Tierra Adentro
Viñeta del manga japonés "Astroboy va a la jungla", de Osamu Tezuka.
Viñeta del manga japonés “Astroboy va a la jungla”, de Osamu Tezuka.

Es un amanecer normal, de un lunes normal, en un mes de agosto que cambiará la historia de las guerras. Los niños se preparan para ir a la escuela, los adultos para acudir a trabajar —Hiroshima era una ciudad industrial—; los tranvías conviven con los carruajes de caballos en las calles empedradas. Las casas de la ciudad son, en su mayoría, de madera, algo relativamente común para las comunidades japonesas de antes de la guerra y que, a decir de los historiadores, favorecía la proliferación de incendios. La población era de alrededor de 250 mil habitantes pues, al momento de la escena, habían ocurrido una serie de evacuaciones sistemáticas previendo los bombardeos de los países aliados. La normalidad del paisaje no tarda en romperse por la aparición del Enola Gay, uno de los Boeing B-29 Superfortress que sobrevolaron la ciudad para descargar al infame “Big boy”. La bomba atómica se desploma desde una altura de 3600 pies al grito de “Fixed on target. Release bomb!”, diálogo impostado y mecánico que vuelve ridículos los momentos previos a una de las escenas más memorables del anime de los años 80.

Pasan unos cuantos segundos antes de que se desate el horror. Al contacto con el suelo, la bomba produce una onda explosiva, una onda térmica y una serie de impulsos electromagnéticos que calcinan de manera inmediata a todos los que se encuentran en la zona del impacto. El equipo de animadores no tiene ningún reparo en presentarnos los efectos: por aquí, vemos una niña que lleva un globo rojo, calcinada en un instante. Por allá, una joven madre intenta inútilmente proteger a su bebé —ya muerto— de la explosión. Un perro callejero muerde con desesperación los barrotes de un puente, antes de quedar reducido a cenizas. Luego la destrucción de la ciudad, también instantánea, que es el preámbulo al alzamiento del tristemente célebre hongo atómico.

Se trata de Hadashi no Gen [はだしのゲン, “Gen sin zapatos”, o “Gen el Descalzo”], manga autobiográfico en donde el autor Nakazawa Keiji propone una revisita a su propia experiencia como sobreviviente al bombardeo de agosto. Al igual que Gen Nakaoka, personaje principal de su manga, el pequeño Keiji y su madre son los únicos sobrevivientes de su familia: todos los demás, que no alcanzaron a evacuar, murieron en la ciudad. Incluso antes de que el estudio Ghibli diera a luz a 火垂るの墓 [Hotaru no haka, La tumba de las luciérnagas] —que es, hoy por hoy, una de las tragedias favoritas de los amantes de este estudio—, Hadashi no Gen constituyó uno de los referentes inmediatos cuando se trataba de reflexionar en torno a los efectos de la Segunda Guerra Mundial en la población japonesa. Los tópicos de ambas películas son similares: la pobreza extrema, la lucha por supervivencia en un Japón devastado, las consecuencias de la guerra en los huérfanos y, de fondo, una profunda crítica al estado imperialista japonés y —hay que decirlo— un reflejo del resentimiento nipón contra el país que los ocuparía, y los sigue ocupando, desde la mitad del siglo pasado: los Estados Unidos de América.

El caso de Hadashi no Gen no es aislado, sino que se suma a una lista de productos culturales japoneses que sirvieron como mecanismos de denuncia —y a veces, también, de propaganda— de la experiencia del Japón de la guerra y posguerra. Estos casos  tienen una peculiar relevancia, pues nos permiten visualizar cómo el estado japonés, en tiempos de crisis política y militar, vio en el anime y el manga una oportunidad de extender su ideología: desde la exaltación de ciertos valores militares, hasta la censura de los actos bélicos de los países enemigos. Los ejemplos son variados pero, para efectos de este texto, me concentraré en dos momentos que me resultan particularmente cautivadores pues, por su temática y características, nos ofrecen un vistazo a la evolución de la propaganda animada durante y después de la Gran Guerra.

https://www.youtube.com/watch?v=P2g9QZvHTuk

Mickey Mouse se fue a la Guerra

El episodio abre en una isla paradisíaca en algún lugar del Pacífico, sobrevolada por una parvada de gaviotas que parecen levitar anticipando la llegada de los espectadores. Es día de fiesta: los habitantes de la isla, dibujados al estilo puro de las “Fantasías animadas de ayer y hoy” —las sempiternas Merrie Melodies— , bailan al son de cierta música tradicional que recuerda de manera efectiva los innúmeros festivales del Japón. Pero la fiesta no dura mucho, sino que nuevamente la veremos interrumpida por el sonido motorizado de los aviones de guerra —la estrategia narrativa que sería recuperada por Nakazawa Keiji casi cuatro décadas más tarde.

