesito voluntarios”.
Y añade:
“No vamos a hacer porno, eso es justo lo que todos hacen”.
Por un momento, te imaginas reducida a una colección fija de ceros y unos, como si una parte intangible de tu persona se desprendiera de ti inexorablemente durante una grabación. ¿No era ese justo el tipo de recelo que caracterizó a quienes rechazaron las primeras fotografías? Tu alma capturada no solo como imagen sino como un rapto metafísico. Al final, de qué sirven tus peros cuando Cirice propone no solo un medio sino un fin:
“Podrías ahorrar para tus pulmones, conozco clínicas donde curan esas cosas. Es en los mismos lugares donde tratan a la gente que perdió un brazo o una pierna”. Si pueden hacer que les brote una extremidad como si fuera cola de lagartija, ¿qué no podrían hacer por ti?
Esa misma noche haces tu primera grabación, una prueba apenas. Cirice te coloca en la frente un parche distinto a los que usan para jugar. Este es una amplia banda elástica sembrada de sensores que aguijonea tu piel con un minúsculo toque eléctrico al tocarte.
“La interfaz común sirve para transmitir pero no para grabar. La tasa de transferencia que necesitamos está muy por encima de los megas por segundo que percibimos jugando Min”.
Sus palabras te provocan una angustia dichosa que seguro compartieron contigo generaciones de navegantes y astronautas, en la vaga certeza de que estás a punto de emprender un viaje de mil millones de terabytes hacia ti misma.
Empieza a sonar una obra para piano en las bocinas. No te opones a la música de otro siglo, pero prefieres la distorsión de transistores sobrecargados, las percusiones que nacen al simular la colisión de frecuencias en un secuenciador. Volteas hacia Cirice y pone el índice sobre los labios. Minutos más tarde te dice:
“¿Ves? Nada que ver con el porno”. Te vas a casa preguntándote, entre otras cosas, quién compraría un video donde solo te aburriste escuchando música clásica.
Tardarás mucho en darte cuenta que las primeras grabaciones que hacen juntas brillan por una temeraria ingenuidad. Si hubieran sido una banda, esos clips tan audaces como torpes serían los hits de un álbum debut perfecto: la vez que prueban pollo con salsa macha y la boca se te llena de relámpagos; o cuando llegan al techo de la unidad Buenavista tras sortear laberintos de escaleras y ascensores: apoyas las manos en el borde y asomas la cabeza hacia abajo: te da vértigo al percibir erróneamente que el asfalto es la pared de un falso horizonte; o el jardín botánico de la antigua biblioteca, en la planta baja de la unidad, donde tocas la hoja de un alcatraz con la yema del índice. Y en medio realizan múltiples grabaciones que tú consideras obras menores, lados b de un estrellato ilegal: tu cara recién lavada contra el ventilador; un chiste que cuenta Cirice mientras comen tacos de suadero impreso afuera del metro Guerrero; un recorrido de punta a punta de la línea verde donde solo viste tu reflejo y el de Cirice en la ventanilla del vagón; tú escuchando discos de música de otro siglo, la misma aburrida música de otro siglo.
En cambio las rebanadas de tu vida que Cirice reparte de esquina en esquina, en transacciones que duran segundos, empiezan a volverse populares entre sujetos anónimos de internet que las felicitan y las promueven con el fervor que profesarían hacia una cantante. Hay quienes interpretan las palabras que dices mientras corres por las escaleras del último piso de tu unidad como si fueran la letra de una canción, hay quienes debaten por qué elegiste un alcatraz y no una rosa, por qué el índice en lugar del dedo medio. Las rebanadas pasan de mano en mano, muchos queman copias para sus amigos, incluso circulan en la calle cartuchos pirata cuya ínfima calidad te hace dudar si en efecto el alma se desvanece con las repeticiones. Y en este punto ni siquiera sabes cómo nombrar a aquellos que consumen tus grabaciones. La semántica imperante obliga a nombrarlos como “usuarios”, pero eso implicaría que ustedes dos reparten meros programas, no experiencias que trascienden los juegos comunes.