Segundos después, la cámara se traslada al cielo sobre la isla, en donde una especie de ratón mal encarado —evidente referencia al afable ratón capitalista—, aparece montado en una especie de murciélago, escribiendo con el humo una fecha: 1936. La aparición de este ratón volador no tardará en desatar una serie de calamidades: al sonido de su apocalíptica trompeta, veremos un ejército de serpientes, una armada de cocodrilos y una flota de murciélagos no tardan en desplegarse por todas partes, atacando a unos y secuestrando a otros. Sin embargo, aunque el escenario parece desolador, los habitantes de la isla no tardarán en buscar refuerzos. Y no se trata de cualquier tipo de refuerzo, sino que acuden precisamente a los héroes de sus viejos cuentos tradicionales para encontrar solaz: exhibiendo una bandera que ostenta el nombre de 日本 [Japón], Momotarō, el prodigioso niño nacido de un durazno, escucha el relato desesperado y no tarda en acudir al rescate; en otra escena vemos a Urashima, el hombre que durmió 300 años, montado en una tortuga para expeler a la armada enemiga; y hasta el pequeño Kintarō, especie de Hércules infantil, batalla contra las tropas invasoras. En los siguientes minutos, la cruenta batalla conduce al único escenario posible: la victoria de las tropas japonesas sobre las americanas.

El título de la caricatura es オモチャ箱シリーズ第3話 絵本1936年 [Omochabako series dai san wa: Ehon senkya-hyakusanja-rokunen, “Serie Caja de juguetes: Libro de Imágenes 1936”], y fue producida en 1934 como un vaticinio de lo que podría ocurrir dos años después, en el caso de que Japón fuera atacado por los americanos. Llama la atención que los animadores utilizaran como modelo los dibujos de The Walt Disney Company pues, para ese año, apenas habían producido algunos cortometrajes —como las celebradas Silly Symphonies—, y faltaban aún algunos años para que el éxito rotundo de la empresa se consolidara con la aparición de su primer largometraje, Blancanieves y los siete enanitos, aparecida en 1937.

Aún así,  este primer ejemplo de propaganda animada sirvió para establecer una narrativa en la cual el ejército americano se presentaba ya como el principal enemigo de las tropas imperiales, en su afán de expansión. Por otro lado, a la invasión de criaturas monstruosas (serpientes, cocodrilos, murciélagos) acuden, no el ejército, no la guardia imperial: son los propios personajes de Japón, los que aún habitan los cuentos infantiles, quienes rescataron a los adultos que alguna vez fueron los niños a quienes contaban sus historias. Si tal episodio hubiera sido producido en nuestros tiempos, ¿veríamos a Gokú lanzarle una henki dama al Pato Donald? ¿Un Gomu Gomu no Jet Bazuca noquearía definitivamente a un despistado Tribilín —ahora Goofy—? Las imágenes, por ridículas que puedan parecer a simple vista, no distan de lo que debió ser, para el público de los años 30, ver a Momotarō, a Kintarō, a la Yama Uba, luchando por sus compatriotas. Ante esta situación, cabría preguntarse, ¿qué valores pretendía exaltar este tipo de propaganda? ¿El nacionalismo, la identidad tradicional, la cultura popular?

De acuerdo con el crítico Eldad Nakar, uno de los principales objetivos del manga de la posguerra era mirar hacia el pasado de la guerra de forma positiva, recordando las hazañas de los soldados muertos como actos de heroísmo y dedicación al país. Hay diversos ejemplos que fortalecen esta afirmación: uno de ellos sería 戦場の誓い [Senjō no Chikai, “El juramento del campo de batalla”], del inmortal Mizuki Chigeru, que consistía en una colección de relatos cortos ubicados en la famosa campaña del Pacífico, en donde un par de jóvenes gemelos japoneses se encontraban peleando el uno contra el otro en bandos enemigos: uno como piloto de los Estados Unidos, y el otro como piloto del imperio japonés. En textos como el de Shigeru, es notable la presentación de los soldados japoneses como seres de virtud extrema, cuyo valor sin límites, y su dedicación a su país, sin duda resultaron un bálsamo para una nación que había sido derrotada tanto moral como militarmente por los bombardeos atómicos.