Y así como no puedes elegir el súbito reconocimiento de tu nueva profesión, tampoco puedes sentirte satisfecha con las ganancias. Te alcanzaría para mudarte sola a un departamento dentro de tu mismo edificio, pero tendrías que ahorrar un año para las sesiones de regeneración celular que sacarían las cicatrices de colágeno de tus pulmones. Los médicos pueden hacer que crezcan nuevos brazos como si fueran retoños de un frijol en un frasco, pero el precio es tan absurdo que te preguntas si alguien como tú podría pagarlo sin tener que cometer un crimen. Cirice solo responde que los precios son el verdadero crimen.
Al paso de las semanas, tú misma dejas de jugar por completo de la forma tradicional: los cartuchos comunes nunca reproducen cielos fidedignos, y aunque la brisa se sienta real, cada objeto se compone de gruesos pixeles que te impiden soslayar la falsedad del entorno. No es así con las rebanadas que producen ustedes. Tus usuarios ríen cuando tú ríes, se enchilan cuando tú te enchilas, te acompañan en el mareo y en el cansancio, en el júbilo y en la sed, y cuando sientes una dicha eléctrica subir por tu espina hasta tus mejillas, ellos la sienten contigo; quisieras no separarte nunca de esas personas que desconoces, y que acaso odiarías en persona, pero que te entienden como nadie nunca lo hará, porque sienten, inmersión tras inmersión, exactamente lo mismo que tú.
Has empezado a usar tu Min con el único propósito de escudriñar el catálogo de rebanadas que Cirice ha juntado en una caja de zapatos: morras que cogen con arneses, niños que comen su primer helado, gatos que se desploman soñolientos bajo el rayo de sol que ingresa por la ventana. Estas experiencias se asemejan a las tuyas, pero casi nunca consiguen el mismo grado de autenticidad, el mismo nivel de perfección involuntaria. Tus videos son una anomalía fruto de una complicidad difícil de reproducir en estudios profesionales. A decir de Cirice, han llegado antes que nadie a una disciplina que podría morir en cualquier momento. Mientras tú te empiezas a regir bajo el axioma de que tu vida es un gozoso montaje, Cirice te recuerda que están cerca de cruzar un límite, no solo legal, sino fisiológico:
“Cuando terminas una rebanada, ¿te sientes aún como si acabaras de despertar?”.
Porque esa es una señal clínica que nadie –ni siquiera ustedes– menciona a los usuarios: la cruda inmediata a una inmersión desaparece con el uso constante, no porque te hayas vuelto resistente a interactuar con grabaciones profundas, sino porque los efectos de la salida se adelgazan con el tiempo, en un lento borrado de la frontera que divide el sueño de la vigilia.
“No es tan drástico como parece, pero a veces el pollo te sabe a la hamburguesa que comió otra persona y los nuevos cartuchos no te sumergen como antes”.
¿Deberías hacerle caso a Cirice y no consumir lo que vendes? Que los límites del sueño se desvanezcan te recuerda al amplio linaje de lectores acusados de percibir el mundo como una extensión de los caracteres impresos sobre la página.
A la semana siguiente, en tu primera clase de manejo, descubres que conducir no es como en los cartuchos. Ahora que dejaste el Kentucky, al día le sobran horas que desperdician dando vueltas en el estacionamiento subterráneo antes de atreverte a salir del sótano para incorporarte al flujo de las avenidas y los pasos elevados que serpentean entre los rascacielos.
Pertenece a este periodo la rebanada, sencilla pero audaz, que muchos habrán de considerar su obra maestra:
Corren por las avenidas oscuras escuchando canciones viejas en el estéreo del coche, mientras el cielo brilla con el sordo resplandor de una pantalla muerta. Aceleran por la autopista elevada en medio de rascacielos departamentales, con el viento de la madrugada zumbando en tus oídos.
Reproduces una y otra vez esa inmersión antes de dormir. Tras el baile fantasmagórico sobre tus párpados, entreabres los ojos y te abruma una ternura desconocida: Cirice vigila tu arrullo mientras estira los labios, casi se trata de una sonrisa: te mira. Y tú la miras por primera vez.
No pierdes el tiempo: al día siguiente sobornan a un guardia para entrar al edificio de enfrente, la unidad Santa María la Ribera, que guarda en su planta baja un parque lleno de árboles nacidos en otro siglo. Sus copas chocan contra el techo donde proyectan un cielo azul. La joya del parque es el kiosco de acero tapizado con azulejos y coronado con una bóveda de vidrio, bajo la cual besas a Cirice con idénticas dosis de valentía y timidez.
Ya en su departamento, caen en el piso sin desnudarse por completo y tocas su vulva por primera vez, con una ternura radical. Es una grabación que solo quedará en tu cabeza. Pasas la noche con ella, Cirice duerme con el oído sobre tu espalda y descubre, no sin espanto, que tus pulmones suenan como hojas secas.
“Lo sé”, dices sin voltear.
Despiertas con el timbre taladrando tus tímpanos. Detrás de la puerta una señora masculla un saludo, mientras ondea el brazo en un gesto que significa hola en lenguaje de señas: tres dedos extendidos que tocan la sien en cada movimiento.
“Soy Raiza”, dice un mensaje que escribe al momento en la pantalla de su celular. Borra y escribe nuevamente:
“Me da mucho gusto conocerte al fin. Como les comenté, me emociona mucho que hayan admitido recibirme en persona”.
Con más pena que interés, la dejas pasar al departamento. No sabes dónde está Cirice ni qué decirle a tu visita. Ya adentro te explica en su pantalla que ella compraba todas las rebanadas donde escuchabas música clásica:
“Me mudaré con mi hija muy lejos, pero quería agradecerles lo que han hecho por mí durante estos meses. Nunca fui candidata a los implantes, la terapia genética es demasiado cara y los discos que venden en Min suenan tan falsos. Por años bien que mal me valí de mi memoria, pero a mi edad es difícil recordar adrede. Ya solo escuchaba recuerdos mientras dormía”.
“Lamento haber estado aburrida en todas esas rebanadas”.
“No te preocupes, apenas y podía notarlo. Me concentraba en la música. Era como un sueño”.
“¿Puedes mostrarme cómo se siente? Quiero soñar”.
Le colocas en la frente el parche para grabar, punteas la consola como si fueras a quemar un video y consigues grabar en un cartucho virgen la mente de Raiza, mientras ella reproduce, a su vez, la primera grabación que hiciste con Cirice, donde solo escuchaste una obra de Bach.
“¿Me permite?”, le escribes minutos más tarde, a punto de reproducir para ti su propia experiencia:
Es el mismo momento que viviste en la primera grabación que hiciste con Cirice. Suena un piano: dos melodías paralelas se acercan sin cruzarse, riman a la distancia, se orbitan. Volteas hacia Cirice y pone el índice sobre sus labios. A veces las yemas dudan antes de pisar, tantean el diapasón como el pie que roza una alberca fría, pero siempre, inesperadamente, caen en el sitio que corresponde: los mecanismos de la partitura se parecen al azar que nos gobierna: cada compás es sorpresivo y al mismo tiempo inevitable. Con frecuencia, notas aledañas cruzan la señal sin interferir con la danza de esta pareja cuyas partes serían incomprensibles de forma aislada: cada melodía es el anverso de la otra, sus ecos se transfieren en apariciones secundarias y se multiplican como los fractales que componen al copo de nieve, hasta que un silencio anticipa una explosión de fuegos artificiales: las notas aceleran, se festejan mutuamente. Bandadas, cultivos, mareas, estaciones: el tiempo se celebra a sí mismo, enamorado de su propia simetría: compases que operan como sintagmas, armaduras que mutan en una gramática volátil y se estallan como partículas en un colisionador de hadrones.
Cuando regresas a la superficie, Raiza te espera con rostro satisfecho:
“Me alegra que al fin percibas las Variaciones Goldberg como yo”.