Portada de "Juramento de batalla",  de Shigeru Mizuki.

Portada de “Juramento de batalla”,
de Shigeru Mizuki.

 

 

Con la llegada de las revistas de manga semanales —que continúan funcionando hasta nuestros días—, el culto a los pilotos aviadores continuó reproduciéndose. El propio Mizuki Shigeru publicaría 暁の突入 [Akatsuki no totsunyū, “El Ataque del amanecer”], nueva colección de relatos sobre pilotos especialmente hábiles para conducir sus aviones. Para Nakar, los temas de estos mangas eran recurrentes, y los “héroes serían pilotos distinguidos por sus notables habilidades de vuelo —con frecuencia tendrían alguna proeza que sería su sello distintivo— y a veces por algunas marcas en su aeronave. Su habilidad para tolerar el sufrimiento y el peligro, y su dedicación a su país, también eran cualidades que se resaltaban”.

Si bien estos textos fueron producidos por una comunidad japonesa que, al menos en teoría, había superado ya las ansias de expansión imperialista, resulta notable el efecto que valores como el nacionalismo, la defensa del honor, y la celebración del sacrificio de los soldados, podían lograr en la audiencia. No obstante, es un error creer que la comunidad cultural japonesa se sometía sin más a la difusión de los valores dominantes que el gobierno japonés buscaba divulgar. Antes bien, valdría la pena reconocer algunos matices. Si bien la mayoría del manga con temática de la Segunda Guerra Mundial se ajusta a la hipótesis de Nakar, me gustaría recuperar dos ejemplos que muestran algunos valores que siguieron transmitiéndose en el manga durante los años siguientes. En particular, me llama la atención el caso de dos mangas que aparecieron casi veinte años después, cuando ya Japón había perdido la guerra y se encontraba en un periodo de reconstrucción económica y social.

El primero es de Nagashima Shinji, y se titula 白い雲が呼んでいる [Shiroi kumo wa yondeiru, “La nube blanca está llamando”]. Se publicó en 1956 y narra la historia de varios niños que quedaron huérfanos como consecuencia de la guerra. Es uno de los primeros ejemplos de manga que trataron abiertamente los horrores de la guerra y, como podemos ver, fue el primero en recuperar el tópico de la orfandad, que observamos en otros ejemplos mencionados al principio de este ensayo. Esta reflexión en torno al sufrimiento infantil, ¿se trata de un deseo de exhibir la crueldad? ¿Es una manera de mostrar las heridas ocultas de la guerra? ¿Debemos entenderla como una crítica al sistema gubernamental que pasaba por alto estas consecuencias funestas?

Me resulta se igual importancia el caso de otro manga de la época, en donde no solo se rehuyó a la tendencia de establecer una narrativa de celebración del conflicto armado y de algunos de sus combatientes, sino que además se pusieron en entredicho los valores que motivaron el conflicto armado. Esto se observa en el manga 紫電改のタカ [Shidenkai no Taka, El halcón de Shidenkai], de Chiba Tetsuya, obra que sigue las aventuras de Taki, un joven piloto de un avión modelo Shidenkai, cuyas habilidades de vuelo lo convierten pronto en el azote de los pilotos americanos. Sin embargo, el caso de Taki se distingue de muchos otros pilotos —en su manga y en otros mangas de este tipo—, pues pronto se da cuenta de que los pilotos americanos tienen familia y sentimientos tanto como él. Coincido con Nakar en que, conforme las cosas empeoran para Japón, “Taki se encuentra cada vez más preocupado por preocupaciones humanísticas sobre el propósito de la guerra. Empieza a recordar a sus camaradas muertos e incluso a la familia de uno de los mejores pilotos enemigos, asesinado en Pearl Harbor. Recordar toda esta muerte y destrucción sin sentido hace que se enoje por la estupidez de la guerra”.