No puedes evitar darle un abrazo cuando se marcha, ante la fortuna de haber descubierto lo que parece un nivel secreto de la existencia. Apenas se cierra la puerta tras de ti, suena el timbre nuevamente. ¿Olvidó algo? Abres sin fijarte por la mirilla y te encuentras con una chica morena de pelo chino. Tardas un segundo en reconocerla: eres tú.
Corrían por las avenidas oscuras escuchando canciones desconocidas en el estéreo del coche, mientras el cielo brillaba con el sordo resplandor de una pantalla muerta.
“Todo esto es estúpido”, lamentó Cirice mientras apoyaba el brazo sobre el respaldo de tu asiento, girada completamente hacia atrás para ver a sus persecutores.
“No creo que haya sido estúpido”, respondiste sin quitar los ojos del volante. Rebasabas a los demás coches por la autopista como si estuvieran en un juego. “Ha sido muchas cosas”, rezaste para ti antes de meter la siguiente velocidad y dejar que el impulso las pegara contra los asientos, “pero no estúpido”.
“Igual no sé cómo se te pudo haber ocurrido”, respondió Cirice. Ahora estaba sentada a tu lado en la cama. ¿Cómo llegaron hasta aquí? La cabeza te zumbaba como en el primer día. Te sobaste la frente con la palma ante la corazonada de que tu consciencia requería una patada, en el viejo o en el actual sentido.
“Me siento mejor, de verdad”, sentenciaste, aunque en el fondo sabías que la gramática del mundo se había trastocado, que los hechos ocurrían en una conjugación distinta y que fuiste depositada en una categoría liminal, ajena al sueño pero también al presente. Sumergirte en tu propia experiencia a través de Raiza te produjo un corto circuito. Tu mente cayó en un bucle y Cirice creía que no saldrías de ahí.
“¡Incluso te viste a ti misma! ¿Sabes lo que significa?”.
“Solo necesito dormir”.
Se despidieron con un beso inexacto, torpe pero no incómodo. Cirice insistió en acompañarte pero pudo más tu negativa. Caminaste sola hasta tu departamento, sin saber que las bandas transportadoras y los elevadores eran lugares propicios para cerrar los ojos en un coqueteo peligroso con el sueño. Fue un camino largo y al sentir que te desvanecías decidiste comprar una coca en el oxxo de un pasillo. Mientras la bebías con premura, otro cliente del local te preguntó si eras tú la chica de los videos. ¿Cómo podría reconocerte si todo se grababa desde tu perspectiva y nunca fuiste simpatizante de los espejos? Pero cuando volteaste para responder tus ojos dieron con un reflejo aterrador: te viste, de nuevo, a ti misma.
Según tu ma’, te encontraron desmayada en un pasillo del edificio. Dormiste tres días con sus noches. No despertaste ni para orinar ni para comer.
“¿Me buscó alguien?”.
Nadie tocó. Nadie escribió. Nadie marcó tampoco. Que no te zumbara la cabeza era un augurio prometedor, como si las fronteras del mundo se restituyeran lentamente. Entraste al foro para saber de tus fans pero no había nadie que hablara de ustedes. Las menciones a su obra se habían borrado. Sabías que pasaría, que tarde o temprano alguien tendría miedo de compartir un producto peligroso, que la policía cibernética intervendría los dominios donde ocurrió tu estrellato.
Pero así como se borraron los análisis de sus videos, las menciones y los chats donde acordaban entregas, también se borró Cirice. Dejó de estar al otro lado de la línea, al otro lado de la pantalla, al otro lado de la puerta. Te pareció un acto de prudencia ante el posible acecho policiaco y resolviste hacer lo propio: volviste a freír carne impresa que los demás llamaban pollo.
De vez en cuando te asaltaba una migraña que describías como un cuchillo atravesado entre tus oídos y también, en ocasiones, el pollo frito te sabía al aire salado de una costa repentina. Con frecuencia transicionabas de un espacio a otro como en un sueño: la puerta del baño llevaba al parque, el elevador de tu edificio se abría en un vagón de metro. Esas fueron las secuelas más graves por el uso prohibido de Min, consola en cuyo nombre vislumbraste la vaga unión de tres homófonos: mean, “malo”, mean, “significar”, 民, “personas”.