En esta crítica a la guerra subyace, a mi parecer, el valor de la obra de Chiba Tetsuya y Nagashima Shinji, y marca la pauta para la aparición de obras como la antes citada 火垂るの墓 [La tumba de las luciérnagas]. Hablo de la capacidad del artista de no someterse a un dictamen de valores oficiales, y en presentar, por medio de su obra, una contraposición al régimen. Si bien Taki, al principio del manga, se presenta como un joven piloto entusiasmado por las victorias japonesas y los sueños impuestos por sus superiores, conforme se ve afectado por los horrores de la guerra, no tardará en cuestionar lo que hace, lo que ha sido obligado a creer. En las dudas y cuestionamientos de este personaje ficticio encontramos el fin a una serie de mitos de la obediencia ciega que ha seguido por décadas la imagen de los jóvenes pilotos japoneses, a quienes se suele ver como fanáticos desalmados que preferían perder su vida —hablo, por supuesto, de las víctimas kamikaze 1— antes que perder el honor. ¿Hasta qué punto se arrojaban convencidos a la muerte y hasta qué punto su obediencia se debía a la coerción de sus superiores?

Como corolario, no perderé la oportunidad de señalar que la propaganda militar japonesa no se ceñía solamente al anime. Resulta destacable, también, el papel que la música o la literatura cumplió para los intereses del Imperio del Sol Naciente. No es poco sabido, por ejemplo, que Yukio Mishima fue uno de los grandes defensores de las intenciones imperialistas, así como de los valores tradicionales que se relacionaban con la práctica del bushido 2. De igual forma, sería importante mencionar el papel que el género musical conocido como 軍歌 [gunka, canción militar] tuvo en la difusión de los valores morales que interesaban al gobierno durante los años 30 y 40.

Para la segunda parte de este ensayo, me gustaría revisar otro ejemplo relacionado que expresa un cambio interesante en la visión propagandística del manga, de la guerra al crecimiento económico, basándose en un elemento por demás controversial: la energía atómica.

Astroboy y la jungla nuclear

Viñeta del manga japonés "Astroboy va a la jungla", de Osamu Tezuka.

Viñeta del manga japonés “Astroboy va a la jungla”, de Osamu Tezuka.

Mi padre me mostró a Astroboy una tarde de marzo. Estábamos sentados en una plaza comercial, afuera de una tienda de cómics ahora desaparecida en la ciudad de Guadalajara. En la pantalla de un viejo televisor Panasonic, reproducían un episodio de la popular caricatura del niño robot que hacía gala de su cuerpo impulsado por la energía atómica. Su indumentaria —calzoncillos negros, cinturón metálico y dos botines rojos que lo propulsaban por los cielos— me resultó muy llamativa y me recordaba de alguna forma a Superman. El niño de acero, en este caso, hacía gala de su nombre con un gran número de armas, herramientas y poderes que le eran brindados por la entonces fascinante energía atómica.

Era agosto del año 1996. Diez años antes, en un pueblo de Ucrania, una planta nuclear estalló y cambió nuestra manera de entender la naturaleza: la leche radiactiva que viajó miles de kilómetros para envenenar los hogares mexicanos nos hizo comprender que los límites del daño nuclear son inexorables. Yo, por supuesto, no estaba en edad de pensar en esto: sólo me dejaba sorprender en la posibilidad que aquella palabra, “atómico”, sembraba en el cuerpo de un niño, suerte de Pinocho contemporáneo que, además, tenía un par de orejitas que lo emparentaban con Mickey Mouse (esto, lo supe después, era un evidente homenaje que su creador, el legendario Osamu Tezuka, haría de las caricaturas de Disney.).

El nombre en japonés de Astroboy es Atom. De acuerdo con Frederik L. Schodt, el traductor del cómic al inglés, la particularidad más importante de este personaje en el mundo de los súper héroes era que, en lugar de luchar por valores nacionalistas como la justicia —o una visión patriótica de ésta donde lo justo solía estar emparentado con los intereses nacionalistas norteamericanos—, Astroboy luchaba por conservar la paz. Hay una cruel ironía en todo esto, sobre todo en el hecho de que sea en Japón —el único país que ha conocido en carne propia los estragos que provoca un ataque nuclear, precisamente en agosto— donde surge un niño pacifista impulsado por energía atómica, que lucha contra sus enemigos desplegando un poder equivalente a 100,000 caballos de fuerza. “En los años 50 tempranos, cuando Osamu Tezuka creó Astro Boy, el famoso poder de ‘100,000 caballos de fuerza’ del robot intentaba representar un orden de poder en los límites de la imaginación humana”, dice la crítica Alicia Gibson. Un poder que, por cierto, pretendía emular la energía de una bomba atómica.

Si la propaganda animada durante la Segunda Guerra Mundial obedecía —al menos en parte— a un discurso imperialista de obediencia y patriotismo, el caso de Astroboy se acerca más a lo que la política internacional denomina “soft power”. El término surge de la concepción de Joseph Nye sobre la naturaleza del poder: por un lado tenemos el “hard power”, que se referiría a una función coercitiva a través de la fuerza militar o el dominio económico; y, por el otro, el “soft power”, que ha sido definido como el poder de la atracción, que se concentra principalmente en la política exterior y los valores políticos de un estado. Desde los años cincuenta, Japón se ha convertido en una de las potencias mundiales en materia del soft power: luego de perder la guerra, el artículo 9 de la Constitución prohibía a Japón la posibilidad de tener un ejército más allá de las Fuerzas de Defensa Japonesas; esto los forzó a buscar estrategias de posicionamiento global alejadas de la coerción económica y militar. La respuesta fue, en su sencillez, brillante: Japón apostó por el empleo del manga y el anime y otros productos culturales para generar empatía entre las audiencias juveniles.

La llegada a México de caricaturas japonesas como Candy Candy, Los caballeros del zodiaco, Mazinger Zeta, y el propio Astroboy obedecería, pues, a una estrategia de comunicación política y, como tal, el dominio de Japón en la corriente del soft power debería entenderse como el producto de décadas de una especie de adoctrinamiento basado en apelar a la imaginación. Dice Asger Røjle Christensen, en su artículo “Cool Japan, Soft Power”: “La proyección del ‘poder suave’ es un esfuerzo consciente, enfocado y altamente priorizado del gobierno japonés para explotar la popularidad del país entre la gente joven del mundo —multitudes que comparten una pasión por las modas japonesas— y crear una imagen simpática más amplia del país huésped”. Faltaría agregar que este esfuerzo no sólo ha fluido desde adentro hacia afuera sino que, en los casos particulares que analizamos aquí, también se ha empleado para convencer a la población japonesa de cambios políticos y sociales importantes hacia el interior.

Conforme fue ganando popularidad, el pequeño Atom, sería utilizado en un par de ocasiones para hacer propaganda sobre la energía nuclear. El primer caso apareció en los años 50, en un viejo cómic titulado Astroboy va a la jungla. Harry Fawcett nos revela el sencillo argumento: en una jungla perdida en algún lugar del mundo, los animales batallan con el clima que se vuelve gradualmente más frío. Las plantas empiezan a morir y, con ellas, el hambre arrasa con toda posibilidad de vida. Sólo Astroboy puede ayudarlos, y los animales discuten sobre cómo pueden calentar su ecosistema ahora que no hay petróleo y las aguas congeladas impiden la generación de energía hidroeléctrica. La solución es incontrovertible: necesitan construir una planta de energía atómica. Así que Astroboy vuela hasta Japón y regresa a la isla cargando todos los materiales necesarios y, en poco tiempo, los animales logran construir todos juntos una planta nuclear que provea de una oportunidad de sobrevivencia —y de esperanza, y de futuro— a la ahora alegre comunidad animal.

Si alguien intentara hallar este episodio en el manga escrito por Tezuka —como, de hecho, intenté rastrear yo—, se encontraría con que no forma parte del canon de aventuras recopiladas en los 23 volúmenes que reunió Astroboy. El propio autor reconocería que nunca fue su intención que una de sus obras más icónicas se viera transformada en propaganda para una energía tan controversial. De hecho, parece que la historia de la jungla “fue entregada como un panfleto gratuito durante las visitas escolares a las plantas nucleares —el mensaje era mostrado por medio de animalitos kawaii: la energía Nuclear es segura”, explica Fawcett. ¿Qué mejor manera de mostrar lo inofensiva que es la misma energía que destruyó Hiroshima y Nagasaki que utilizando a un súper niño pacifista?