Soñaste con Cirice una noche y fue simple, también cruel. Ella llegaba al Kentucky a comprar pollo.
“Te he visto en los elevadores. ¿Eres nueva en el edificio?”.
“¿Se nota mucho que no soy de aquí? ¿Es el acento?”.
Despertaste llorando ante el preciso recuerdo del día en que se conocieron.
Saliste de casa en piyama, la corriente de aire que fluía por el pasillo secó tus pómulos húmedos. A esta hora de la madrugada casi podías escuchar los enjambres de drones encender sus aspas en el techo. ¿Qué tal que Cirice solamente te ignoraba? ¿Qué tal que seguía allá arriba? Tocaste con el puño, sorrajaste el timbre y asomaste los ojos por debajo de la puerta: las luces de los coches iluminaban las autopistas sobre Insurgentes.
Lloraste sentada en el piso, con la espalda recargada en la puerta hasta que escuchaste un cerrojo que se abría. Te paraste de un brinco y volteaste hacia la puerta. Del otro lado estabas tú, con tus chinos y tu sudadera, como si te hubieras dividido desde el día en que conociste a Raiza y apenas volvieras a encontrarte. Los drones sonaban cada vez más cerca. Tu doble extendió una pantalla hacia ti:
⠙ ⠑ ⠎ ⠏ ⠊ ⠑ ⠗ ⠞ ⠁
⠙ ⠑ ⠎ ⠏ ⠊ ⠑ ⠗ ⠞ ⠁
⠙ ⠑ ⠎ ⠏ ⠊ ⠑ ⠗ ⠞ ⠁
⠙ ⠑ ⠎ ⠏ ⠊ ⠑ ⠗ ⠞ ⠁
Las letras se borraban y reescribían una y otra vez sin que ella interviniera:
10100001 01000100 01000101 01010011 01010000 01001001 01000101 01010010 01010100 01000001 00100001 00100000
D35π3rた
ɐʇɹǝıdsǝp
¡DESPIERTA!
Cirice te sostenía en un abrazo agónico, entre sollozos y porfavores.
“Fui por el desayuno y cuando abriste la puerta te derrumbaste en el piso. No despertabas y no sabía a quién marcar, no sabía qué estaba pasando”.
“¿Dónde estamos?”.
“En el elevador, no pude despertarte y esto fue lo mejor que se me ocurrió, tenemos que irnos”.
Tus brazos estaban posados en un carrito de supermercado.
“¿De dónde sacaste esto? Sácame de aquí”. Intentas levantarte del carrito, pero tu cuerpo está dormido y eso te hace dudar. “¿Estoy soñando?”.
“Pinche timing, la neta… Si esto fuera un sueño igual tendríamos que irnos. De verdad lo siento. Debí insistir en que no usaras las rebanadas, debí obligarte, debí estar cuando llegó esa pinche vieja”.
“Siento como si no te hubiera visto en meses”.
“Así es caer en un bucle, pensé que no saldrías”, dijo Cirice y sospechaste que cuidar de ti, mientras estabas perdida en tu propia mente, fueron los minutos más largos de su propia vida.
Salieron del elevador hacia el estacionamiento. Cirice decía que todo el tiempo que dormiste los drones azules de la policía rondaron frente a su ventana. Aunque ella no dejara de reprocharte lo que hiciste con Raiza, tú no te arrepentías: lo que viste en tu mente, vista a través de Raiza, valió cada posible consecuencia. Ahora mismo, mientras Cirice te abría la puerta del coche, tú reproducías esas melodías asíntotas en tu cabeza. Tal vez estabas medio dormida aún, tal vez había glitches permanentes en tu lóbulo frontal, pero la escena corría en cámara lenta mientras sonaba de nuevo esa música de otro siglo.