Si bien las declaraciones de Tezuka Osamu —en las que se deslindaba de este panfleto— pueden resultar comprensibles, lo cierto es que la transformación del pequeño Atom en el Golden Boy del poder nuclear era un proceso casi natural. El 27 de mayo de 1956 —es decir, apenas cuatro años después de la primera aparición de Astroboy—, el memorial de las víctimas de Hiroshima fue el lugar para la exhibición “Átomos por la Paz”. El título provino del discurso homónimo que Dwight D. Eisehhower presentara en la 470 Asamblea plenaria del Congreso de los Estados Unidos, ocurrida el 8 de diciembre de 1953. En su discurso, Eisenhower se esforzaría en recolocar el discurso nuclear: desde lo bélico hacia las posibilidades pacíficas de la producción de energía limpia. “El propósito de mi país —dice el antiguo presidente— es ayudarnos a salir de la oscura cámara de los horrores hacia la luz, encontrar una forma en la cual las mentes de los hombres, las esperanzas de los hombres, las almas de los hombres en todas partes, puedan moverse hacia la paz y la felicidad y el bienestar”.

Imposible no notar el éxito del evento de Hiroshima: reunió a alrededor de cien mil visitantes y periodistas entusiastas que acudieron a dar noticia del evento que pretendía impulsar una campaña norteamericana —el componente americano es prácticamente inseparable del siglo XX japonés— para presentar el átomo como una fuerza positiva para el progreso y para contrarrestar la llamada “alergia nuclear” del pueblo japonés. Al igual que con Astroboy, resulta irónico considerar que el mismo museo que recibió esta exhibición habría mostrado, apenas un año antes, el Congreso Mundial Contra las Bombas Atómicas. Por si esto fuera poco, por cierto, estamos hablando del museo que muestra los horrores de las bombas nucleares.

De más está decir que, con o sin Astroboy, el auge de la energía nuclear en Japón no tardaría en hacerse notar. En la actualidad, Japón es el tercer lugar en plantas nucleares funcionales en el mundo, con 42, y en días recientes, el primer ministro, Fumio Kishida, anunció la construcción de nuevas plantas nucleares de última generación cuya vida útil se encuentra por encima de los 60 años. La noticia, a una década del desastre de Fukushima, despierta inseguridad —y con razón—, en los activistas que repelen el uso de la energía nuclear. (Fukushima, hay que decirlo, continúa siendo un pueblo fantasma y quién sabe durante cuánto tiempo permanecerá inhabitado.) No obstante, resulta evidente que el camino para la construcción de estas plantas está más que trazado.

La propaganda gubernamental en torno a la energía atómica es, incluso en nuestros días, motivo de controversia. Basta señalar el caso de “Tritium”, la joven mascota que pretendía apoyar un proyecto del gobierno japonés para liberar mil toneladas de agua contaminada de la planta nuclear de Fukushima al mar. El pequeño Tritium, especie de reptil de mejillas sonrosadas que recuerda vagamente a los kappa 3, representaría el isótopo de hidrógeno radiactivo que esta agua llevaría a las profundidades del Mar de Japón. Ante esta situación, me pregunto si el nulo apoyo de esta propuesta animada provocará que las autoridades políticas volteen hacia nuestros personajes favoritos en búsqueda de un nuevo Golden Boy de las estrategias controversiales. ¿Veremos a Gokú encabezando la guerra económica en Asia? ¿A Inosuke inaugurando las nuevas centrales nucleares? ¿Serán Eren y Mikasa el nuevo rostro de las políticas migratorias en Japón? A estas alturas ninguna posibilidad, me parece, debería descartarse.

  1. 神風 [kamikaze, lit. “Viento divino”]: nombre que recibió una unidad especial de pilotos que, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron conocidos por sus ataques suicidas en los cuales estrellaban sus aviones contra los barcos norteamericanos. El término se utiliza tanto para el avión como para los pilotos, usualmente jóvenes.
  2.  武士道 [bushido, lit. “el camino del guerrero”]: código de ética al que se suscribían los samuráis [bushi], basado en reglas de comportamiento de acuerdo a las llamadas siete virtudes del guerrero. A saber: Rectitud, Coraje, Compasión, Cortesía, Honestidad, Honor y Lealtad. 
  3.  河童 [kappa]: criatura de la mitología japonesa que forma parte del universo de los yōkai [妖怪, espectro o monstruo]. Se trata de una especie de reptil que vive en los ríos, que tiene una forma corporal semejante a la de los niños y que suelen aparecer en los pueblos para hacer maldades a los aldeanos. 

Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).
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