Era de madrugada, sombras recorrían las alturas del edificio en tu búsqueda, Cirice salió disparada hacia la avenida y de inmediato se incorporó al carril subterráneo de Insurgentes, flanqueado por anuncios fugaces y señales de tránsito. Salieron a Reforma y anduvieron un par de cuadras en la superficie, entre los camellones con árboles y los hologramas publicitarios, hasta que tomaron la rampa hacia la autopista elevada. Mientras subían, la ciudad se mostró ante ustedes como enjambres de servidores en pasillos oscuros y cuando llegaron al punto más alto de la autopista, la música en tu cabeza llegó a su fin, al mismo tiempo que los drones prendían sus sirenas detrás de ustedes. La noche dejó de ocurrir en cámara lenta: Cirice rebasaba, aceleraba, se frustraba cuando un coche la obligaba a bajar la velocidad y cortar por el lado. Parecía que los automóviles dejaban de correr junto con ustedes para convertirse en obstáculos.
“Conozco a alguien más al sur. Si la libramos, él podría ayudarnos de alguna forma”, explicó Cirice sin voltear a verte.
Pero nadie puede huir sin resistencia y el último escenario siempre es el más difícil: los drones detrás suyo se convirtieron en una parvada de luces rojas y azules, las sirenas y las aspas siempre estaban a punto de alcanzarlas. Bajaron un piso en la autopista y así despistaron brevemente a los drones; al siguiente nivel las esperaban dos patrullas autónomas.
No les dispararon porque era un riesgo para otros humanos, pero tampoco importaba. Su apuesta era más simple: ustedes tenían que detenerse, nadie puede correr indefinidamente en esta ciudad. No importaba que este par de fugitivas estuviera cada vez más cerca de la carretera hacia el sur donde acaba la jurisdicción de los drones, en algún momento tenía que llegar el tráfico que las obligara a presionar el freno.
Y aunque no solían aventurarse a volar bajo techo, los enjambres las alcanzaron antes de que ustedes pudieran cambiar de piso nuevamente.
“¿Cómo se bajan los vidrios?”.
“¿Por qué coño quieres bajar los vidrios?”.
“Solo dime cómo se bajan”.
Giraste la manija tan rápido como permitió tu inexperiencia. Los drones flotaban ante ti como una sola pared que mide a cada instante la distancia entre cada elemento, capaces de volar a milímetros del robot más próximo sin rozarse siquiera. Pero esa misma precisión resultó ser una debilidad:
Te quitaste la sudadera y la enrollaste hasta conseguir una bola.
“No es en serio”, dijo Cirice, incrédula.
Para ese entonces, tú ya habías sacado el brazo por la ventanilla. Aventaste la prenda que primero chocó contra el vidrio del asiento trasero, antes de ser arrancada por una ráfaga bienhechora. El viento extendió tu sudadera en el aire y ascendió hasta los drones, incapaces de esquivar el impacto: detrás de cada explosión siguió otra, detrás de cada choque de aspas hubo uno más y detrás de ustedes se levantó una columna de fuego y escombros que frenó a las demás patrullas, mientras ustedes continuaban la huida viendo de frente hacia la carretera del sur. ¿Habían librado la persecución? ¿Por cuánto tiempo? Sospechaste que siempre estuvieron inmersas en un juego más grande, que trascendía las vidas y las generaciones. No había códigos secretos. No había segundas oportunidades. Si las capturaban, los custodios usarían un parche de Min para vigilar tus pensamientos durante toda tu sentencia. Y si no las detenían ahora, acaso la carrera ya no podría parar nunca.
Corrían por la carretera oscura escuchando canciones viejas en el estéreo del automóvil, mientras el cielo se abría ante ustedes con todas sus constelaciones.
“¿Las habías visto así?”.
Apoyaste las manos en el tablero y acercaste la cabeza al parabrisas con los ojos viendo hacia arriba: las cintilaciones del Zodiaco sobre la sombra de nuestras conciencias. Dudaste si seguías en la zona fronteriza desprovista de presente, donde todo parecía ya ocurrido, ya vivido, ya soñado: el cielo estaba lleno de pixeles.
“No las había visto nunca”.